Cultura

‘Los ensayos’, o cómo simular una vida (enloqueciendo en el intento)

La nueva comedia de HBO, dirigida por el cómico Nathan Fielder, se burla de nuestras trágicas obsesiones y plantea una cuestión difícil de responder: ¿cómo sería nuestro futuro si no dejáramos nada al azar?

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30
agosto
2022

Como una muñeca rusa en el interior de otra muñeca rusa. Así se comporta Los ensayos, la que describen como «la gran joya oculta» de HBO Max. No es sencillo articular una definición más adecuada. La premisa es sencilla: preparar a alguien para enfrentarse a uno de los momentos más angustiantes de su vida. Para ello, cada posible situación se analiza en réplicas idénticas, con escenarios y actores, de esa situación a afrontar, proyectando sus potenciales desenlaces y con cientos de decisiones colgando en las ramas de los esquemas. Pero siempre sobrevuela la misma pregunta: ¿dónde acaba y dónde empieza la ficción? 

El cómico del cringe y director de esta serie que dinamita los límites, Nathan Fielder, dispone cada una de las piezas para recrear de forma exacta los distintos mundos personales y hace que el espectador pronto se fascine y desespere. No solo es capaz de recrear a escala real un bar neoyorquino dentro de una nave industrial, también su propia vivienda rural donde residirá el propio cómico en Oregón. Un bucle que encierra la esencia paródica de Los ensayos y que lleva a reflexionar hasta qué punto podemos someterlo todo a nuestro (absurdo) control.

Lo cierto es que Fielder no ha inventado nada nuevo. Podría decirse que se dedica a jugar con muñecos de Playmobil, si bien de carne y hueso, a la luz de los focos, en escenarios tan preparados que podrían decirse que rozan el trastorno obsesivo. Entre el reality show y el mockumentary, el cómico canadiense nos ofrece una ventana a algunas de las muchas vidas ajenas que pululan a nuestro alrededor; esas existencias que, sean como sean, siempre parecen extrañas. Si Seinfeld era una serie sobre nada, Los ensayos, como un líquido viscoso, lo cubre todo.

La serie encierra una esencia paródica que nos lleva a reflexionar hasta qué punto podemos someterlo todo a nuestro (absurdo) control

No lo saben, pero quienes desean solucionar sus problemas y recurren a estos simulacros pronto se encuentran rodeados por todas partes. Cuando el primero de los invitados, Kor, quiere confesar a su amiga y compañera del Trivial que en realidad nunca había estudiado un máster, Fielder se pone manos a la obra: su casa es invadida por un grupo de cámaras ocultas; su amiga es interrogada en secreto para poder interpretarla de forma adecuada y, por supuesto, el escenario en cuestión se recrea hasta el más mínimo –detalle. Tanto que deciden instalar el mismo horno de leña para pizzas.

Por supuesto, es falso: cuando introducen la masa en la ranura, una pizza comprada en otro restaurante sale hecha a los pocos minutos. Todo para que, una y otra vez, Kor experimente las distintas variables y desenlaces. Cada cambio, por pequeño que sea, revela una nueva pregunta: ¿es mejor que confiese según llegue su vaso de zumo sin pulpa o, en cambio, será mejor decirlo al final, de modo que la velada no sea incómoda? Mientras tanto, vemos cómo Kor se desnuda contándonos sus preocupaciones, enseñándonos su casa y mostrándonos un breve resumen de su peculiar vida.

Al intentar domar las posibilidades del libre albedrío, Fielder juega a ser una divinidad, tejiendo los mismos hilos que las Moiras griegas

En la serie, Fielder, como en anteriores ocasiones, se muestra siempre inadaptado y obtuso, ya sea de forma artificial o natural. ¿Se interpreta o simplemente existe, como siempre se ha sospechado de Woody Allen? Mientras pasea con su ordenador portátil colgado del pecho, a modo maternal, se adentra en un torbellino tras otro, expulsando las torturantes dudas ocultas tras cada decisión humana y barriendo, a cada paso, el límite entre realidad y ficción: atónitos, asistimos a los engranajes de la producción de la serie e incluso a la inmersión del cómico canadiense junto al resto de personajes.

De pronto, las sospechas se confirman: uno ya no sabe lo que está viendo (y, aún así, como ocurre con los accidentes, no es capaz de desviar la mirada). Al intentar domar las posibilidades del libre albedrío, Fielder juega a ser una divinidad, tejiendo los mismos hilos que las Moiras griegas. En última instancia, se burla de las ansias de control de un mundo cada vez más rígido, donde el individuo adquiere un fuerte poder ilusorio a través de su teléfono móvil y la cuantificación absoluta de los aspectos más nimios: solo creando un mundo propio de estas magnitudes es (apenas) posible domar nuestro futuro. Pero ¿sería humano querer convertirnos en los peones de nuestras más grandes y absurdas maquetas?

Nathan Fielder se vuelve, de pronto, el objeto principal de sus ensayos, como si terminase devorado por la propia neurosis metaficticia desatada en sus seis episodios. Porque es un personaje en sí mismo: Los ensayos es, en última instancia, un experimento con el que comprobar la vida que podría tener su torpe yo televisivo. Termina devorado por las ansias de control que surgen frente a la incertidumbre. ¿Podría acaso el inadaptado y naíf cómico llegar a ser padre? Respondiendo a esa pregunta, entre las múltiples capas de realidad y fantasía, cierra su excéntrica primera temporada: «soy tu madre», le dice Nathan, a medio travestir, a su actor-hijo ficticio de nueve años justo antes del fundido a negro. Si excluimos el placer cómico derivado de la vergüenza, solo un género es capaz de acoger con precisión Los ensayos: el terror psicológico.

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