Siglo XXI

Pulse el botón para ser un (¿mejor?) humano

Un ser ‘mejorado’ tecnológicamente, pero también en transición hacia algo nuevo. El transhumanismo es capaz de hacer del cuerpo y la mente del humano una creación propia. Pero ¿cuáles son las implicaciones éticas de esta realidad, propia de la ciencia ficción, que cada vez está más cerca?

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30
agosto
2021

¿Hasta dónde podrá cambiarse la humanidad a sí misma? Si lo hace, ¿se puede seguir llamando humanidad? El transhumanismo así lo asegura. Y añade, además, un pequeño detalle: la humanidad transformada puede ser una humanidad mejor; más sana, más inteligente, más limpia, más respetuosa (consigo misma y con su entorno). Pero ¿dónde quedan las implicaciones éticas? Lo cierto es que filósofos y otros expertos están –aún– lejos de ponerse de acuerdo en los límites morales de esa revolución que, supuestamente, nos espera en los próximos años… si las crisis ambientales y económicas que nos acechan lo permiten.

Las personas, desde que el mundo es mundo, siempre han recurrido al uso de la tecnología para mejorarse a sí mismas. Desde una rudimentaria muleta hasta los estudios (más que actuales) sobre fármacos que permiten aumentar la resistencia o la capacidad de reacción de los soldados en situaciones de peligro extremo. Uno de los ejemplos más recientes lo vimos durante la celebración de los Juegos Olímpicos de Tokio donde un ejército de médicos y expertos en dopaje estuvo pendiente de que ningún atleta incrementara su rendimiento de manera ilegal.

Ray Kurzweil vaticina que los ordenadores serán tan inteligentes que el humano tendrá que integrar su tecnología

Pero el transhumanismo va mucho más allá. Hablamos de modificaciones mediante ingeniería genética que prevengan enfermedades, implantes de nanotecnología capaces de aumentar la capacidad intelectual o el rendimiento, detectores del envejecimiento e incluso tecnologías que puedan alargar la vida (casi rozando la eternidad). En la actualidad contamos con los biohackers, denostados por una gran proporción de expertos porque sus prácticas implican ciertos riesgos médicos. Por ejemplo, la británica Lepth, ha implantado desde 2017 más de 50 chips e incluso imanes en el cuerpo, asegurando, no sin polémica, que conceden «sentidos extra».

Así, las modificaciones transhumanistas tendrían dos vías: la de la biotecnología y la de la integración en la máquina. No son incompatibles. Lo cierto es que las terapias genéticas, aunque caras y poco accesibles, dejaron hace tiempo de formar parte de utopía futurista, y, al menos en el mundo rico, muchos aparatos digitales son ya casi una extensión del cuerpo de sus usuarios, como el móvil desde el que es muy probable que usted esté leyendo esto.

El científico y futurista Ray Kurzweil afirma que estamos acercándonos a la llamada Singularidad, el momento en el que las computadoras se vuelven lo suficientemente inteligentes como para aprender sin ayuda humana. A partir de ahí –y muy rápidamente– vaticina Kurzweil que su inteligencia aumentará cada vez más, de manera que la única forma que tendrá la humanidad de adaptarse a ellos será integrando esa inteligencia artificial.

Los expertos advierten de que la perspectiva ética del transhumanismo es netamente utilitarista

Antonio Diéguez, catedrático de Lógica y Filosofía de la Universidad de Málaga y experto en transhumanismo, ha revelado el principal problema ético que planteará la tecnología en el futuro: la desigualdad. Cuando las mejoras transhumanistas sean posibles, estas estarán solo al alcance de los megarricos, lo que provocará –ya lo está haciendo– una separación más entre clases sociales. El mayor peligro es que la modificación de la misma naturaleza humana convierta a las personas en meros objetos o instrumentos menoscabando, por tanto, su dignidad. Un futuro ciertamente distópico, no tan alejado de lo que ya conocemos, en el que una élite vive por encima del resto de la humanidad mientras que la población restante es tratada como pieza prescindible de un engranaje más grande.

La perspectiva ética de transhumanismo, apuntan sus críticos, es netamente utilitarista y liberal. Parte de la falsa base de una igualdad de oportunidades real y se basa en una fe ciega en los avances tecnológicos que no tiene en cuenta el resto de posibles implicaciones. La prevención o la mejora (por ejemplo, una terapia que permita a un niño no padecer una enfermedad hereditaria) tienen sus límites en el libre albedrío, sin entrar en la ya mencionada cuestión de la igualdad. Por otro lado, la investigadora sobre Conocimiento y autocuidado, Elena Garcés Castellote, y la enfermera y matemática María Lourdes Jiménez Rodríguez, plantean que la revolución del transhumanismo sería también una revolución de los cuidados, entendidos como esos actos que garantizan la satisfacción de las necesidades vitales.

El ser humano, como animal social, tiene unos límites claros para asegurarse su supervivencia. Si es capaz de modificar las circunstancias que hacen necesarios los mismos cuidados, vivirá una revolución radical. El dilema llegará cuando se ponga sobre la mesa lo que podrán hacer unos y otros cuando, evolutivamente, nuestro progreso como especie ha dependido de la idea de protegernos como grupo y cuidar de los que, sobre el papel, son más débiles.

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