Junto a los temas que ocupan hoy en día a la filosofía académica, hay problemas filosóficos surgidos de la realidad más prosaica, lejos de los despachos universitarios. Esta sabiduría filosófica académica no viene caída del cielo, ni ha brotado en las cabezas de los hombres por generación espontánea. Como aseveró Kant, toma cuerpo institucional e histórico en la dialéctica con la sabiduría mundana. En este artículo reexponemos el que a nuestro juicio es uno de los problemas de la filosofía mundana, suscitado a colación del libro El odio, de Luisgé Martín.
En él, el escritor traza un perfil de José Bretón, el hombre que asesinó a sus dos hijos en 2011 para hacerle daño a su exmujer, Ruth Ortiz, en lo que se considera el caso que puso sobre el mapa la violencia vicaria en España. Ante el anuncio de la publicación de la obra, Ortiz, que no había sido informada de su existencia, pidió su paralización.
Para responder a la pregunta clave del caso –¿debería publicarse, o no, este libro?–, practicaremos el método dialéctico de Platón.
Dejarlo en manos de la justicia
Como buen problema filosófico, el concerniente a El odio es interdisciplinar: las diversas categorías científicas en él implicadas están atravesadas por ideas: Bien, Mal, Persona, Sociedad, Libertad, Justicia, Derecho, Dignidad.
Se compone, como si fuera un ovillo de lana, de diferentes tramas: jurídica, moral, política, psicológica, criminológica, etc. De ellas, nos interesa el diálogo mantenido entre la jurídica y la ética o moral.
Desde este diálogo, observamos en la repercusión mediática suscitada por el libro una tendencia: la trama jurídica se impone sobre la trama moral. A esto le llamamos la judicialización de la ética.
Reducido a la trama jurídica, el problema queda planteado como conflicto entre el derecho del escritor y del parricida a la libertad de expresión, y el derecho al honor y a la imagen de la madre y los infantes asesinados.
Las consecuencias de esta estrategia son catastróficas. Es una vuelta al modelo jurídico del Antiguo Régimen. La culpabilidad o inocencia de los acusados, así como la verdad o falsedad de los discursos, se dictaminan en la oscuridad de los juzgados. A la ciudadanía no se le da vela en ese entierro, sobreentendiendo con ello que no tiene nada que decir.
En fin, esta estrategia no resuelve el problema. Más bien, lo elude, poniéndolo sobre los hombros de los juristas.
¿Por qué esta judicialización de la ética?
¿A cuento de qué el predominio del Derecho sobre la Moral? ¿No son los ciudadanos perfectamente capaces de razonar sobre la moralidad del libro y de su publicación? ¿No han alcanzado acaso la mayoría de edad de la que paternalistamente hablaba Kant?
¿No son los ciudadanos perfectamente capaces de razonar sobre la moralidad del libro y de su publicación?
Esta judicialización es síntoma del subjetivismo imperante en nuestra sociedad. Hoy, el punto de vista del individuo sirve para explicar el mundo en su totalidad. La opinión es verdad. Este subjetivismo estimula una concepción errónea de la ética, reducida a la «conciencia ética», un asunto individual e incomunicable: «yo tengo mi ética», «mis valores», «mis derechos».
Así las cosas, la única manera de superar el relativismo moral es remitiendo al Derecho. Propiamente, a una autoridad superior capaz de mediar en aras de una solución objetiva y razonable para todos.
¿Quién tiene el monopolio de la verdad?
El jurista austriaco Hans Kelsen explicó en Teoría pura del derecho que el derecho y la moral son órdenes normativos para la regulación del comportamiento interpersonal. La diferencia entre ambos es que el primero requiere obligatoriedad por parte del ciudadano.
Pero Thomas Hobbes, filósofo inglés, puso el dedo en la llaga al advertir sobre la falibilidad de los guardianes de la ley. Si quienes ostentan el monopolio de la verdad y de la fuerza física pueden errar, ¿quién nos protege de los guardianes?
El objetivo de esta crítica a la judicialización de la ética es socrático: reivindicar que los ciudadanos son sabios. Como muestra Gustavo Bueno en El sentido de la vida, hay una sabiduría moral mundana que sirve de manantial a la sabiduría moral académica.
Los ciudadanos ya poseen un conocimiento crítico sobre la práctica moral. En nuestra vida cotidiana todos nos enfrentamos a dilemas éticos de mayor o menor gravedad que exigen de nosotros una reflexión crítica sobre las ideas y valores implicados en cada alternativa. Además, contamos con los rudimentos teóricos necesarios para emitir juicios de valor sobre nuestras conductas y las de otros.
Lo anterior no es óbice para la existencia de «idiotas morales» (según el vocablo griego idiotés). El idiota moral es quien, habiendo cometido un acto inmoral, no se arrepiente, aun teniendo conciencia de su responsabilidad.
Sus idioteces morales pueden explicarse psicológica o neurológicamente como resultado de patologías. O por teorías psicosociales como las de Piaget o Kolhberg. O en términos sociológicos, dado que la fuerza de obligar de las normas procede del grupo social.
¿Cómo se aplica esto al caso Bretón?
Por lo pronto, le negamos a los jueces el monopolio en el derecho de usufructo. Sobre este problema todos los ciudadanos, sabios morales, pueden y deben argumentar.
Ahora bien, una cosa son los argumentos objetivos y otra muy distinta las opiniones subjetivas. Opinadores no faltan hoy en las redes sociales. Quizás esta sea una de las razones por las que se prefiere la estrategia de la judicialización.
Los argumentos objetivos son el resultado de análisis críticos. Un análisis crítico es, desde un punto de vista lógico, una forma de clasificación o discriminación. En este caso, de los hilos éticos y morales implicados en este embrollo, así como de las explicaciones aducidas por las partes implicadas.
Encontramos explicaciones éticas, que atañen a la persona individual (de Bretón, de Ruth Ortiz, del escritor o de los pequeños). Porque la ética, en el materialismo filosófico de Gustavo Bueno, es el sistema de las normas que garantizan la supervivencia de los individuos.
También se esgrimen explicaciones morales, si por moral entendemos el sistema de las normas para la supervivencia de la comunidad política. La ética es a la medicina (salud del cuerpo individual) lo que la moral es a la política (salud del cuerpo social).
Entre las normas éticas (firmeza, generosidad) y las normas morales (justicia) hay compatibilidades e incompatibilidades. En este caso, la aplicación de la generosidad hacia Bretón resulta incompatible con el mantenimiento del horizonte normativo de nuestra sociedad política.
¿Cuánto y cómo puede sobrevivir una sociedad que perdona, por la elegante prosa con la que se ha explicado, el arrepentimiento de un parricida? Su horizonte de normas, suponemos, se vendría abajo. El perdón en este caso es la puerta de entrada al relativismo.
¿Entonces…?
Sin ánimo de proselitismo, terminamos con un juicio que por razones de brevedad enunciamos dogmáticamente.
Como dijo Sócrates en República, en aras de la moralidad comunitaria hay discursos que deben ser prohibidos. La prohibición, cancelación o censura de estos discursos está moralmente justificada, aunque coarte los derechos jurídicos y éticos de los sujetos individuales.
¿Qué es lo más importante?
Eduardo Gutiérrez Gutiérrez es profesor de Ciencias Sociales, Universidad Europea Miguel de Cervantes. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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