Medio Ambiente

Los planos del debate sobre la crisis energética

La crisis energética revela con mayor claridad los límites biofísicos de la civilización industrial. Y es que aunque nuestras sociedades fueran más conscientes de lo que muestran en cuanto a la sobreexplotación del planeta, el problema de la transición energética no se resuelve sin la introducción de otros enfoques como la redefinición del concepto de bienestar en las sociedades contemporáneas o la dificultad para electrificar el sistema.

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25
octubre
2022

En el escenario de la crisis energética y climática es donde se revelan con mayor claridad los límites biofísicos de la civilización industrial. Construida sobre la base energética de los recursos fósiles, la intensificación y expansión del industrialismo a lo largo de los dos últimos siglos ha mostrado la existencia de límites en la disponibilidad de los recursos (debido al agotamiento de unos stocks que se extraen de la corteza terrestre a un ritmo que no se corresponde con los largos periodos geológicos que los forman) y la presencia, aún más apremiante, de límites en la capacidad de asimilación de los residuos.

Ambas circunstancias ofrecen suficientes evidencias para concluir que el modelo energético imperante resulta inviable si queremos preservar las condiciones naturales que facilitan una vida civilizada en el planeta. La contradicción derivada de un modo civilizatorio que no civiliza nos exige renunciar a un modelo de acumulación basado en requerimientos crecientes de materiales y energía, además de a perfilar horizontes con nuevos fines (sociales, económicos y políticos) y medios que hagan un uso menos intensivo de los recursos.

Este debería ser el insoslayable punto de arranque de cualquier discusión sobre el sistema energético. De ser así, no podrá obviarse que la rápida transición hacia una nueva base energética requiere algo más que una aceleración del desarrollo tecnológico y la sustitución de unas fuentes energéticas insostenibles por otras renovables.

La vía de «descarbonizar electrificando» sin cambios profundos en el modo de vida hegemónico, además de los consabidos límites, no está exenta de problemática

La cuestión tiene mayor enjundia y la interiorización de la existencia de los límites naturales (cuando se cumple el 50 aniversario del informe al Club de Roma de los esposos Meadows) debería situar como ejes centrales en una estrategia de transición dos cuestiones: la primera, que la senda por la que transitaremos será descendente en términos energéticos dada la existencia de límites (materiales, territoriales, de eficiencia tecnológica, etc.), y la segunda, que el camino hacia la descarbonización de la economía para sortear las peores consecuencias del cambio climático va a estar condicionado por lo anterior.

Otros planos del debate

Aunque nuestras sociedades fueran más conscientes de lo que muestran en cuanto a la existencia de los límites naturales, el problema de la transición energética no se resuelve sin la introducción de otros planos en el debate. El primero tiene que ver con el propósito de descarbonizar electrificando todos los procesos que hasta ahora se encuentran alimentados con recursos fósiles y que en adelante obtendrían los suministros de un sistema eléctrico basado en flujos renovables. Esta vía de «descarbonizar electrificando» sin cambios profundos en el modo de vida hegemónico, además de los consabidos límites ya aludidos, no está exenta de su propia problemática, particularmente derivada de la singularidad que presenta la electricidad como producto.

Otro plano ineludible que añade complejidad a la transición es la presencia en el sector energético de instituciones, actores y relaciones de poder que, de no tomarse en consideración, marcarán las posibilidades de que aquella pueda llegar a ser justa además de sostenible. En resumen, la crisis energética difícilmente se abordará con seriedad si no nos pone frente al espejo de la situación de extralimitación en la que nos encontramos y no se encaran las dificultades específicas que presenta un sistema que, además de estar gobernado por estructuras oligopólicas que condicionan el funcionamiento de los mercados y la fijación de los precios, rezuma fuertes tensiones geopolíticas.

La electrificación del sistema energético

Si la transición energética es la clave de bóveda de la transición ecosocial, la eléctrica se presenta a su vez como la condición necesaria de la primera. Sin embargo, la electrificación del sistema energético es un desafío realmente complicado. Para empezar, hay que recordar el estadio en que estamos, donde la electricidad apenas representa el 20% del consumo energético final sin ser, ni mucho menos, toda de origen renovable.

No todas las actividades se pueden electrificar con las tecnologías actualmente disponibles, como es el caso de la industria química o el transporte de mercancías

A la dificultad de partida se suman otras consideraciones en absoluto menores. En primer lugar, aunque la electricidad se encuentra presente en la naturaleza, los seres humanos no somos capaces de aprovechar directamente ese potencial, por lo que precisamos de tecnologías e infraestructuras –que deben ser fabricadas e instaladas a partir del empleo de un ingente caudal de recursos materiales y energéticos– para transformar los flujos renovables en energía eléctrica. Esto nos sitúa ante la trampa de la energía, es decir, el hecho de que el despliegue de esas infraestructuras de captación de las fuentes renovables pueda significar (si no propiciamos cambios radicales en el resto de usos) un agravamiento de los problemas relacionados con los límites de disponibilidad de recursos y desbordamiento de sumideros.

Por otro lado, no todas las actividades se pueden electrificar con las tecnologías actualmente disponibles (basta con pensar en el transporte nacional e internacional de mercancías o la industria química), y cuando empiecen a estar a nuestra disposición las alternativas, la matriz de renovables no parece que pueda garantizar la afluencia energética con la que cubrir los desmesurados niveles de consumo a los que nos hemos acostumbrado en la era de la energía fósil.

A pesar de las esperanzas depositadas en el hidrógeno, los avances no han proporcionado hasta el momento más que logros muy modestos

Además, la electrificación se encuentra con problemas asociados a las peculiaridades de la electricidad, en concreto, las dificultades para su almacenamiento a gran escala y la conjugación de la oferta con la demanda derivada de la intermitencia en la generación a partir de fuentes como el sol y el viento. A pesar de las esperanzas depositadas en el hidrógeno como vector energético que facilite una alternativa viable, los avances en los esfuerzos encaminados en esta dirección no han proporcionado hasta el momento más que logros muy modestos sin alcanzar siquiera las condiciones económicas y ecológicas que pudieran hacerlo viable en un corto plazo. Tampoco los resultados obtenidos de la conversión mecánica en las centrales hidráulicas por bombeo o en acumuladores de conversión química o electromagnética parece que sean tan significativos como para pensar que el problema está resuelto.

Finalmente, la conjugación permanente de la oferta con la demanda requiere dotar al sistema eléctrico de los atributos de estabilidad y flexibilidad, algo difícil de lograr dado el carácter discontinuo de las fuentes renovables. Obviamente se trata de un asunto estrechamente relacionado con las posibilidades de almacenamiento a gran escala, aunque no es lo único: requiere resolver de forma adecuada la integración de las diferentes secuencias que conforman el sistema eléctrico, desde la generación hasta la utilización final de la electricidad, pasando por el transporte a través de redes de alta tensión y la distribución comercial. Para ello se confía en una digitalización a gran escala que haga posible lo que se denomina ‘energía conectada’.

Así pues, la electrificación del sistema energético queda íntimamente ligada a la intensificación de la digitalización de la sociedad, con todas las potencialidades, pero también con todos los problemas y riesgos que comporta. No es el momento (y tampoco hay espacio) para desarrollar este aspecto, pero sí convendría observar cómo se viene construyendo un discurso tecnologicista en el que se habla alegremente de prosumidores (actores que desempeñan simultáneamente el papel de productores y consumidores), de redes concebidas como plataformas digitales de servicios o de descentralización gobernada por organizaciones vecinales y comunitarias sin hacer alusión a cómo funciona realmente el sector.

Las estructuras e instituciones de poder

La integración de las fuentes renovables en un sistema descentralizado y digitalizado basado en redes dinámicas bidireccionales en las que millones de usuarios pudieran gestionar su consumo eléctrico y verter los excedentes a la red es un proyecto que tropieza con las estructuras e instituciones de poder tanto nacionales como internacionales.

La necesidad de cambiar el marco institucional en el que operan los actores implicados en la producción, el comercio y el consumo de la energía emerge como la conditio sine qua non para poder definir democráticamente el rumbo de la transición energética. Se trata de una cuestión crucial en un debate eminentemente político que no puede ser hurtado a la ciudadanía pero que requiere, para mayor complicación, de un conocimiento riguroso del funcionamiento, las prioridades y los actores decisivos que condicionan la marcha de un sistema energético.

En 1990, el mundo obtenía el 87% de su energía primaria de fuentes fósiles; en el 2020, utilizaba el 83%

Por si esto fuera poco, también hay que añadir la dimensión internacional en la que se desarrolla el sistema energético actual, marcado a su vez por profundas asimetrías y desigualdades. El orden fosilista ha estado acompañado permanentemente de una geopolítica que ha hecho y deshecho alianzas internacionales y esferas de influencia, en la mayoría de los casos con consecuencias bélicas para los países que han osado desafiar el orden establecido con el propósito de mejorar su participación en el pastel o garantizar, al menos, su cuota de mercado. Pocos ámbitos han estado tan marcados en la historia reciente por las estrategias de seguridad nacional de las grandes potencias y demasiados han sido los pueblos que les ha tocado sufrir las calamidades que esas estrategias han ocasionado. No es una historia exclusiva del sector energético, aunque tal vez sí uno de los ejemplos más significativos.

Un solo dato puede es indicativo de la magnitud que va a adquirir esta dimensión geopolítica: en 1990, el mundo obtenía el 87% de su energía primaria de fuentes fósiles; en el 2020, utilizaba el 83%, una reducción de apenas cuatro puntos porcentuales en tres décadas. ¿Cómo será posible moverse desde el 83% al cero en los próximos treinta años, periodo que se contempla para culminar el proceso de descarbonización, sin una recomposición radical de las fuerzas y actores en juego?

Pensar imaginativamente otros fines y medios

Para que no desemboque la anhelada transformación de la matriz energética en una crisis ecosocial sin precedentes, no queda otra que perfilar horizontes nuevos con otros fines y medios. No existe una transición energética como tal en marcha, sino un espacio de disputa que podrá salvarnos de –o encaminarnos sin remedio hacia– los peores escenarios de la crisis ecosocial.

Necesitamos redefinir las nociones de bienestar y calidad de vida en las sociedades contemporáneas

Mientras se disputa y se hacen valer las capacidades políticas y técnicas para resolver los problemas, resulta igualmente urgente subvertir los objetivos, prioridades y valores que nos han conducido a esta crisis energética que desvela un rango civilizatorio a poco que se escarbe. El sistema económico actual ha construido un entorno social y cultural que favorece el consumo desenfrenado, creando unos consumidores agitados por el ansia de alcanzar todos sus deseos. Y no lo hace de forma homogénea y continua, sino generando desigualdades y provocando crisis continuas en medio de un despilfarro generalizado.

Se antoja imposible construir una sociedad autocontenida y guiada por principios igualitarios en escenarios de escasez sin un cuestionamiento y una redefinición de las nociones de bienestar y calidad de vida en las sociedades contemporáneas. La lucha contra la desigualdad y el despilfarro ofrecen cierto margen que, aunque se vaya estrechando, permite aún imaginar sociedades civilizadas con propósitos que no se reduzcan a los de la mera supervivencia.


Santiago Álvarez Cantalapiedra es director del área social de FUHEM.

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