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Somos polvo de estrellas

Ptolomeo, Copérnico, Newton, Hiparco…En ‘Somos Polvo de estrellas’ (Crítica, 2024), José María Maza traza un viaje por las revoluciones científicas de la historia y la transformación del conocimiento sobre el universo.

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18
abril
2024

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Durante muchos siglos el hombre pensó que el centro del cosmos era la Tierra, una Tierra plana, con una bóveda celeste en lo alto. A partir del siglo V a. C. se empezó a pensar en una Tierra esférica, de grandes dimensiones. Para el siglo III a. C., con el trabajo de Eratóstenes en Alejandría, se conoció el tamaño de la Tierra con bastante precisión. El cosmos de Pitágoras —«cosmos» en griego significa orden y belleza, es lo opuesto al caos; cosmología y cosmética provienen de la misma raíz griega— está compuesto por una sucesión de esferas cristalinas que giran en torno a la Tierra. La esfera más lejana es la que contiene a todas las estrellas, que no cambian sus posiciones relativas y que, durante generaciones, se ven inalterables. A estas estrellas se las llamó «estrellas fijas». La esfera que contenía las estrellas giraba en torno a la Tierra en un día y arrastraba en su curso a todas las esferas interiores: las de los planetas, el Sol y la Luna. Las esferas interiores se desplazaban lentamente con respecto a la esfera exterior de las estrellas fijas, en períodos de semanas, meses o años.

Durante el siglo II a. C., el gran astrónomo griego Hiparco de Nicea describe esos movimientos utilizando círculos grandes y pequeños, llamados deferentes y epiciclos. Hiparco fue uno de los más grandes astrónomos de la Antigüedad; vivió su vida en la isla de Rodas y tuvo contacto con los astrónomos de Babilonia, lo que le permitió descubrir la precesión de los equinoccios. Los equinoccios son los puntos en el cielo donde el ecuador celeste corta el círculo máximo —llamado eclíptica— por donde se ve desplazarse al Sol en el curso del año. Cuando el Sol cruza el ecuador de sur a norte, el 21 de marzo, se dice que está en el equinoccio vernal: comienzo de la primavera en el hemisferio boreal. Ese punto se usa como referencia para definir las coordenadas de las estrellas en el cielo. Sin embargo, lo que Hiparco observó es que el equinoccio vernal se desplaza a lo largo de la eclíptica dando una vuelta completa en veintiséis mil años. El desplazamiento es de cincuenta segundos de arco en un año, equivalente a un grado y medio, ¡por siglo! Ese movimiento del eje de rotación terrestre es similar al bamboleo de un trompo que gira y antes de detenerse oscila alrededor de la vertical. El descubrimiento de la precesión muestra la enorme calidad y continuidad de las observaciones astronómicas realizadas en Babilonia. Hiparco desarrolló, además, un excelente modelo matemático para describir el movimiento del Sol y de la Luna, basado en epiciclos, deferentes y círculos excéntricos.

En el siglo II d. C el astrónomo alejandrino Claudio Ptolomeo elaboró una completa teoría matemática que permitía predecir las posiciones del Sol, la Luna y los planetas. Ptolomeo basa su teoría en el trabajo previo de Hiparco. En su libro, que hoy conocemos como Almagesto, Ptolomeo explica su sistema del mundo y el detalle del modelo matemático (geométrico) de las órbitas basado en deferentes y epiciclos. El planeta gira fijo al borde de un círculo pequeño (epiciclo) cuyo centro describe un círculo mayor que gira en torno de la Tierra (deferente).

Siguiendo sus instrucciones se pueden refinar los elementos de las órbitas y, con ello, predecir las posiciones de los cuerpos celestes. Durante mil cuatrocientos años la teoría geocéntrica de Ptolomeo constituyó la base del conocimiento astronómico mundial. La adoptaron los astrónomos árabes y, posteriormente, la Europa medieval cristiana. El Almagesto es un resumen del conocimiento astronómico griego, babilonio y helenístico, al igual que el libro Los Elementos de Euclides’, que representa la enciclopedia de los conocimientos geométricos de su época. El modelo geocéntrico de Ptolomeo es la primera gran teoría científica de la historia y sin duda la más longeva: sirvió al hombre durante catorce siglos.

Durante 1.400 años la teoría geocéntrica de Ptolomeo constituyó la base del conocimiento astronómico mundial

En 1543, el mismo año de su muerte, el canónigo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543) desafía la autoridad de Ptolomeo, de Aristóteles y de la Iglesia —que los había adoptado a ambos como «verdad oficial»— planteando que el Sol es el centro del universo y que la Tierra es un mero planeta que gira sobre sí mismo en veinticuatro horas y se traslada en torno al Sol durante un año. El modelo de Ptolomeo contemplaba una Tierra inmóvil en el centro del cosmos; el cielo giraba en torno a la Tierra cada veinticuatro horas y arrastraba en su giro al Sol, la Luna y los planetas. A su vez, estos se desplazaban lentamente «contra» las estrellas en un movimiento general hacia el este. El modelo heliocéntrico de Copérnico fue lentamente ganando terreno entre los estudiosos gracias a la obra del astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601), al gran astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler (1571-1630) y al gran físico y astró- nomo italiano Galileo Galilei (1564-1642). En 1687, cuando el genio inglés Isaac Newton (1643-1727) publica su gran tratado Principios Matemáticos de Filosofía Natural, se sintetiza el conocimiento de la mecánica celeste de Kepler y la mecánica terrestre de Galileo, y se establece la «gravitación universal». En el siglo y medio transcurrido entre Copérnico y Newton se sentaron las bases de la ciencia moderna.

A partir de la obra de Newton, la veracidad de la hipótesis heliocéntrica de Copérnico queda apoyada en bases sólidas con la irrupción de una nueva física. Las objeciones que se le hacían a Copérnico, utilizando la física aristotélica, pierden todo su valor. También se deduce de ahí que el Sol es una estrella y que las estrellas son soles, muy distantes pero semejantes al nuestro. En 1576, el astrónomo inglés Thomas Digges fue el primero en eliminar la esfera de las estrellas fijas señalando que las estrellas brillantes están más cerca y que las que vemos más débiles están más lejos. Antes de Digges, en 1440, el filósofo alemán Nicolás de Cusa había sostenido en su libro De Docta Ignorantia (Acerca de la Ignorancia Científica) que el Sol era una estrella y las estrellas, soles en un mundo infinito. Durante el mes de febrero de 1600, el pensador italiano Giordano Bruno fue quemado en la hoguera bajo el yugo de la Inquisición, en Roma, por sostener, entre otras herejías, que las estrellas son soles, que sin duda había planetas en torno a esas estrellas y posiblemente vida en esos planetas. A partir del siglo XVII, por tanto, queda establecido que el Sol es una estrella y las estrellas son soles. El Sol y miles de millones de estrellas constituyen un sistema estelar que llamamos Vía Láctea, y todas las estrellas giran en torno al centro de la Vía Láctea: la única manera de mantenerse en equilibrio entre la atracción gravitacional de todas las otras y la fuerza centrífuga del movimiento de rotación.


Este texto es un fragmento de ‘Somos Polvo de estrellas’ (Crítica, 2024), de José María Maza. 

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