Salud

La neurociencia del amor

Según un reciente estudio, existen zonas específicas de nuestro cuerpo donde percibimos especialmente los efectos de cada clase de vínculo sentimental, desde el enamoramiento hasta la amistad.

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03
noviembre
2023

Lo dice el popular adagio: «sentir mariposas en el estómago». Cuando nos enamoramos, nuestro cuerpo responde al estímulo. Sus primeros efectos son de sobra conocidos: el cortisol y la dopamina inundan el torrente sanguíneo, provocando palpitaciones, la sonrojante vasodilatación que nos delata a través de las mejillas, las pupilas engrandecidas, el sudor frío en las manos, un estómago cerrado y la euforia, descontrolada, dibujando involuntarias muecas de felicidad en nuestros rostros. Si el amor perdura, otras hormonas irán marcando el paso: la oxitocina, que aporta calma y satisfacción, y la vasopresina, la norepinefrina y la serotonina, relacionadas con la percepción de la estabilidad, la rutina y el cariño propio de las relaciones consolidadas.

Bioquímica al margen, el amor no se limita a un solo tipo de sentimiento, sino que es complejo y múltiple. Podemos experimentar la pasión visceral del deseo o el amor desprendido hacia el prójimo, de un carácter lógico. Amamos a nuestras amistades, a nuestros padres e hijos, a los animales con los que convivimos cada día, incluso a conceptos abstractos como a la «humanidad» o a «Dios». Y cada tipo de amor es diferente.

Un estudio publicado en septiembre de 2023 en la revista Philosophical Psychology realizado por investigadores de la Universidad de Aalto, en Finlandia, ha encontrado evidencia de que las distintas clases de amor que los seres humanos podemos experimentar poseen un notable impacto sobre distintas regiones de nuestros cuerpos.

Junto con un equipo de neurocientíficos y biomédicos, el filósofo Pärttyli Rinne recopiló datos sobre cómo los participantes, tomados al azar, percibían de manera subjetiva los efectos en su cuerpo de 27 clases de filia o vínculos sentimentales. Estas manifestaciones de amor abarcan desde el deseo al amor hacia Dios, la humanidad o uno mismo, incluyendo la amistad, el amor de los hijos hacia los padres y viceversa, el altruismo, entre otros. Los voluntarios tenían que señalar qué partes del cuerpo percibieron más afectadas y la intensidad de sus sensaciones.

Los investigadores comprobaron que las diferentes formas de amar están asociadas y representan una escala

Con estos datos y mediante tres experimentos diferentes, los investigadores desarrollaron un mapa anatómico donde fueron marcando las áreas del cuerpo que parecen involucrar más activamente cada sentimiento. Comprobaron que las diferentes formas de amar están asociadas y representan una escala, comenzando todas ellas por una intensa actividad en la cabeza. Por ejemplo, el amor hacia los extraños representó el menos visceral de todos ellos, apenas afectando un poco al pecho y a ciertas áreas del cerebro. En cambio, la que más impacto tuvo en todo el cuerpo humano fue el amor pasional, llegando a cubrir casi todo de él. A medio camino se encuentran la compasión, el amor parental, el amor por los amigos y el que nos relaciona hacia los animales de compañía.

Las conclusiones que se han podido extraer de este trabajo es que todo sentimiento amoroso se procesa, primero, en el cerebro, aunque si las apreciaciones subjetivas de los participantes de la muestra han indicado correctamente, cada clase de vínculo, en función del objeto del amor y de la clase y grado del sentimiento, se procesan en áreas diferentes del cerebro.

Otra conclusión interesante es la comprobación de que el amor entre personas se divide entre «sexual» y «no sexual», asimilándose más cercanas las formas de amor que vinculan inclinaciones sexuales frente a las que no, basados en la moral, la ética y la reflexión. Por último, los resultados del estudio reflejan una potencial y estrecha vinculación entre las distintas clases de amor que podrían estar delatando que, en realidad, no existen muchas clases de amor, sino una única manera de amar o de querer al prójimo y a nosotros mismos que, simplemente, manifestamos mediante distintos cauces y en contextos circunstanciales distintos.

El amor (no) es ciego

Más allá de este estudio, que aporta un primer mapa de la localización en el cuerpo de los efectos de los sentimientos amorosos, los neurocientíficos siguen investigando el amor y cómo nos afecta en todos los niveles posibles, incluyendo el psicológico. También otras emociones y su relación causal entre sí. Por ejemplo, el famoso paso del amor hacia la ira o la rabia. O las fases de los procesos de duelo.

En cuanto al amor, la neurociencia indica que podría explicarse el dicho popular de que el «amor es ciego». En efecto, no solo sufrimos efectos bioquímicos, sino que, al establecer un vínculo sentimental positivo con otro semejante, animal, planta, ser o idea, lo que estamos haciendo es experimentar. Nuestras redes neuronales no son estáticas, como se imaginaba décadas atrás, sino que son bastante adaptables a los cambios. Las experiencias pueden ser multicanal: las podemos vivir desde un plano eminentemente físico, otro exclusivamente mental o una mezcla de ambos.

Las redes neuronales se ven alteradas por la experiencia del amor

Por tanto, las redes neuronales de nuestros cerebros se ven alteradas por la experiencia del amor en cualquiera de sus dimensiones, clases y contextos. Al querer quebramos la percepción de nuestra propia individualidad, por lo que la sensación de seguridad y de bienestar van tomando poco a poco las riendas de nuestras vidas cotidianas. Con el paso del tiempo, los circuitos neuronales se adaptan a esta nueva realidad. Sentimientos y estados psicológicos como los relacionados con el miedo, el egoísmo o el juicio social se atenúan significativamente. Al querer a otros alcanzamos una plenitud que no es fruto de una perspectiva viciada, sino que posee trascendencia. Este estado, lógicamente, tiene su doble filo: no estamos tan preparados para recibir la agresión por parte de las personas queridas que, quizá, no nos quieren en el mismo grado ni de la misma manera que nosotros a ellas. O ni siquiera han desarrollado un sentimiento equivalente hacia nosotros.

Además de los circuitos neuronales, distintas áreas de nuestro cerebro intervienen en los procesos amorosos (de nuevo, entendidos no solo como los románticos, sino todos los posibles). Por ejemplo, el núcleo accumbens y el área tegmental ventral, que cuentan con neuronas dopaminérgicas (aquellas que utilizan la dopamina, también llamada la «hormona de la felicidad», como uno de sus principales neurotransmisores), encargadas de crear la sensación de placer, se activan considerablemente cuando experimentamos vínculos amorosos en los que hay estímulos físicos, o se asocia mentalmente a ciertas partes del cuerpo, en especial las erógenas, por su alta reciprocidad bioquímica. Como cómplices cuentan con la amígdala y la ínsula, que despiertan el deseo y dirigen la atención hacia personas e ideas determinadas. Otras dos estructuras principales de nuestro cerebro que nos acompañan cuando amamos son el tálamo y el núcleo caudado, que relaciona las expectativas que generamos con la integración sensorial. Por último, es el hipocampo una de las áreas que más nos ayudan a encauzar el deseo y las emociones.

 

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