El tiempo y los libros: lecciones de 1922
El 6 de abril de 1922, Albert Einstein y Henri Bergson protagonizaron un debate público sobre el concepto del tiempo que pasó a la historia. El físico consideraba que la noción del tiempo del filósofo era superficial, mientras que Bergson creía que este no podía entenderse exclusivamente desde la ciencia. La explosiva conversación impulsó una brecha entre la ciencia y las humanidades que todavía persiste en la actualidad.
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Recién iniciado el nuevo año, no fueron pocos los suplementos culturales o los reportajes que nos recordaron la importancia literaria de la efeméride del siglo transcurrido desde 1922. James Joyce, T. S. Eliot, Ludwig Wittgenstein o Virginia Woolf transformaron la literatura con nuevos estilos, ajenos a la linealidad del tiempo considerado como la acumulación de la suma de segundos, minutos, horas… Aquel año de entreguerras en el que aún se sufrían los estragos de la peor posguerra de la historia y los sistemas políticos europeos caían víctimas de los desbarajustes económicos y emocionales, todo parecía un nuevo comienzo, en fondo y forma.
Fue un cambio cultural importante del que aún disfrutamos –o padecemos, que para todo hay gustos–. En La tierra baldía, Eliot (del que hay reciente y primorosa traducción de Luis Sanz Irles) afirmó que «abril es el mes más cruel» y, quizá no por casualidad, fue en ese mes infausto cuando en 1922 tuvo lugar en París uno de los debates más apasionantes del siglo XX: el que mantuvieron el físico alemán, autor de las teorías de la Relatividad Especial y de la Relatividad General, Albert Einstein, y el filósofo francés que más contestón salió al positivismo lógico de la época, Henri Bergson, sobre la naturaleza del tiempo. El absoluto, medible e incontestable del primero frente al psicológico del segundo, que retaba las premisas matemáticas y que podía definirse mejor como «duración».
«El pensamiento científico fue entonces amable con Einstein (a quien aplaudió) y hostil con Bergson (a quien calificó de ‘supersticioso’)»
Ambos eran judíos, y los dos padecieron las inclemencias de esas décadas en las que, pese a todo, consiguieron construirse refugios en los que acomodarse a reflexionar con base en los conocimientos fascinantes que la época les ofrecía. En su interesantísimo El físico y el filósofo (Arpa Editores), Jimena Canales resume el diferendo: «Mientras que Einstein buscaba coherencia y simplicidad, Bergson hacía hincapié en las incoherencias y complejidades». El pensamiento científico de entonces fue amable con Einstein –a quien aplaudió como un gran desvelador de trampantojos– y hostil con Bergson –a quien criticó como un aficionado a las supersticiones–. No todo fue tan claro entonces, hace un siglo, cuando la consideración de uno y otro sobre el tiempo marcó un parteaguas de la historia del conocimiento.
Una frontera que sigue siendo esencial hoy, cuando la física cuántica vuelve a poner del revés las que creíamos certezas más absolutas. Si el siglo XX tendió a la clarividencia y la seguridad de Einstein, el XXI se inclina por la especulación y la duda de Bergson. Como describe Canales, Bergson influyó también en William Faulkner y muchos otros que introdujeron interrupciones, giros y cambios de guion en los que el futuro aparecía antes que el pasado y el pasado antes que el futuro.
El debate iniciado hace cien años está bien lejos de estar resuelto, y en ese misterio, como entonces, nace la mejor literatura. En cuanto a mí, apenas me queda decir con Eliot que, cuando esa incertidumbre de entonces me atenaza, «leo, casi toda la noche, y en invierno me marcho al Sur».
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