Pensamiento

La sociedad cronopática

El tiempo se ha convertido en un dispositivo de control y opresión. Vivimos en el seno de sociedades cronopáticas. A mayor aceleración de los procesos, mayor es la rapidez con la que debemos actuar. Y más rapidez acarrea menor tiempo de reflexión.

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19
febrero
2024

Azuzada desde instancias empresariales y políticas, pero también desde el ámbito pseudoterapéutico –que sin rubor nos impele a habitar lo inhabitable sin cuestionarlo–, se ha instaurado una cruel obsesión por tener que gestionar nuestro espectro emocional como si se tratara de una empresa. Esta percepción de la existencia como un tentáculo más de la racionalidad económica nos ha hundido en una desagradable y endémica angustia: sentir que nuestro tiempo de vida, nuestro tiempo cronológico, debe estar vinculado estrictamente a la productividad, la eficacia y el rendimiento. Al igual que nuestro deseo, el tiempo se ha convertido en una herramienta de sometimiento.

A diario convivo con adolescentes a los que hemos transmitido esta obstinación por «ganarnos la vida», por sacar(nos) provecho continuo y por transformar cualquier ámbito de la vida en trabajo, en beneficio, en acumulación. Los trastornos de ansiedad y depresión, e incluso de personalidad, están a la orden del día en la población joven (pero también en la adulta) a causa de la relación instrumental que establecemos con nuestra vida: nuestro cuerpo y nuestras emociones han devenido objeto de especulación, se han transfigurado en capital. La existencia misma se ha trocado en un trabajo, en un oficio, en un apremiante quehacer supeditado a los valores del lucro y la usura –que nunca quedan satisfechos, que siempre piden más, que nos dejan vacíos y a la deriva–.

En este proceso de consumo y consumismo desaforado somos nosotros quienes acabamos consumidos. La frontera entre el tiempo de ocio y el tiempo de trabajo se ha volatilizado: todo ha sido tragado y asimilado por el imperativo de la producción, de la eficiencia y la utilidad. Hemos normativizado este asfixiante modo de vivir (porque solo en el incesante consumo-que-nos-consume encontramos una breve satisfacción en medio de nuestra orgánica insatisfacción), y las prisas, la mórbida medición de cualquier proceso y la rentabilización de cualquier proceso se encumbran como los ideales de nuestra época, junto con las alarmas, las agendas, las notificaciones y toda clase de dispositivos disciplinantes que examinan y evalúan sin descanso nuestros tiempos de vida y, lo que es más preocupante, nos indican si los hemos adaptado al precepto contemporáneo de lo estilizado y lo conveniente, de lo rentable. De lo deseable para el capital. El precio a pagar es nuestro agotamiento: cargamos con cuerpos agotados y con ánimos desgastados que se ven empujados a entregarse un sinfín de procesos compensatorios que nos permitan no sentirnos cansados, vacíos. Exánimes (léase: carentes de alma, inanimados).

La frontera entre el tiempo de ocio y el tiempo de trabajo se ha volatilizado

Este yugo temporario, de tener-que-ganarnos-constantemente-la-vida, hace que nos sintamos exhaustos, apáticos, quemados, tristes. Sin alegría. Desvinculados. Solos. Además, la percepción de la realidad como un escenario en el que siempre se gana o se pierde ha mutado nuestra vida en un lugar inhóspito, incómodo, incluso hostil, donde todos somos enemigos potenciales, donde los vínculos de comunidad quedan desarticulados. No por casualidad Hesíodo se refiere a Cronos (Teogonía, 138) como «el más terrible de los hijos» de Gea y Urano, «de mente retorcida». El tiempo cronológico nos devora. «No doy abasto», «No tengo tiempo». Quién no habla hoy del tiempo que no tiene. Como si fuera una propiedad. Otra más de cuantas nos poseen (y desposeen).

El uso de las pantallas no es aquí inocuo. El problema sustancial que se esconde tras el cotidiano hecho de pasar horas embaucados por dispositivos electrónicos no es el entretenimiento superfluo, sino la creación y recreación constante de un tiempo vacío en el que, como sujetos, quedamos desligados de la acción. La creciente adicción a las pantallas nos aleja de nosotros mismos, de la potencia afectiva del hacer. Nos han acostumbrado a existir en tiempos cortos y en ritmos vertiginosos, en un acontecer incesante e inacabable, repetitivo, angustiante. En un tiempo ajeno a la vida. En un tiempo que vuela, en un tiempo inoperante.

El tiempo se ha convertido en un dispositivo de control y opresión. Vivimos en el seno de sociedades cronopáticas. Las ideas normativas –silenciosamente establecidas– de que «el tiempo es oro» o «sé tu propio empresario» esconden una avasallante esclavitud productiva. Por eso es tan importante educar, en familias y colegios, en un concepto de vida que trasciende la tiranía rentabilista. El estrés es hoy el elemento natural de nuestras vidas. Su normalización ha impuesto la rapidez (como pauta del paso del tiempo) y la rentabilidad (como valor) para enjuiciar el mérito, atractivo y enjundia de cualquier proceso vital. Así surge el alevoso negocio: cómo «gestionar» el estrés, cómo compensar nuestros malestares sin cuestionarlos, porque solo nos cabe acatarlos. La concepción rentabilista del tiempo, asociada a la productividad, mide nuestra existencia en la cantidad de bienes y experiencias que consumimos (podcasts, libros, películas, viajes, amantes). Es un tiempo que devora, nos agota y agobia y que acelera artificialmente nuestra vida bajo parámetros exclusivos e irrespirables de producción. De subordinación.

La normalización del estrés ha impuesto la rapidez y la rentabilidad para enjuiciar el mérito

Seré muy claro: la rapidez de los tiempos que nos han grabado a fuego (en nuestros cuerpos y en nuestras emociones) tiene mucho que ver con la capacidad de los distintos poderes establecidos para manipular a los individuos intelectual y emocionalmente. A mayor aceleración de los procesos, mayor es la rapidez con la que debemos actuar. Y más rapidez acarrea menor tiempo de reflexión. O dicho en los términos que defiende este artículo: una mayor rapidez implica más facilidad para enfermar cronopáticamente a la ciudadanía. Vivir nuestra vida bajo un tiránico cronometraje alecciona cuerpos y emociones, y nos insta a consumirnos en un tiempo impuesto desde fuera, sin posibilidad de inaugurar tiempos nuevos y propios, tiempos de sentido al margen de la productividad. El tiempo de la acción, al decir de Hannah Arendt, de lo inesperado.

Oigo a los niños divertirse en las calles de las ciudades que visito, lugares cada vez más sujetos al tránsito continuo, a la imposibilidad para jugar y deleitarse; ciudades preparadas para el consumo, para deambular y errar, sin espacio para detenerse. Los niños cuentan hasta 10, hasta 15, hasta 20, sin prisa, para que sus amigos se escondan e ir en su busca, y pienso en qué momento ese tiempo de ilusión, expectativa, de espera y sobre todo de juego se transforma en el tiempo de los adultos, tiránico, omnímodo, depredador. Reapropiarnos del tiempo como un espacio de posibilidad que trasciende las descarnadas relaciones de rentabilidad es el primer paso para poder resistir activamente frente a la normalizada percepción economicista del tiempo. Cronopatía es, por tanto, sinónimo de dominación. Cuando el tiempo es objeto de negocio, el individuo es la moneda con la que se paga.

Mientras escucho a aquellos niños recuerdo la lección de Michael Ende en Momo: «Yo pensaba que esos señores grises se equivocaban: no hay que ahorrar o ganar tiempo, sino vivirlo». O a Thomas Mann en La montaña mágica: «Decimos: el tiempo pasa. Pero ¿dónde está escrito que lo haga? Tan solo aceptamos que lo hace para garantizar un orden, nuestras medidas no son más que puras convenciones». Y siempre evocador, de fondo, el eco de la pausada voz de María Zambrano: el peor de los totalitarismos es la imposición de un tiempo ajeno al de nuestra propia vida.

 

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