ENTREVISTAS

«El bienestar puede entrar en colisión con la justicia»

Con 21 años, ingresaba en el Departamento de Metafísica de la Universidad de Valencia. Hoy, la voz de la filósofa Adela Cortina nos resulta imprescindible para entender cómo el hombre moderno se relaciona con la realidad.

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19
mayo
2016

Con 21 años, Adela Cortina era una joven que ingresaba en el Departamento de Metafísica de la Universidad de Valencia. Era el año 1968: mientras que España vivía sumergida en las penumbras del franquismo, en París los vástagos de esa nueva clase media acomodada surgida del siglo XX jugaban a la revolución maoísta. La aventura filosófica de Cortina acababa de comenzar. Hoy su voz nos resulta imprescindible para entender cómo el hombre moderno se relaciona con la realidad.

La ética sirve para crear ejemplaridad, para crear unos patrones de cooperación y colaboración, para crear un mundo mejor, apuntas en tu libro ‘Para qué sirve realmente la ética’ (Premio Nacional de Ensayo). ¿La estamos utilizando bien?

Tanto en España como en el resto del mundo, estamos bajo mínimos de justicia y moralidad. Hay ochocientos millones de personas que pasan hambre en el planeta y aquí, en España, suspendemos: la desigualdad es cada vez mayor. Los derechos humanos son unos mínimos de justicia que tenemos que exigir. Son una asignatura pendiente para combatir una injusticia flagrante que se llama hambre, gente sin acceso al agua, a la sanidad, a la educación.

Pero, ante ese suspenso, hablas de un progreso moral.

Sí, hemos progresado en cuanto a la conciencia moral de los problemas. En la época griega −un periodo de esplendor−, se permitía la esclavitud, por ejemplo. Hoy eso es impensable, no solo porque esté prohibida, sino porque está moralmente repudiada. En ese sentido, ha habido un progreso. Mis alumnos dicen que no, que estamos como en la Edad de Piedra, pero no es cierto. Lo que pasa es que hay un gran desequilibrio entre los valores que deberían ser −lo que Aranguren denominaba la moral pensada− y la realidad. Hay un abismo entre esos valores valiosos y nuestra sociedad.

La teoría la sabemos. Nadie aprueba el hambre, pero ¿por qué entonces las sociedades no dan el salto ante ese abismo que señalas?

Esas injusticias merecen que nos rasguemos las vestiduras. Es inadmisible que lo consintamos, porque existen los medios y la conciencia suficientes para que nadie pase hambre o frío. ¿Qué pasa entonces? A mí me gusta mucho aquel cuento de un abuelo que les dice a sus nietos que en cada hombre hay dos lobos en constante lucha. Uno es el de la bondad, la misericordia, la esperanza, la conciliación; el otro es el de la violencia, la discordia, el mal… Tras el relato, los niños le preguntan cuál gana: «Depende de aquel al que alimentéis», responde. A mí me da la sensación de que estamos alimentando el de la discordia, la indiferencia, el desprecio…

Hablando de discordias y política, ¿crees que es imposible el diálogo?

No; no hay nada imposible, pero hace falta voluntad y, en el caso de los políticos, hay que buscar el bien común y no el del partido; ese es su oficio. El diálogo, y eso lo aprendí de mis maestros Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas, tiene como fin buscar el entendimiento y el acuerdo. Hay que poner por delante los intereses de los españoles y los asuntos que les preocupan: el paro, la pobreza, la desigualdad, los refugiados… Si no se aborda todo eso de una forma coherente y compaginable, no hay diálogo.

Ya en 1993 reivindicabas la necesidad de una ética aplicada y de una democracia deliberativa y radical.

La democracia deliberativa es un tipo de democracia representativa que entiende que los representantes deben deliberar para tomar decisiones, pero que también los ciudadanos deben hacerlo en la vida pública y llevar los resultados a los que lleguen a la mesa política. Es verdad que el asamblearismo no funciona en la vida política, pero también es verdad que elegir representantes no significa que se les dé el voto y puedan hacer lo que quieran. Debe haber una deliberación abierta entre el pueblo; las inquietudes de los ciudadanos deben llegar al Parlamento, que también debe ser deliberativo, algo que está lejos de ser. Porque deliberar significa intercambiar razones y argumentos para llegar a las mejores soluciones. Lo positivo es que estamos en un buen momento para generar una democracia deliberativa: la ciudadanía está haciendo una labor vigorosa en este sentido.

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Señalas que el individuo debe buscar la felicidad y la justicia. ¿Cómo aunar ambas?

Se dice que las éticas kantianas se interesan sobre todo por la justicia y las aristotélicas por la felicidad. Las dos tienen su parte de verdad y eso es patente en una sociedad pluralista como la española, donde conviven distintos modelos de felicidad, entendida como vida buena, digna de ser vivida; algo que es muy importante, porque las sociedades deben plantearse proyectos de felicidad. Pero es preciso ir con cuidado, porque el bienestar, entendido como conjunto de bienes sensibles, puede entrar en conflicto con la justicia. Si estoy viendo que el enfermo, el inmigrante o el vulnerable me pueden molestar, podría rechazarlos, porque me incomodan, me enturbian esa felicidad. Podríamos decir que no se deben universalizar los modelos de felicidad (esta, para unos, podría significar ser futbolista ; para otros, filósofo, escalador…), pero sí los de justicia. La justicia se exige, a la felicidad se invita, y, cuantos más proyectos tenga una persona para ser feliz, mejor.

Como Victoria Camps, hablas de llevar emoción a la ética.

A lo largo de la historia de la filosofía occidental, las emociones siempre han estado presentes, pero se ha valorado más la argumentación. Desde hace algunos años, un conjunto de autores investigan y se preocupan de las emociones, muy relacionadas, por cierto, con las neurociencias. Se descubre que las emociones están situadas en el cerebro antes que el resto y que están muy cerca de los instintos de supervivencia. La razón se va conformando más tarde. Por eso, las emociones mueven con mayor facilidad. Una buena historia motiva más que un excelente argumento, más ligado a la serenidad y la reflexión. Es preciso articular ambas: sin emociones, no nos interesa nada, ni la justicia ni la injusticia. Lo que ocurre es que las emociones se tienen que poner en marcha con buenas razones. La emotividad en estado puro puede llevar a muchas injusticias. Los gobiernos totalitarios las han manejado muy bien. Uniendo emoción y razón, yo me he atrevido a hacer una propuesta, a la que llamo «ética de la razón cordial».

¿Qué avances hay en esas dos nuevas disciplinas, la neuroética y la neuropolítica?

La neuroética nació en 2002 y, para nosotros, los filósofos, que solemos hablar de temas con siglos de antigüedad, que sea tan reciente resulta increíble. Estudia las bases cerebrales de la conducta moral, analiza cómo se activan las redes neuronales en los juicios y decisiones morales. Por ejemplo, qué zonas del cerebro se activan ante dilemas morales, si son las que están más ligadas al sentimiento o a la razón. Es bien conocido el dilema: «Si, moviendo una palanca, muere una persona, pero puedo salvar a cinco, ¿qué debo hacer?». Es apasionante comprobar cómo la actuación del cerebro es distinta si los dilemas son personales o impersonales, se trata de gente cercana o de gente a la que no se ve. Es importante conocer ese proceder del cerebro, porque se puede modular, ya que es mucho más plástico de lo que pensábamos y podemos dirigir su conformación. En ese sentido, la cultura es fundamental. Hay que cuidar enormemente cómo se educa a los niños.

Cambiemos de tercio. Como directora de la Fundación Étnor, ¿crees que en términos de responsabilidad social las empresas entienden que el cortoplacismo no funciona?

Una corporación que no se plantee proyectos a medio y largo plazo es una mala empresa; es un negocio, pero no una empresa. Cuando creamos Étnor, teníamos muy claro que no queríamos  hablar de negocios. Nos interesaba la empresa, que es un grupo humano con un proyecto que crea riqueza a través de unos productos o servicios. Esa riqueza se genera gracias a unos componentes económicos y otros intangibles y, para lograrlo, es necesario construir confianza, algo que solo se alcanza a medio y largo plazo. La credibilidad es el valor supremo en una empresa, como lo es en política.

Hablas de empresas excelentes, empresas ciudadanas con obligaciones de cara a la sociedad. ¿Qué papel juega entonces el Estado?

El Estado está obligado a poner el marco de justicia y a defender los derechos de los ciudadanos. Las empresas tienen la responsabilidad de crear riqueza, productos y servicios. Por eso, como decimos en nuestro grupo de trabajo, la RSC consiste en cumplir las satisfacciones legítimas de todos sus grupos de interés. Es decir, debe intentar crear valor para el accionista, trabajo digno para sus trabajadores, una relación sana con su cadena de proveedores, sus clientes, la sociedad, el medio ambiente… Si una empresa cumple con esas responsabilidades, es decir, con una ética empresarial, es un bien para la sociedad, un bien público. Pero también debe haber una corresponsabilidad entre empresas y Estado; no pueden operar de una manera desarticulada. Deben ponerse de acuerdo no para desviar fondos, sino para coordinarse y crear una sociedad mejor.

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¿Cuáles serían los retos de la ética de cara al futuro?

Cada vez son más claros, porque el mundo es más global y, a la vez, local. Los retos son erradicar la pobreza extrema, el hambre, la sed, el cambio climático, resolver la crisis de refugiados y emigrantes pobres… ¿Desde dónde hay que hacerlo? A mi juicio, desde una ética de la razón cordial, desde una ética que afirma que el ser humano es absolutamente valioso y no se le puede instrumentalizar, desde la convicción asumida de que las personas tienen dignidad y no un simple precio. Los seres humanos debemos reconocernos mutuamente desde la compasión, un término que no está muy bien visto por muchos, pero que es esencial. La compasión es la capacidad de padecer con los otros su alegría y su tristeza, la capacidad de comprometernos con los que sufren para eliminar las causas de su sufrimiento. Si no hacemos esa transformación, no progresaremos.

A pesar de todo, insistes en que quieres ser recordada arguyendo que hay razones para la esperanza.

Por supuesto. Sin esperanza es imposible cambiar a mejor. Y es verdad que hay muchas personas, muchos grupos, que están trabajando para que nuestras sociedades progresen. Hay muchas personas tejiendo los mimbres de un presente y un futuro que merecen la pena. Eso es realismo. Y sí, hay razones para la esperanza.

Por último, cuentas que querías ser química, pero que asististe a una charla de filosofía y te enamoraste de ella. ¿Qué le dirías a un estudiante para que cayese en sus redes?

Sí, yo tenía mucha curiosidad, y un sábado acudí a una clase en la que el profesor hablaba de Platón y de cómo Eros es el amor a la sabiduría por carecer de ella y por aspirar a ella. Lo escuché y pensé: «Es lo mío». Aspirar a saber sobre el destino humano, sobre qué deberíamos hacer, en qué consiste la felicidad, cómo superar con argumentos el dogmatismo y la manipulación, cómo conquistar la libertad solidariamente… Eso es la filosofía.

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