Patrimonio sensorial: por qué el olor y los sonidos definen nuestra cultura
El canto de los gallos, el olor a estiércol, el tañido de las campanas… La reciente protección del patrimonio sensorial por parte del Parlamento francés plantea una cuestión al resto de las sociedades: ¿podemos evitar que nuestros olores y nuestros sonidos desaparezcan?
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«El aroma de las verdes hojas y el de las hojas secas, y el de la ribera, y el oscuro color de las rocas marinas y el del heno en el henil», escribía Walt Whitman en su obra Hojas de hierba. La naturaleza –los sabores, los olores, la luz– conmovía profundamente al poeta norteamericano. Y sus palabras resuenan hoy con tanta fuerza como lo hicieron hace más de un siglo, más particularmente en Francia. Basta fijarse en algunos caracteres que hoy conlleva la significación de ser francés: el efluvio de la campiña, el sonido de los cencerros, el olor a hierba fresca. Tanto es así que este país ha decidido proteger sus olores y sus sonidos bajo un novedoso perímetro legal: el patrimonio sensorial. Como explicó el diputado que llevó a cabo la iniciativa legislativa, Pierre Morel à l’Huissier, los territorios rurales no son simplemente territorios de postal, paisajes bellos y ligeramente salvajes, sino que «pertenecen a ellos también los olores y los sonidos de las actividades que forman parte de nuestro patrimonio».
La propuesta no surge de un ideal puramente romántico: nace en mayo de 2020, durante la etapa de confinamiento, cuando un hombre de la región de Ardech mató al gallo –uno de los tradicionales símbolos nacionales– de su vecino porque su cacareo le resultaba molesto. Este incidente, más que un episodio aislado, reveló un problema de fondo: el mundo rural no es estático, sino que vive, produce y necesita cuidados. Para el secretario de Estado encargado del mundo rural francés, Joël Giraud, la protección de este componente sensorial es «una buena propuesta de ley de defensa de la ruralidad». Tanto los olores como los sonidos se revelan aquí como un elemento indispensable de la propia vida; como algo lejano de lo trivial, esencial, inherente a nuestra existencia cotidiana. Los cantos de las cigarras se hallan, hoy, tan protegidos como los monumentos más excelsos.
Las iniciativas de este calibre, sin embargo, están también relacionadas con el habitual conflicto entre las áreas urbanas y rurales. Tal como declaró Jérôme Peyrat, alcalde de Gajac, un pequeño pueblo de 400 habitantes, aquellos de «origen mayoritariamente urbano» descubren en el campo que «los huevos no crecen en los árboles». Suya fue la primera iniciativa de este corte, la cual evidenciaba no solo la erosión del ámbito rural (y, en general, de la naturaleza) a causa de la intervención humana, sino también de la inseparable distancia que se percibe entre lo que hoy son dos burbujas completamente diferenciadas: la ciudad y el campo.
Europa a través de los sentidos
El eco de esta clase de medidas resuena por Europa: en España, el Ministerio de Cultura y Deporte solicitó en abril de este año que el toque manual de campanas fuera inscrito en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Luxemburgo, se plantea lo mismo. La importancia de este y otros sonidos cotidianos, no obstante, queda plasmada también en proyectos como Sound Earth Legacy, una organización española sin ánimo de lucro cuyo trabajo se encamina a preservar el legado sonoro del planeta.
«Todos los seres vivos del planeta somos sensoriales y utilizamos nuestra sensorialidad para percibir el mundo y sobrevivir en él. El patrimonio sensorial es parte de nuestra identidad y experiencia vital y cada territorio, además, tiene sus características sonoras, olfativas, gustativas. Su conjunto es parte de nuestro origen y nuestra historia», explica Andrea Lamount, directora y fundadora de Sound Earth Legacy. Para ella, la concienciación por el patrimonio sensorial está creciendo en Europa, donde otros proyectos continentales como Odeuropa, que busca descubrir cómo los aromas moldean nuestras tradiciones, empiezan a convertirse en algo cada vez más común.
El estudio de los sonidos en el océano permite conocer la salud general de los ecosistemas de la zona
«Muchos sonidos de la naturaleza se han extinguido sin que nadie haya podido protegerlos o registrarlos siquiera», defiende Lamount. Es por ello que, destaca la fundadora, «necesitamos nuevas leyes para acelerar exponencialmente cambios positivos con el medioambiente y los espacios que necesitan especial protección». En el caso que ocupa a esta organización, su actuación se focaliza actualmente en la captación del paisaje acústico de los bosques de coral negro de la isla de Lanzarote, un proyecto conocido como Black Coral Symphony: mediante hidrófonos (unos micrófonos acuáticos) sumergidos durante varios días son capaces de evaluar los niveles de biodiversidad acústica asociados a este ecosistema.
Y es que, más allá del carácter cultural del sonido, esto ayuda a indicar la salud general de los animales en la zona, ya que sus sonidos suministran datos sobre el comportamiento de una especie, su actividad e incluso su abundancia. La protección del sonido, del olor, es ante todo un acto de conservación de la naturaleza que nos rodea, de los lugares donde existimos; un acto de amor. Como concluye Lamount: «La naturaleza puede sobrevivir sin los humanos, pero los humanos no pueden sobrevivir sin la naturaleza».
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