La ensoñación moderna y la inteligencia artificial
La IA se ha convertido en el gran disruptor tecnológico de los últimos años, pero ¿van sus vínculos con la modernidad mucho más lejos en el tiempo? Entender las percepciones sobre el conocimiento ayuda a gestionar el desconcierto que generan sus avances.
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COLABORA2023
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La ensoñada ciencia que surge de la modernidad lleva siglos persiguiendo cartografiar cada uno de los rincones de la mente, purgarla de errores, y que la voluntad humana campe soberana por este territorio definiendo el pensar y la acción. De esta forma, la desconfianza por la creatividad y la vulnerabilidad humana fruto del pensamiento, que surge entre los hombres y mujeres modernos, se traduce en la necesidad de crear suplementos que rijan la «correcta» acción.
La denominada inteligencia artificial que emerge estos días en nuestra cotidianidad de forma abrumadora pretende consumar este viejo anhelo. No obstante, a pesar de este importante hito de la técnica, el caos, la confusión, el miedo o las fantasías atraviesan el ánimo de todos aquellos que de forma activa defienden o rechazan esta tecnología. La atmosfera que respiramos, según nos pregonan de vísperas de una nueva revolución, manifiesta más sobre las fallas de un proceso intelectual y formativo que lleva siglos de sedimentación que sobre los problemas de usabilidad de este producto de la técnica. Producto que, por supuesto, se asienta y es muy representativo de una tradición intelectual que amenaza con fracturar todavía más la maltrecha vida pública que tenemos.
Este desconcierto puede estar motivado porque estamos ante una nueva técnica que saca a la luz, como gusta decir a nuestros contemporáneos que buscan la verdad, que una tradición intelectual racionalista considerada superior ahora se revela como estéril y amputada para el talento humano. Algo falla y no saben el qué. Por lo tanto, muchas de las discusiones que escuchamos en la actualidad que hablan de regular, prohibir, cooperar o instruir a la ciudadanía de «nuevos métodos» que permitan gestionar la realidad venidera nos llevan a callejones sin salida.
La inteligencia artificial como proyecto tecnológico lleva décadas desarrollándose. Aunque, como ya se ha mencionado, sus fundamentos llevan varios siglos de consolidación. El germen que hay detrás podría situarse en el racionalismo de la antigüedad. Pero la verdad es que no es hasta la modernidad cuando la forma de conocer y razonar que va a dar pie a esta tecnología comienza a difundirse y a imponerse como el modelo correcto y deseable de conocimiento, así como síntoma de la verdadera «inteligencia». Es fundamental para entender este proceso resaltar la figura de René Descartes (1596-1650), no es el único, pero su influencia y consideración por ser uno de los padres del pensamiento moderno lo convierten en un autor extraordinariamente significativo y relevante para la cuestión que nos incumbe.
En una sociedad que equipara el conocimiento al poder, la inteligencia artificial irrumpe como objeto que fusiona en un mismo producto poder y conocimiento
En el Discurso del método Descartes considera que la esencia de la existencia y la inteligencia reside en un pensar desgajado de lo corpóreo. La unidad de la experiencia y el conocimiento individual quedan separados. De esta forma, no es de extrañar, que una comprensión de la vida psíquica escindida que busca empoderar a la mente desemboque en el desprecio y en el cuestionamiento del conocimiento que brota entre los humanos y su entorno. De ahí que Descartes estudie y desarrolle la creación de un implante artificial a través del cual guiar y dirigir la mente humana mediante una serie de protocolos accesibles a cualquiera en su aprendizaje. Este implante va a ser el famoso «método». Se podría decir, tal vez de una forma atrevida, que podríamos estar ante un dispositivo de inteligencia artificial primigenio con el que llevamos conviviendo y nos educan escuelas y universidades desde hace varios siglos.
Entonces, si llevamos siglos de formación y por lo tanto predisposición comprensiva ¿por qué este desconcierto? ¿No estamos preparados todavía? Se trata de una cuestión que, por supuesto, requiere de estudio reposado y es imposible de tratar aquí. No obstante, en esta breve reflexión, se pueden apuntar algunas cuestiones que pueden ser de utilidad a la hora de pensar nuestra relación con esta tecnología. Para este propósito, y sin abandonar la cuestión cartesiana, el estudio que realiza Javier Roiz en su obra El experimento moderno es de gran valía. Uno de los aspectos, en los que Roiz se detiene, es como el pensamiento de Descartes deja un poso muy importante en los hombres y mujeres de la modernidad con la equiparación entre la actividad mental y el pensamiento. Esta fórmula es uno de los pilares que sostiene la inteligencia artificial.
La equiparación y degradación de la actividad del pensar implica que todos los seres humanos se encuentran en una actividad permanente del propio pensar. Como bien explica Roiz esta confusión conlleva a que todo producto que surge de la mente, por llamarlo de una forma, se trata de un producto útil y creativo. Y, por lo tanto, esta lógica lleva a considerar que cuanta más capacidad de generar objetos producidos por la mente mayor posibilidad de creación. Pero, cómo bien podemos leer en El experimento moderno, la actividad mental se fundamenta únicamente en replicar lo existente. De esta forma, bien sabemos que no toda actividad de la mente produce pensamiento. Porque el pensamiento genuino tiene un carácter excepcional. De hecho, la mera actividad mental puede ser un bloqueo al propio pensamiento.
El hecho que refuerza que la inteligencia artificial como su propio nombre indica no representa la inteligencia genuinamente humana, única e irrepetible, aunque sea un producto humano, es la cualidad que hace a la actividad mental base de esta tecnología: su capacidad para ser objetivada y, por lo tanto, reproducida. Lo que estamos viviendo es la externalización de lo que la modernidad ha considerado como inteligencia creadora pero que, en el fondo, es un «pensamiento pilotado» con el que se gobierna el ciudadano tal y como apunta Roiz en su libro.
Por otro lado, el impacto agresivo de la inteligencia artificial en la sociedad se explica precisamente en su cualidad de objeto. Pues estos, no son sustancias neutras, sino acumuladores de significado humano (valores, intereses o intenciones). Y, en una sociedad, que también equipara el conocimiento al poder, la inteligencia artificial irrumpe como objeto que acaba fusionando en un mismo producto poder y conocimiento. De esta forma nos encontramos un objeto cargado de poder violento que amenaza con desestabilizar los escenarios actuales.
Esta transformación social en la que estamos inmersos muestra a un ciudadano sumido en el vacío. Hay que entender que el implante con el que ha estado funcionando se ha quedado obsoleto. Aquí se encuentra ante una importante tesitura: o bien actualiza el software con nuevos ingredientes (ética y perfección técnica) para seguir funcionado; o, por otro lado, decide abrirse y respirar una nueva tradición de pensamiento. Aquí reside el debate de la inteligencia artificial. Y no, perdernos en el laberinto de la ética o del intervencionismo público.
Finalmente, para concluir me gustaría resaltar que no es recomendable caer en el manido dualismo que arrasa nuestras sociedades de tener que posicionarse a favor o en contra con el objetivo de mantener la coherencia. Esta posición sería propia precisamente de la tradición que aquí estamos cuestionando. La inteligencia artificial innegablemente va a promover grandes avances en todas áreas de nuestra vida (medicina, ingeniería o la gestión administrativa), pero no podemos entregar ni sacrificar la inteligencia humana a coste de su desarrollo. Es el momento de reivindicar ese conocimiento que emerge desde nuestro mundo interno y que resulta difícil de cartografiar con la luz de la razón.
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