Internacional

Japón, una historia de política y sangre

El país arrastra una larga lista de asesinatos políticos, dentro de la cual se incluyen tanto ministros como ex primeros ministros, pero no menos sorprendentes son los sospechosos: desde la yakuza hasta la alta cúpula militar.

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12
julio
2022

Corría el año 1932 y Charlie Chaplin acababa de salvar su vida de milagro. Había sido recibido con gran pompa a su llegada a Japón sin saber que un comando de oficiales ultranacionalistas había pretendido asesinarle para desatar la guerra contra Estados Unidos. El plan no había tenido éxito al no haberse publicado a tiempo los detalles de su llegada. Chaplin se alojó en casa del anciano primer ministro, Tsuyoshi Inukai. Al día siguiente, el cómico fue invitado por el hijo del mandatario a ver un combate de sumo, lo que le salvó la vida por segunda vez: esa misma tarde, un comando de oficiales penetró en la vivienda y se enfrentó al mandatario. Este les pidió que se quitaran los zapatos y parlamentaran. Los asaltantes, sin embargo, lo mataron sin contemplaciones.

El asesinato del ex primer ministro Shinzô Abe ha sacudido a la opinión pública tanto dentro como fuera de Japón, pero lo cierto es que la nación nipona ha tenido una generosa ración de homicidios políticos a lo largo del siglo XX. La tradición, de hecho, es lejana. No fueron pocos los magnicidios ocurridos en la segunda mitad del XIX, perpetrados invariablemente por samurais rebeldes que vengaban a golpes de katana las afrentas que les suponían las acciones de aquellos políticos que buscaban reformar el sistema feudal o el ejército (o incluso el hecho de abrir los puertos al comercio extranjero).

Incluso cuando Japón se reinventó e inauguró el sistema parlamentario en 1889 (la democracia, en cambio, no llegaría hasta 1925), la firma de la nueva Constitución Meiji quedó inoportunamente manchada de sangre. Aquel mismo día, Mori Arinori, el impopular y occidentalista ministro de Educación, fue asesinado por un joven fanático –que le atravesó con un cuchillo– a cuenta de una leve falta de respeto cometida anteriormente por el político en el santuario de Ise: había apartado la cortina con su bastón y no se había quitado los zapatos.

En 1901, un maestro de escuela atravesó con su espada al exministro Hoshi Tôru, que había sido procesado por corrupción

Fue un episodio premonitorio para las décadas que siguieron. En 1901, un maestro de escuela atravesó con su espada al exministro Hoshi Tôru, que había sido procesado por corrupción. Ocho años después, Ito Hirobumi, ex primer ministro y padre de la Constitución, cayó ante la pistola de un terrorista coreano (cuando Corea era, aún entonces, colonia de Japón). En 1913, otro nacionalista, si bien en esta ocasión japonés, asesinó al jefe de uno de los departamentos del Ministerio de Exteriores y se hizo el harakiri sobre un mapa de China, marcando con su sangre el camino a seguir: los nacionalistas nipones deseaban expandirse por las tierras sin ley de su vecino.

El propio emperador Taisho y su sucesor, Hirohito, lograron sobrevivir hasta tres intentos de asesinato en los años veinte y treinta, obra de subversivos coreanos o de izquierdas que por lo general no lograban levantar cabeza. El verdadero peligro, sin embargo, vendría de una fuerza que cada vez cobraba más importancia en la vida política del país: la ultraderecha nacionalista. Esta comprendía cargos militares –siempre intermedios, como capitanes o coroneles– que buscaban una Restauración Shôwa que aboliera la democracia, el liberalismo y la corrupción; es decir, eran el equivalente a los fascistas europeos. El primer ministro Hara Kei, de hecho, fue apuñalado mortalmente en medio de la Estación de Tokio por un ultraderechista en 1921. Este radicalismo nacionalista se contuvo durante los años veinte, pero tras la crisis de 1929, que asfixió la economía de la isla, se convirtió en la ideología del momento. En 1930, otro primer ministro, Osachi Hamaguchi, recibió un balazo –en la misma estación donde muriera Hara Kei– a manos de un joven ultra miembro de la sociedad secreta Aikokusha. Hamaguchi moriría varios meses después.

Fue en medio de este magma radical cuando actuó el grupo de Innoue Nisshô, un antiguo espía japonés en China y un bebedor impenitente que, posteriormente, se reconvertiría en un piadoso monje budista. Fundó la Liga de la Sangre, de marcada ideología ultra, y bajo el lema «Un nombre, un asesinato», elaboró una lista de 20 políticos y empresarios que debían morir a manos de sus discípulos. Mientras Nisshô seguía forcejeando con sus propias tentaciones relativas a la bebida y las prostitutas, sus estudiantes asesinaron a un par de altos cargos en 1932. También con toda probabilidad fueron los oficiales conectados con la Liga de la Sangre los que acabaron también con la vida del ex primer ministro Inukai ese mismo año.

La llamada Liga de la Sangre elaboró una lista de 20 políticos y empresarios que debían morir a manos de sus discípulos

Lo peor, sin embargo, estaba aún por llegar: el 26 de febrero de 1936, mientras la nieve cubría las casas de madera de la capital, no menos de 1.400 tropas dirigidas por comandantes golpistas –constituidas en el llamado «Ejército de los Justos»– tomaron posiciones por todo Tokio, asesinando en el proceso a tres célebres dignatarios. Los radicales amenazaron con tomar el Palacio Imperial al tiempo que conquistaban el Parlamento y el Ministerio de la Guerra en su aventura. El emperador exigió a gritos su supresión y la cúpula militar, que a pesar de ser ultraconservadora, no comulgaba con los radicales, se decidió finalmente a purgarlos de su seno. Esto, sin embargo, no impediría que esa misma cúpula armara su propia dictadura para el año 1940 –el infame «Nuevo Orden» japonés– y se preparara para masacrar a millones de civiles chinos, engullir las colonias occidentales y enviar una nube de bombarderos a Pearl Harbor, sumándose a la Segunda Guerra Mundial al lado de los fascismos europeos.

Tras la guerra toda aquella tradición de magnicidios sin fin pareció apagarse, pero no por ello dejó de producirse algún que otro episodio. En 1960, durante un debate electoral televisado, un adolescente se lanzó sobre el escenario y atravesó al líder socialista con una espada corta ritual mientras la cara del político se arrugaba en un gesto de dolor capturado por las cámaras. El asesino era un ultraderechista de apenas 17 años llamado Otoya Yamaguchi: cuando fue ingresado en prisión, Yamaguchi usó pasta de dientes para escribir loas a la patria y al emperador en la pared; luego, se ahorcó con las sábanas.

En octubre de 2002, Ishii Kôki fue silenciado cuando un hombre le acuchilló frente a su coche

Los años noventa produjeron una nueva ristra de intentonas notables. Hasta en tres ocasiones –1990, 1992 y 1994–, lobos solitarios de ultraderecha tratarían de asesinar a tiros a políticos conservadores. En el primero de estos casos, la víctima fue Hitoshi Motoshima, el alcalde de Nagasaki, que se había atrevido a afirmar en público que el histórico emperador Hirohito (fallecido hacía un año) compartía algo de culpa con el gobierno que metió al país en la Segunda Guerra Mundial. Recibió un tiro por la espalda, lo que no impidió que ganara la reelección en 1991.

En octubre de 2002, Ishii Kôki, un diputado socialdemócrata convertido en azote de la corrupción gubernamental, fue silenciado cuando un hombre fornido ataviado con una badana le acuchilló frente a su coche. Capturado después por la policía, el asesino alegó motivos personales para cometer el crimen –principalmente, haber perdido su vivienda de alquiler tras la negativa de Kôki a ayudarle–, pero su pasado como militante violento de ultraderecha dibujaba la posibilidad de una vendetta mafiosa. La yakuza (esto es, la mafia japonesa) se había convertido en un nexo vital entre empresarios, matones reaccionarios y políticos conservadores desde la posguerra, aunque a decir verdad no parecía que el asesinato de políticos fuera algo habitual o autorizado por sus líderes, que preferían sentarse con las autoridades antes que enfrentarse a ellas en guerra abierta.

Cinco años después, el alcalde de Nagasaki –irónicamente, sucesor del que fuera tiroteado en 1990– encajó dos balazos por la espalda tras haberse opuesto a los proyectos de construcción de una familia local de la yakuza. Pareció, nuevamente, que el asesino había actuado sin autorización de la organización. Aunque el criminal mostró su deseo de recibir la pena capital, los tribunales terminarían condenándole a cadena perpetua.

Tras estas últimas décadas, especialmente calmadas en relación al siglo pasado, no resulta sorprendente que nadie se esperara un atentado en medio de la campaña electoral de 2022. Los motivos, de hecho, tampoco parecieron ser los habituales. Según filtraciones locales, el asesino de Shinzô Abe era un hombre de 41 años llamado Tetsuya Yamagami, probablemente ex militar, que detestaba al político, aparentemente, porque lo consideraba cercano a una organización religiosa a la que su madre parecía haber donado grandes cantidades de dinero, causando problemas en la familia.

Yamagami, al contrario que otros, no utilizó un arma blanca. Dado que las leyes japonesas de control de armas son increíblemente restrictivas, lo que ofrece una tasa de homicidios por arma de fuego llamativamente baja (con solamente un muerto en todo 2021), Yamagami decidió fabricarse su propia arma, una suerte de escopeta casera de doble cañón corto. Aquel 8 de julio, la centenaria tradición japonesa de asesinar a sus políticos acababa de cobrarse una víctima más.

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