Internacional

Elon Musk y Donald Trump: ¿nada personal, solo negocios?

La decisión de Donald Trump de crear el Departamento para la Eficiencia Gubernamental ha encendido las alarmas sobre las consecuencias de que magnates tecnológicos determinen políticas públicas a su antojo. Pero, dadas sus personalidades, ¿cuánto tiempo durará Musk en la administración Trump?

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Mariana Toro
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28
enero
2025

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Mariana Toro

Elon Musk era demócrata. Y un demócrata que arremetía contra Trump en la plaza pública de X (antes Twitter) durante su primer mandato (2017-2021). Por eso votó a Biden. Pero las cosas se torcieron cuando este llegó a la Casa Blanca. Todo empezó cuando la administración Biden aprobó la Inflation Reduction Act por la cual otorgaba, entre otras cosas, una ayuda a los compradores de vehículos eléctricos que fueran fabricados por trabajadores sindicalizados en Estados Unidos. Esto no le sentó bien a Musk, que se niega a tener sindicatos en sus empresas y fabrica sus Tesla en China. Pero el enfado absoluto y el cambio de bando llegaron cuando el Gobierno demócrata organizó una cumbre de coches eléctricos a la que no lo invitaron y durante la cual Biden elogió al presidente de General Motors por su labor impulsando estos vehículos. Entonces Musk –que se precia de que Tesla sea el mayor fabricante del sector– decidió que no solo no le volvería a votar, sino que daría todo su apoyo al candidato republicano, Donald Trump.

Desde entonces, el respaldo fue apabullante y la inversión para financiar su campaña electoral, considerable. Tanto es así que Donald Trump le prometió un puesto en su administración. Hoy, con Trump en el Despacho Oval, Musk ha quedado a la cabeza del Departamento para la Eficiencia Gubernamental (DOGE, por sus siglas en inglés, que, casualmente, coinciden con el nombre de la criptomoneda favorita del magnate, dogecoin). Se trata de una comisión asesora cuyo objetivo es eliminar regulaciones para recortar el gasto público y mejorar la eficiencia del gobierno federal.

Esta designación ha hecho saltar las alarmas sobre la idoneidad (y el peligro) de que alguien tan ajeno a la esfera política, y con la personalidad de Elon Musk (egocéntrica, impetuosa, caprichosa), pueda ser asesor del presidente y ocupar una oficina que ha sido creada específicamente para él. «El problema no es solo que [Musk] esté en un departamento creado para él [donde] va a tener mucho poder –está pujando para defender sus intereses de regulación, bajadas de impuestos y menos derechos y estándares, tanto técnicos como laborales y de seguridad–, sino toda esa élite empresarial y tecnológica alrededor del presidente», señala José Ignacio Torreblanca, director en Madrid del European Council on Foreign Relations y consejero editorial de Ethic.

No hay más que fijarse en la foto de la toma de posesión de Trump el pasado 20 de enero, donde además de Musk aparecían los jefes de la ‘big tech’ respaldándole: Jeff Bezos (Amazon), Mark Zuckerberg (Meta), Tim Cook (Apple), Sundar Pichai (Google) o incluso Sam Altman (OpenAI).

«Es verdad que los CEO de Silicon Valley y de las grandes plataformas tecnológicas tienden a ser libertarios. Creen en la libertad absoluta sin Estado ni reglas y, a pesar de tender a ese libertarismo, suelen votar demócratas y decantarse por causas progresistas-demócrata», explica Carlota García Encina, investigadora principal de Estado Unidos y Relaciones Trasatlánticas del Real Instituto Elcano. Pero la determinación de la administración Biden de hacer que aquellos que tienen más paguen más impuestos y aumentar la regulación a las grandes tecnológicas, «ha hecho que la mayoría se haya ido moviendo hacia Trump o el partido republicano por un tema puramente de negocios», añade.

Determinismo tecnológico

Más allá del giro hacia el bando republicano, lo verdaderamente preocupante es «esa especie de determinismo tecnológico –que viene de Silicon Valley– por el cual se piensa que la política es ineficiente y que el mundo de la empresa, y en concreto el de la tecnología, puede solucionar los problemas democráticos y ser mucho más eficiente», advierte Torreblanca. «Ese pensamiento político autoritario de fondo habla de que sean los empresarios y los tecnólogos quienes sustituyan a los políticos, porque el gasto público es superfluo, se invierte mal y, por lo tanto, hay que reorientarlo».

«Los acercamientos de grandes ejecutivos de empresas privadas hacia lo público siempre tienen un enfoque de eficiencia, pero olvidan que en un país no hay una cuenta de resultados», explica Ernesto M. Pascual, doctor internacional en Ciencias Políticas, Políticas Públicas y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Barcelona.

En la posesión de Trump, muchos de los jefes de las ‘big tech’ aparecieron respaldándole

Y ahí surge precisamente el problema. Porque esta derecha radical que ha asumido los mandos en Estados Unidos considera que el país iría mejor si el Estado funcionase como una empresa. «Cuando este cambio de enfoque es por una persona que pasa de lo privado a lo público y entiende las complejidades de lo público, puede llegar a ser beneficioso para mejorar tanto la eficiencia como la eficacia de las políticas públicas», continúa Pascual. Pero cuando ese cambio viene de la mano de «esta corriente libertaria que pretende el minimal state, que significa que cualquier ley que no sea para garantizar la seguridad y la propiedad privada es ilegal», el choque con mecanismos internos está garantizado. Al final, opina el profesor, lo que parecen no entender «es que las democracias se mantienen por la burocracia».

Con su intención de reducir al máximo la burocracia, regular lo mínimo posible y gestionar el país como si fuera una empresa, los capos tecnológicos, convertidos en una especie de gurús del capitalismo, empiezan a ser vistos como una verdadera amenaza para las democracias del siglo XXI. Este «complejo tecnoindustrial» de superricos –al que hacía referencia Biden en su despedida, parafraseando a Eisenhower cuando hablaba del complejo militar industrial– se alza como «un quinto poder que, poco a poco, está corroyendo a todos los demás mediante una especie de corrupción, insidiosa o manifiesta», publicaba el economista, filósofo y escritor Guy Sorman en una tribuna. Así, afirmaba, «Elon Musk, por lo que representa en cuanto a ambición desmedida e influencia, me parece infinitamente más peligroso para la democracia liberal que Donald Trump».

Carrera por la IA

Esa ambición desmedida del CEO de Tesla, Space X y X ha sido uno de los motivos que ha llevado a muchos a preguntarse si, llegados a este punto, lo que no busca en su fuero interno es hacer carrera a la Casa Blanca. Algo imposible, pues la Constitución estadounidense solo pide dos requisitos para optar a la presidencia: tener más de 35 años y haber nacido en suelo estadounidense. Teniendo en cuenta que Musk nació en Sudáfrica, la opción queda descartada. Pero, ¿y una enmienda a la Constitución? «Necesitarías una mayoría que hace años que no se ve en Estados Unidos debido a su altísima polarización», opina la investigadora García Encina. Algo que respalda el profesor Pascual: «Una enmienda constitucional no es cosa sencilla, porque tienes unas mayorías reforzadas que no van a ser tan fáciles», así que «esa posibilidad no es realista».

La cuestión, más bien, es cuánto tiempo durará Musk en la administración Trump. No se trata solo de dos personalidades muy parecidas que podrían llegar a chocar, sino que «Trump se ha quitado de encima a todo aquel que le ha hecho sombra», señala Pascual. Además, «los negocios [de Musk] dependen mucho de su personalidad y ahora están apalancados; en el momento en el que el mercado considere que está despistando sus trabajos en Tesla o Space X, igual las acciones pegan un bajón y tiene que dejar el cargo».

La derecha radical que ha asumido el mando en EE.UU. considera que el país iría mejor si el Estado funcionase como una empresa

De momento, ya han surgido las primeras discrepancias en esta relación. Dos días después de ocupar su cargo en la Casa Blanca, Trump anunciaba la puesta en marcha de Stargate, un proyecto de inteligencia artificial que planea invertir 500.000 millones de dólares durante los próximos cuatro años con el objetivo de construir hasta veinte nuevos centros de datos para apoyar y desarrollar distintas iniciativas de IA. El motivo que ha irritado a Musk es que se desarrollará de la mano de sus rivales tecnológicos: SoftBank, Oracle y OpenAI, de la que fue fundador pero que abandonó y con cuyo CEO mantiene una gran rivalidad, especialmente tras el éxito de ChapGPT. «Las desavenencias van a venir porque hay una carrera por la IA y las cinco grandes empresas están metidas», opina Torreblanca. «Quieren derrotar al otro y apoyarse en Trump para favorecerse, porque en esa carrera no van a caber todos y las empresas que se requieren pueden hundir a las otras», afirma.

Una carrera en la que acaba de irrumpir de lleno China. La startup DeepSeek, desconocida hasta su lanzamiento al mercado, sorprendía hace unos días al sector (y ponía patas arriba la Bolsa de Estados Unidos) con su propio ChatGPT desarrollado en dos meses y por un coste inferior a seis millones de dólares, una cantidad irrisoria en comparación con las altas cifras empleadas por las compañías estadounidenses. Lo que más preocupa, no solo a los gigantes de Silicon Valley, sino a Occidente en general, es que DeepSeek no ha tenido acceso a la tecnología puntera ni a los componentes estadounidenses necesarios para desarrollarla, debido al veto de Washington sobre Beijing. La competición por controlar la IA se presenta peliaguda y la estrecha relación de Elon Musk con China hace que convenga seguirla de cerca.

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