Siglo XXI

La historia olvidada del liberalismo

En Estados Unidos, un liberal es alguien que aboga por un gran gobierno, mientras que en otras partes del mundo el gran gobierno es contrario al liberalismo. En ‘La historia olvidada del liberalismo’ (Crítica), la investigadora Helena Rosenblatt analiza el significado de un concepto sobre el que todavía hoy no parecemos estar de acuerdo.

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15
septiembre
2022

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¿Cómo llegó a convertirse el término liberalismo en una palabra tan clave y ubicua en el vocabulario político estadounidense? La Encyclopaedia Americana de 1831 no contenía ninguna entrada sobre el liberalismo, y en el vocablo «liberal» se explicaba que su significado político provenía de Francia. Solo medio siglo después dedicó la Cyclopaedia of Political Science estadounidense una entrada al liberalismo; se trataba de la traducción de un artículo francés que equiparaba el liberalismo con los «principios del 89». Durante los últimos años del siglo XIX, el «liberalismo» siguió siendo una palabra poco común en el lenguaje político estadounidense y, cuando se utilizaba, era casi siempre para designar a un conjunto de ideas europeas, cuando no francesas.

¿Cómo, entonces, se llegó a americanizar tanto el término? Según el célebre intelectual y analista político Walter Lippman, la palabra pasó a ser de uso común gracias a un grupo de reformistas que eran republicanos progresistas en 1912 y demócratas wilsonianos desde aproximadamente 1916. Es revelador que Woodrow Wilson se presentara a sí mismo como «progresista» en 1916 y como «liberal» en 1917. Pero ¿qué quería decir el presidente? ¿Qué significaba para Wilson ser liberal?

En 1917, el significado del término había evolucionado considerablemente desde sus orígenes en la Revolución Francesa y su centenaria asociación con los acontecimientos políticos de Francia. Hacia finales del siglo xix, la influencia francesa se había reducido y las ideas alemanas tenían un peso cada vez mayor.

En Inglaterra, esto dio lugar a la concepción del «nuevo liberalismo». Gracias en buena medida a los laboriosos esfuerzos del Partido Liberal británico, a los periódicos liberales y teóricos como Leonard Hobhouse, esta nueva forma de liberalismo se extendió y, hacia la segunda década del siglo xx, sus partidarios se sintieron lo bastante seguros como para prescindir del vocablo «nuevo» y denominarlo simplemente liberalismo. El manual liberal de Herbert Samuel, publicado en 1902 con una introducción del futuro primer ministro H. H. Asquith, se tituló ‘Liberalism: An Attempt to State the Principles and Proposals of Contemporary Liberalism in England’. Lyon Blease, otro político del Partido Liberal, publicó en 1913 un libro titulado simplemente ‘Short History of English Liberalism’. Este fue el liberalismo que los republicanos progresistas y los demócratas wilsonianos importaron a Estados Unidos en torno a 1914-1917.

Herbert Croly fue uno de los responsables de la divulgación del término en Estados Unidos

Herbert Croly, uno de los intelectuales más influyentes del movimiento progresista y cofundador en 1914 de la emblemática revista The New Republic, fue uno de los responsables de la divulgación del término en Estados Unidos. Su libro de 1909 ‘The Promise of American Life’, sumamente influyente, ofrecía una dura crítica de la economía del laissez-faire y un argumento de peso a favor de la intervención estatal. Es más que probable que Croly adoptara el término para solidarizarse con el Gobierno liberal y los pensadores liberales de Gran Bretaña, con los que simpatizaba. En 1914 Croly había empezado a llamar a sus propias ideas liberales y, a mediados de 1916, la palabra ya se utilizaba con frecuencia en The New Republic como otra forma de describir la legislación progresista. Al fin y al cabo, como explicó Woodrow Wilson en su Constitutional Government in the United States de 1908, los estadounidenses «tomamos prestado todo nuestro lenguaje político de Inglaterra».

Un imperio liberal

Es probable que el presidente Wilson fuera también uno de los primeros estadounidenses en usar la palabra «liberal» para describir determinado programa de política exterior. Durante su famoso discurso «Paz sin victoria», pronunciado en enero de 1917, afirmó estar «hablando en nombre de los liberales y los amigos de la humanidad». Mientras se dirigía a la Conferencia de Paz de París para defender sus Catorce Puntos, declaró que el «liberalismo es lo único que puede salvar a la civilización del caos».

Obviamente, el liberalismo siempre había trascendido la política nacional. Desde Lafayette, que se jactaba de que el liberalismo era un vasto movimiento que irradiaba hacia el exterior desde Francia, hasta quienes temían un «liberalismo universal» con reverberaciones en países tan lejanos como India, la idea de difundir internacionalmente el liberalismo tenía una larga historia y no cabe duda de que el presidente Wilson conocía, como mínimo, una parte de ella. De camino a París visitó Génova y rindió homenaje a Mazzini frente a su monumento. Wilson confesó haber estudiado detenidamente los textos de Mazzini y haber hallado inspiración en ellos. El presidente añadía que, con el fin de la primera guerra mundial, esperaba contribuir al «logro de los ideales a los que [Mazzini] había consagrado su vida y su pensamiento».

Lo más probable es que Wilson también supiera que el liberalismo estaba estrechamente relacionado con la idea del imperio. Muchos de los liberales británicos con los que simpatizaban los progresistas estadounidenses consideraban el imperio una vía para difundir los valores liberales por todo el mundo. De hecho, muchos de ellos no veían ninguna contradicción en alabar el imperio y al mismo tiempo creer que «el principio básico del liberalismo [era] una apasionada adhesión al ideal de autogobierno». El imperio era una «política exterior verdaderamente liberal», que extendería la civilización y las «artes de gobierno» por todo el mundo.

Hoy puede resultar curioso que los mismos que hablaban así del imperio denunciaban simultáneamente el «imperialismo». Por citar solo un ejemplo, John Hobson, en un libro muy reverenciado sobre el imperialismo, lo describía como una «enfermedad» propagada por parásitos económicos que se alimentaban de los pobres. El estadista liberal Robert Lowe lo denominó la «apoteosis de la violencia… La opresión de los débiles por los fuertes y el triunfo del poder sobre la justicia».

En Gran Bretaña, durante la campaña electoral de 1872 en la que se enfrentaron el tory Benjamin Disraeli y el liberal William Gladstone, la cuestión imperial pasó a estar sumamente politizada. Los liberales acusaron reiteradamente a Disraeli de imperialista en un esfuerzo concertado por mancillarlo y difamarlo. A su vez, Disraeli aprovechó la popularidad del imperio entre los británicos para denigrar a los liberales. Sugirió que eran débiles y antipatrióticos, y que no se les podía confiar la custodia de las colonias británicas. Alertó de que los liberales arruinarían el imperio. En el famoso discurso que pronunció en el Palacio de Cristal el 24 de junio, el aspirante a primer ministro afirmó que, a lo largo de toda la historia de Gran Bretaña, «no ha existido un esfuerzo tan continuo, tan sutil, respaldado por tanta energía y realizado con tanta habilidad y astucia como los intentos del liberalismo de lograr la desintegración del imperio».

Para los liberales británicos era perfectamente posible denunciar el imperialismo y defender al mismo tiempo el «colonialismo genuino»

La retórica de Disraeli era claramente una táctica ganadora. Durante su mandato como primer ministro, dirigió la adquisición de acciones del canal de Suez, involucró a su Gobierno en los asuntos de Egipto, apoyó a Turquía contra Rusia y adoptó una postura agresiva tanto en el sur de África como en Afganistán. En 1876 proclamó a la reina Victoria emperatriz de India. Los liberales criticaron con vehemencia su imperialismo. Era hipócrita, inmoral y contrario a los valores británicos.

Es fácil malinterpretar estas condenas liberales del imperialismo si no se comprenden los juegos de palabras implicados. Por curioso que pueda parecernos hoy, para los liberales británicos era perfectamente posible denunciar el imperialismo y defender al mismo tiempo el «colonialismo genuino». Los términos no significaban lo mismo.

La palabra «imperialismo», como muchos otros «ismos», se había incorporado al discurso político con una connotación peyorativa. Era utilizado para vilipendiar a déspotas como Napoleón III y Bismarck, y compartía ciertas características con «cesarismo», un término que, como ya sabemos, fue acuñado más o menos por la misma época. Pensemos, por ejemplo, en un artículo publicado en Fortnightly Review en 1878 con el revelador título de «¿Qué significa el imperialismo?». Para su autor, significaba emplear la fuerza bruta contra otros. Se basaba en el egoísmo y en un desprecio absoluto por el deber moral.

Se afirmaba con frecuencia que imperialistas como Napoleón y Bismarck utilizaban el señuelo del imperio para desviar la atención de sus poblaciones más pobres de la necesidad de llevar a cabo reformas en el país, al tiempo que acrecentaban su propio poder y permitían a un reducido grupo de adeptos amasar fortunas a costa de los ciudadanos. En otras palabras, el imperialismo era una de las maneras en que los dictadores, en connivencia con la aristocracia, saqueaban a la sociedad y, aprovechando el apoyo del populacho ignorante, intentaban impedir o incluso anular las reformas liberales. Al acusar a Disraeli de imperialismo, los liberales británicos sugerían que este engañaba intencionadamente a los ciudadanos para favorecer sus propios intereses, los de la Corona y los de la aristocracia inglesa. Aún peor, apelaba a los instintos más bajos de la población para lograr sus objetivos. Su imperialismo fue tachado de poco inglés; era una forma perniciosa de cesarismo.

No obstante, de estas declaraciones no se debería interpretar que los liberales deseaban disolver su imperio. Desaprobar un tipo de imperio no equivalía necesariamente a rechazar otro. Gladstone hablaba elogiosamente de un imperio que permitiera el autogobierno en contraposición a la forma de imperio egoísta, en su opinión, que defendía Disraeli. Podía oponerse al imperialismo, pero estar a favor de las colonias.

Gladstone no estaba en contra de la proyección del poder y la influencia de Gran Bretaña; simplemente declaraba su oposición al uso de la violencia que a menudo la acompañaba. (Sin embargo, su historial como primer ministro durante la década de 1880 muestra que no hizo honor a estas opiniones, como ilustra su intervención armada en Egipto en 1882.) Creía que los británicos tenían el deber de difundir su civilización y, por tanto, el derecho de hacerlo. Gladstone dijo acerca del dominio británico en India: «Es a ellos y sus intereses lo que estamos defendiendo, aún más, mucho más, que los nuestros». Muchos liberales estaban de acuerdo. The Manchester Guardian afirmó que el «liberalismo defiende, como siempre lo ha hecho, los principios humanitarios, la justicia para los pueblos más atrasados de India y África bajo nuestro control, un trato justo a los pueblos extranjeros, débiles o fuertes, y una mano amiga a quienes luchan por una libertad que hace mucho tiempo que nos hemos ganado».

Los admiradores estadounidenses de Gladstone convenían en que los países como los suyos tenían la misión de colonizar

Los admiradores estadounidenses de Gladstone convenían en que los países como los suyos tenían la misión de colonizar. Sin embargo, no debían seguir lo que un escritor llamó «el camino de la barbarie». En los años noventa del siglo XIX, Charles Norton, director de la North American Review, denunció la arrogancia, el militarismo y el egoísmo en los que se sustentaba el imperialismo. Admiraba a Gladstone, a quien consideraba defensor de una «política exterior [verdaderamente] liberal». Publicaciones estadounidenses como The Nation y Harper’s secundaban estos puntos de vista. Para ellos, Disraeli estaba seduciendo a los seguidores apelando a un tipo equivocado de gloria nacional mientras desviaba la atención del pueblo británico de problemas internos acuciantes. Para los detractores de Disraeli, era evidente que el principal objetivo de su imperialismo era distraer a la gente de los problemas internos mediante la expansión en el extranjero.

Teóricos liberales importantes como Hobson y Hobhouse también diferenciaban entre las formas de imperio buenas y malas, entre el «colonialismo genuino» positivo y el vil «imperialismo». El imperialismo, decían, solo beneficiaba a un pequeño grupo de «parásitos económicos», mientras que no reportaba beneficios a largo plazo a las clases más bajas y desviaba su atención de la necesidad de emprender reformas en la metrópoli.

Ambos hombres también sostenían que existía un tipo mejor de imperio, a saber, el que fomentaba la «civilización del mundo». Lo hacía promoviendo la mejora y la elevación del carácter de los pueblos bajo control. Al igual que otros liberales, defendían el colonialismo de asentamientos, que ambos consideraban un acuerdo no coercitivo y voluntario para beneficio mutuo. Hobson afirmaba que el objetivo era «la elevación de la humanidad». El colonialismo era genuino y benevolente si «amplia[ba] los límites de la civilización y eleva[ba] el nivel de conducta moral y material en el mundo». Para James Fitzjames Stephen, un juez liberal, académico y miembro del Consejo Colonial en India, que ayudó a formular y aprobar muchas reformas jurídicas en aquel país, el liberalismo implicaba cumplir con la obligación de gobernar con justicia y extender la civilización europea a los gobernados. Esto suponía llevar la paz, el orden y la ley a India. Joseph Chamberlain explicaba que el imperio británico solo podía estar justificado si hacía felices a las personas y mejoraba sus perspectivas.

Joseph Chamberlain explicaba que el imperio británico solo podía estar justificado si hacía felices a las personas y mejoraba sus perspectivas

Prácticamente todos los partidarios europeos del imperio, ya fueran británicos, franceses o alemanes, creían que difundiría la civilización y que los europeos tenían el derecho y el deber de hacerlo. En Francia hablaban de una mission civilisatrice; en Alemania de la difusión de la Kultur. Los estadounidenses, naturalmente, tenían la Carga del Hombre Blanco. Por último, pero no menos importante, los liberales solían decir que el colonialismo genuino enseñaría a las razas inferiores «las artes de gobierno». Hobhouse escribió que el principio central del liberalismo era el autogobierno y el colonialismo genuino debía propagar este principio por el mundo. Para muchos liberales, Inglaterra estaba tratando de enseñar a sus súbditos indígenas a ser autosuficientes y les otorgaría «a su debido tiempo y bajo la égida de su propia bandera, una nueva y mayor libertad». También esto significaba difundir la civilización.

Algo paradójicamente, los europeos también creían que la adquisición de un imperio civilizaría y moralizaría a sus propias poblaciones. Lo haría al convertir a los trabajadores urbanos desempleados y degenerados procedentes de Europa en agricultores productivos; esto los volvería más saludables, varoniles y patrióticos. Herbert Samuel creía que el imperio potenciaba el «ennoblecimiento de la raza [inglesa]». En Francia se creía que las colonias incentivarían las familias numerosas, por lo que serían una solución para el descenso de la natalidad del país, un problema acuciante tras la derrota en la guerra franco-prusiana. La adquisición de un imperio también ayudaría mucho a restituir el honor del país.

Estas elevadas palabras no pueden ocultar el hecho de que los liberales blanquearan a menudo la espantosa violencia. Incluso el colonialismo de asentamientos conllevaba con frecuencia la expropiación de propiedades y la crueldad. Muchos liberales eran muy conscientes de las atrocidades que se estaba cometiendo, pero parecían haber optado por denunciarlas y seguir adelante, en lugar de buscar el fin del imperio. Samuel sostenía que, pese a los «abusos de poder ocasionales», en su conjunto el imperio era una fuerza benéfica. No se debían exagerar los traspiés. En Francia, el experto en economía política Charles Gide sugirió que los colonizadores europeos confesaran sus pecados pasados e intentaran hacerlo mejor en el futuro. Un gran pueblo como el francés tenía el deber de colonizar, pero debía hacerlo de forma afectuosa y pacífica.


Este es un fragmento de ‘La historia olvidada del liberalismo’ (Crítica), por Helena Rosenblat.

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