Un momento...
El crecimiento económico no es una abstracción estadística; es la palanca más poderosa que la humanidad ha conocido para la mejora tangible del bienestar. Durante las últimas décadas, su impacto ha sido transformador: según datos del Banco Mundial, el porcentaje de la población mundial viviendo en extrema pobreza se desplomó desde más del 35% en 1990 a aproximadamente un 8,5% antes de la pandemia, lo que significa que más de mil millones de personas escaparon de las peores formas de miseria.
Esta era de expansión también ha traído consigo avances espectaculares en otros indicadores cruciales: la esperanza de vida global ha aumentado significativamente, la mortalidad infantil se ha reducido drásticamente y las tasas de alfabetización y acceso a la educación han alcanzado niveles sin precedentes. Ignorar este historial de progreso verificable sería cerrar los ojos a la herramienta más eficaz que hemos tenido para combatir el sufrimiento y ampliar las oportunidades humanas.
Más allá de la retrospectiva histórica, la necesidad de crecimiento sigue siendo un imperativo acuciante, especialmente para los países en desarrollo. Para miles de millones de personas en Asia, África y América Latina, el crecimiento económico no es un debate sobre el consumismo, sino la única vía realista hacia la nutrición adecuada, el agua potable, la vivienda digna, la atención sanitaria y una educación que les permita forjar un futuro mejor.
Desde esta perspectiva global, las propuestas de decrecimiento originadas en naciones opulentas corren el grave riesgo de perpetuar las desigualdades existentes, negando a los países de menores ingresos la oportunidad de alcanzar los niveles de desarrollo que Occidente ya disfruta. Imponerles una «austeridad ecológica» no solo sería profundamente injusto, sino que también podría interpretarse como una nueva forma de colonialismo que obstaculiza su legítimo derecho al desarrollo.
En esencia, el decrecimiento es una corriente de pensamiento que, motivada por una genuina preocupación por los límites ecológicos del planeta, propone una reducción planificada y equitativa de la producción y el consumo en las economías consideradas ricas. Sus defensores argumentan que solo disminuyendo la escala material de la economía se pueden mitigar crisis como el cambio climático o la pérdida de biodiversidad. Sin embargo, más allá de sus intenciones, un análisis riguroso revela que el decrecimiento como estrategia activa presenta riesgos económicos, sociales y prácticos de enorme magnitud, que podrían resultar contraproducentes.
El primer peligro radica en los riesgos económicos directos. Una política deliberada de contracción económica se asemeja peligrosamente a una recesión prolongada, fenómeno que históricamente se asocia con un severo deterioro del bienestar. La consecuencia más probable sería un aumento drástico del desempleo, la caída de los ingresos familiares, la reducción de la inversión empresarial y una merma significativa en la recaudación fiscal, debilitando la capacidad del Estado para financiar servicios públicos esenciales. La idea de una «distribución equitativa» de la escasez ignora las tensiones sociales y los conflictos que inevitablemente surgirían al repartir un pastel económico cada vez más pequeño.
La inviabilidad de una «contracción planificada» en sociedades democráticas es un obstáculo formidable. Gestionar centralizadamente la reducción coordinada de múltiples sectores económicos requeriría un nivel de intervención estatal que rozaría el autoritarismo, erosionando libertades fundamentales. Alternativamente, una contracción no planificada desataría la inestabilidad y el posible colapso de cadenas de valor, sin garantía de alcanzar los objetivos ecológicos de forma ordenada. La historia de la planificación económica centralizada del crecimiento está plagada de fracasos; hacerlo en un escenario de contracción deliberada es una quimera aún mayor.
Y, más allá de los riesgos económicos, el decrecimiento presenta peligros fundamentales para la cohesión social y la estabilidad demo crática. La historia enseña que los períodos de contracción económica sostenida erosionan los consensos democráticos y polarizan las sociedades. En un escenario de decrecimiento deliberado, donde los recursos se vuelven progresivamente más escasos, la competencia por el acceso a empleos, servicios y oportunidades se intensificaría dramáticamente, generando tensiones entre diferentes grupos sociales y alimentando el resentimiento mutuo.
Esta escasez artificial podría nutrir movimientos populistas extremos que prometan soluciones simples a problemas complejos. La experiencia de las crisis del siglo XX demuestra que, cuando las sociedades enfrentan perspectivas de empobrecimiento colectivo, tienden a buscar chivos expiatorios y líderes autoritarios. El decrecimiento, al institucionalizar la austeridad como norma permanente, correría el riesgo de crear una sociedad perpetuamente en crisis, donde los mecanismos democráticos se verían constantemente cuestionados.
Además, la «equidad en la distribución de la escasez» resulta extremadamente difícil sin recurrir a mecanismos coercitivos. ¿Quién decidiría qué es «suficiente» para cada familia? Los regímenes de racionamiento sistemático tienden a generar mercados negros, corrupción y desigualdad de acceso, erosionando la confianza en las instituciones. El decrecimiento amenazaría con crear una sociedad dividida entre «reguladores» y «regulados», donde una élite planificadora determinaría los límites para el resto, generando resentimiento hacia las instituciones.
Finalmente, el decrecimiento amenazaría con socavar el motor mismo de las soluciones: la innovación. El progreso tecnológico, particularmente la innovación verde, depende crucialmente de la inversión continua en investigación y desarrollo. Un escenario de decrecimiento, con mercados contraídos y perspectivas sombrías, desincentivaría radicalmente la inversión en I+D necesaria para acelerar la transición ecológica. Al frenar la innovación, el decrecimiento nos dejaría con menos herramientas para afrontar los desafíos ambientales.
Frente a esta sombría perspectiva, emerge una alternativa mucho más prometedora: la búsqueda de un crecimiento económico compatible con la sostenibilidad ambiental que la impulse activamente. Esta visión se fundamenta en la capacidad humana para innovar y en la evidencia creciente de que podemos desacoplar el desarrollo económico del uso de recursos y del impacto ambiental.
El objetivo es alcanzar un «desacoplamiento absoluto», donde la economía crece mientras el consumo de recursos y las emisiones contaminantes disminuyen. Ya existen ejemplos alentadores: numerosos países desarrollados han logrado reducir sus emisiones de CO2 mientras sus economías continuaban expandiéndose, gracias a mejoras en la eficiencia energética y la transición hacia fuentes limpias.
Este desacoplamiento es impulsado por avances tecnológicos clave. En el sector energético, la revolución de las energías renovables es emblemática. Los costes de la energía solar y eólica se han desplomado más de un 80-90%, convirtiéndose en las fuentes más baratas en muchas partes del mundo. Esta transición no solo descarboniza nuestras economías, sino que genera nuevas industrias y empleos.
Paralelamente, la innovación agrícola ofrece soluciones sostenibles: agricultura de precisión, biotecnología y proteínas alternativas tienen el potencial de reducir drásticamente la presión sobre la tierra, el agua y la biodiversidad.
Otro pilar fundamental es la transición hacia una economía circular. En contraste con el modelo lineal de «extraer, producir, usar y tirar», la economía circular busca rediseñar los sistemas productivos para eliminar los residuos desde el origen, mantener productos y materiales en uso durante más tiempo y regenerar los sistemas naturales. Esto implica innovar en el diseño de productos duraderos y reciclables, desarrollar modelos de negocio basados en el servicio compartido y crear mercados eficientes para materiales secundarios.
No obstante, este potencial innovador no se materializará espontáneamente a la velocidad requerida. Es crucial el rol de políticas inteligentes que aceleren esta transformación. Instrumentos como la fijación de precios al carbono, el apoyo público a I+D en tecnologías verdes, la eliminación de subsidios a actividades contaminantes y marcos regulatorios estables que fomenten la inversión privada en soluciones sostenibles. Esta sinergia entre innovación tecnológica y políticas visionarias es clave para un futuro donde la prosperidad económica y la salud del planeta avancen juntas.
Como se ha argumentado, la senda hacia un futuro que combine prosperidad humana con salud planetaria no transita por la renuncia al crecimiento, sino por su profunda transformación. El decrecimiento, aunque motivado por preocupaciones ambientales legítimas, se revela como una propuesta cargada de riesgos económicos, sociales y amenazas serias para la estabilidad democrática, al institucionalizar la escasez y crear condiciones para el conflicto y el autoritarismo. Por el contrario, la evidencia y el potencial de los avances actuales nos ofrecen un camino esperanzador: el crecimiento inteligente, inclusivo y genuinamente sostenible.
Las herramientas para desacoplar el bienestar del impacto ambiental están a nuestro alcance. La clave reside en cultivar un optimismo pragmático e implementar con urgencia las políticas que aceleren esta transición. El desafío es complejo, pero la ingenuidad humana, encauzada por un compromiso global con un crecimiento verdaderamente verde y equitativo, nos permitirá construir un futuro donde tanto la humanidad como la naturaleza puedan florecer.
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