Los dos rostros de la ambición
«Bien sabido es que la ambición tanto puede volar como arrastrarse». Esta frase del filósofo Edmund Burke expresa a la perfección la ambivalencia del concepto.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2024
Artículo
La definición de ambición de la Real Academia Española confirma su dualidad semántica. La primera acepción la describe como el «deseo ardiente de conseguir algo, especialmente poder, riquezas, dignidades o fama», pero en la segunda simplemente la considera una «cosa que se desea con vehemencia», dando cabida, de igual modo, a los deseos más sublimes y a los más perversos. Es evidente que la ambición llevó a Gengis Kan, Napoleón o Hitler a someter a pueblos enteros, pero sin ambición no se habría llegado al Polo Norte o a la Luna.
Etimológicamente, el término deriva de la voz latina ambitionis, que significaba rodear a una posible presa para darle caza. «Hay siempre en el alma humana una pasión por ir a la caza de algo», dejó escrito Charles Dickens en referencia a que el ser humano puede perseguir cualquier objetivo con la paciencia, sigilo y perseverancia de un cazador. De hecho, los romanos pronto ampliaron el campo semántico de esta palabra para extenderlo a toda estrategia trazada para lograr un fin, ya fuera dinero, influencia, fama o poder.
Así pues, por ambicioso se tiene a quien desea mejorar su posición, cualquiera que esta sea, y lo anhela tan fervientemente que es capaz para ello de valerse de cualquier medio, incluyendo la mentira, la manipulación o la violencia. Curiosamente, la palabra medrar comparte esta dualidad semántica con ambición, ya que puede referirse a algo tan puro como el crecimiento de una planta como a los actos de quien pretende mejorar su fortuna o reputación con artimañas o aprovechándose de las circunstancias.
La amoralidad acompaña casi siempre a la idea de ambición, como puede verse en esta sentencia de John Milton: «El ambicioso, para lograr su fin, debe rebajarse tanto como ha pretendido elevar sus miras, y por encumbrado que esté, humillarse hasta los más viles empleos». Ya se lo dejó claro Lady Macbeth a su esposo en el drama de Shakespeare: «Tú quieres ser grande, y no te falta ambición, pero sí la maldad que debe acompañarla. Apeteces la gloria en la senda de la virtud. No quieres jugar sucio, aunque aceptes ganar mal». Es por ello que la ambición se asocia con frecuencia a otros defectos como la envidia o la avaricia.
Goethe: «La ambición y el amor son las alas de las grandes acciones»
Sin embargo, nadie duda de que las grandes gestas de la humanidad se consiguieron gracias a la ambición. «La ambición y el amor son las alas de las grandes acciones», reflexionó Goethe. Cristóbal Colón y, con él, todos los exploradores que le sucedieron, jamás hubieran cruzado el Atlántico sin ambición, la misma que empujó a Magallanes y Elcano para emprender y llevar a término una misión como dar la primera vuelta al mundo. Ambición tuvieron también Alejandro Magno y Marco Polo cuando abrieron rutas de Europa a Asia. Y cuando se habla de grandes proyectos científicos, tecnológicos o el progreso de la medicina es habitual calificar a estos retos de «ambiciosos». Incluso una gesta política como la construcción de una Europa unida basada en la paz, la cooperación y el desarrollo económico también ha sido considerada una empresa ambiciosa.
Tal vez por eso no es extraño ver la palabra ambición seguida del adjetivo desmedida que le confiere este sentido negativo. Subyace aquí la idea de que la ambición por sí sola es una virtud que solo se convierte en vicio cuando rebasa ciertos límites. La Historia nos ha dejado cientos de ejemplos de líderes cuya ambición, originalmente legítima, se pervierte hasta convertirse en obsesión enfermiza y destructiva. Tal vez por ese beneficio de la duda la ambición nunca estuvo en la lista de los pecados capitales de la Iglesia, como sí la avaricia y la envidia. En cambio, antes del papado de San Gregorio Magno, sí figuró en dicho elenco la acedia, el vicio de conformarse con una existencia cómoda y liviana y no aspirar a bienes mayores. Claro que esa saludable aspiración a bienes mayores se refería principalmente a bienes espirituales y no terrenales. «No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban, sino haceos tesoros en el cielo», pone en boca de Jesús el evangelista Mateo.
El deseo por alcanzar una meta, la aspiración por mejorar, el anhelo de felicidad… todos ellos son en sí mismos propósitos legítimos y loables. El problema surge cuando aquello que se ambiciona o los medios para conseguirlo perjudican a otras personas o a la sociedad en su conjunto. En definitiva, la ambición tiene dos rostros: uno que es digno de elogio y otro que es despreciable.
COMENTARIOS