Opinión

¿Tiranizar el mérito? Michael Sandel contra los mercaderes del templo

«El mérito, catapultado por esa fuerza magnética e irresistible que son los íntimos anhelos humanos, siempre ha roto las costuras teóricas de unos y otros para acabar arbitrando la realidad e imponiendo así, de alguna forma, el ansia de libertad y de reconocimiento de estos pobres diablos que somos los hombres», escribe Pablo Blázquez, editor de Ethic.

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Valeria Cafagna
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28
mayo
2021

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Valeria Cafagna

En su último ensayo, el filósofo Michael Sandel carga el peso de la culpa de la agitación populista –desde el asalto a los cielos de Trump al Brexit y el auge de la extrema derecha en Europa– sobre una cultura de la meritocracia que, según el pensador norteamericano, no solo divide la sociedad en ganadores y perdedores, sino que los hace responsables últimos y fiduciarios de sus éxitos y sus fracasos sin tener suficientemente en cuenta factores que resultarían decisivos, tales como la desigualdad de oportunidades, las capacidades innatas, las dinámicas de los mercados o el propio azar. En una sociedad magnetizada por el entusiasmo del Yes, we can, el fracaso social y profesional, especialmente acusado en aquellos que no acceden a la universidad (esto es, la mayor parte de la población), se convierte en fuente de estigma y de rencor social. A la incertidumbre laboral y económica que sufren los perdedores de la globalización tecnológica, se le añade así una cuestión espinosa que tiene que ver con la dignidad. Sandel lo denomina el «estatus social herido», y sitúa esa cicatriz abierta en el centro de gravedad de la polarización y la radicalización política que en la última década hemos vivido a escala planetaria. Vista desde abajo –advierte Sandel– la arrogancia de la élite es mortificante. En un tablero de juego en el que las líneas que separan el mérito y justicia quedan desdibujadas, los perdedores de la globalización combinan el rencor hacia los ganadores con una amarga desconfianza hacia sí mismos. Quizá los ricos sean ricos porque se lo merecen más que los pobres. Quizá los perdedores sean, después de todo, cómplices de su propio infortunio.

Sobre esta tensión meritocrática encontramos reflexiones y no pocas advertencias a lo largo del siglo XX, también de voces prominentes del liberalismo, como John Rawls, que dedicó la mayor parte de su obra a reflexionar sobre el delicado equilibrio entre justicia y libertad, o el propio Hayek, que defendía la neutralidad de los mercados frente a la moral del mérito en la que se envuelven mitos como el sueño americano. El sociólogo británico Michael Young publicó en 1958 un libro titulado El triunfo de la meritocracia en el que advertía que «más que un ideal al que aspirar, la meritocracia era una fórmula de discordia social garantizada». Este es el debate en clave de posmodernidad secular, pero las raíces son profundas y, como ocurre tantas veces, conectan con la cosmovisión religiosa que durante siglos moldeó nuestro pensamiento: van del libre albedrío cristiano hasta los efectos de la reforma luterana que Max Weber analizó en su célebre obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo. La idea de que nuestro destino es el espejo donde se proyectan los méritos por los que hemos luchado está fuertemente arraigada en el pensamiento occidental –¿qué era, si no, la República ideal de Platón?–. Y lo cierto es que, pese a las resistencias teóricas, ese anhelo del éxito siempre ha acabado por imponerse. Es mucho más que un invento de Margaret Thatcher y Ronald Reagan para impulsar la –por otro lado, siempre deseable– movilidad social.

Tiene Sandel algo de cura laico, de profeta pelmazo siempre dispuesto a expulsar a los mercaderes del templo con sus latigazos de moralina cívica. Pero debemos reconocerle al menos dos cosas al autor de La tiranía de la meritocracia. La primera es que su discurso logra quebrar cierta ascensión dogmática en torno al concepto de éxito, lo que él denomina la arrogancia meritocrática. Los dogmas convenientemente colectivizados derivan irremediablemente en sabotaje e incluso quienes, quizá porque hemos tenido cierto éxito en nuestras pequeñas empresas, defendemos la importancia del mérito y el esfuerzo, apreciamos en el puritanamente destilado saber de Sandel un atisbo de verdad que contradice convenientemente algunos mitos contemporáneos en torno a esa mística del éxito programada en Silicon Valley. Sandel muestra cierta manía persecutoria por Obama, a quien considera la quintaesencia de esa tecnocracia progresista a la que en último término culpa de olvidarse del «bien común», y en las páginas de su libro se lanza a desacralizar el poderoso mito del «Yes, we can». Asume, bien es cierto, el papel de pepito grillo y de cenizo (es decir, cuando nos desconfinen de una santa vez uno quiere irse de nuevo a tomar copas de Lagavulin con Fernando Savater y nunca con Sandel), pero es justo decir que el profesor de Harvard deja algún poso de cruda realidad en el vaso de whisky que acompaña a nuestra subjetiva lectura: somos humanos, esto es, prácticamente unos simios y, a veces, simplemente no podemos (no, we can’t). Llegados a este punto, convendremos que siempre es deseable tratar de formular las preguntas adecuadas. ¿Qué ocurre con quienes no pueden? ¿Vamos a seguir mandando a los perdedores de la globalización al vertedero social? ¿Nuestra conclusión íntima y brutal es que toda esa white trash está ahí porque no han sabido aprovechar las oportunidades que se les ofrecieron? Miremos de frente toda esta infamia: lo cierto es no nos acordamos de esos basureros hasta que vimos, qué cosas tiene la democracia, que quienes han caído allí también votan y pueden, por tanto, ser decisivos para provocar terremotos de la magnitud del Brexit o ser muy útiles para ayudar a radicales anti-establisment como Marine Le Pen o Donald Trump a ganar elecciones o a llevar a cabo acciones de cierto riesgo democrático, como asaltar el Capitolio de Estados Unidos un 6 de enero por la mañana.

¿El último prejuicio?

Pero vayamos ahora al otro acierto del ensayo de Sandel. En una sociedad democrática que en el plano teórico se presupone igualitaria, el profesor de Harvard se pone de nuevo el herético traje de aguafiestas para advertir sobre la gigante brecha social y cultural que separa a los titulados universitarios de las personas con un bajo nivel de estudios. Es lo que llama credencialismo, en referencia a esos credenciales que se aportan, como salvoconducto hacia el éxito, tras el irrenunciable paso por la universidad. Aunque la pandemia nos ha demostrado que los trabajos más degradados y peor remunerados (transportistas, reponedores, cajeros, personal de limpieza…) juegan un papel decisivo en el funcionamiento de la sociedad y para lo que llamaríamos «el bien común» (por eso los denominamos servicios esenciales), el abismo social que separa a universitarios y clase trabajadora sigue agudizándose y el agradecimiento a quienes estuvieron en primera línea en los momentos más difíciles es ya tan solo una insignificante nota a pie de página. En una época en la que las actitudes racistas y machistas están por fin mal vistas, el desprecio hacia las personas sin estudios ha pasado a ocupar el primer puesto del ranking de los prejuicios y ya es más fuerte que hacia otros colectivos socialmente desfavorecidos. Así lo ha demostrado un equipo de psicólogos sociales que investigó la actitud de los europeos con alto nivel educativo ante grupos que suelen ser víctimas de discriminación. Entre colectivos como musulmanes, ciudadanos de origen turco residentes de Europa occidental, pobres, obesos o personas con discapacidad, fue hacia las personas con un nivel bajo de estudios hacia las que se mostraba un mayor rechazo. En Estados Unidos, un estudio similar que analizaba los prejuicios hacia afroamericanos, gente obesa, pobre o de clase obrera, también reflejó el mismo resultado: los peor parados, a quienes más desprecian las élites universitarias, es a quienes no tienen estudios. Hillary Clinton le puso título a esa música clasista (o credencialista) cuando se refirió a los partidarios de Trump –el candidato que más votos recibió de la gente con menos estudios– como «la cesta de los deplorables». En un momento de crispación y polarización como el actual, no hace falta tener la vocación pacificadora del Dalai Lama para concluir que es urgente revisar el reconocimiento social de estas personas y asegurarles unas condiciones laborales óptimas. Aunque personalmente creo que es una cuestión de ética y dignidad, quienes no lo consideren así convendrán al menos que profundizar en esta tendencia discriminatoria e injusta solo puede servir para desvertebrar la sociedad mientras continuamos activando peligrosas bombas de rencor social.

El libro de Sandel se detiene también en una investigación que refleja el trágico abandono en el que han caído los «deplorables». Durante todo el siglo XX, a medida que la medicina moderna iba poniendo coto a las enfermedades, la esperanza de vida experimentó un crecimiento constante, pero entre 2014 y 2017 se estancó y descendió. Por primera vez en un siglo, la esperanza de vida disminuyó durante tres años seguidos. ¿Qué estaba ocurriendo? Este descenso no se debió a que la ciencia médica hubiera dejado de hallar nuevos remedios y tratamientos para las enfermedades. Una investigación de los economistas Angus Deaton y Anne Case, de la Universidad de Princeton, destapó que la causa era una epidemia de fallecimientos debido a suicidios, sobredosis de drogas y enfermedades hepáticas por consumo de alcohol. Las llamaron «muertes por desesperación» porque, a juicio de estos investigadores, «en más de un sentido podía decirse que habían sido autoinfligidas». Entre los hombres y mujeres blancos de edades comprendidas entre los cuarenta y cinco y los cincuenta y cuatro años, las muertes por desesperación se triplicaron entre 1990 y 2014. En 2014, por primera vez, fueron más las personas de ese grupo de edad que fallecieron a causa de las drogas, el alcohol o los suicidios que por culpa de enfermedades cardiacas. Case y Deaton descubrieron que el incremento de «muertes por desesperación» se produjo casi en su totalidad entre las personas sin carrera universitaria. «Las que tienen un grado universitario de cuatro años apenas se han visto afectadas; son aquellas otras que no lo tiene las que corren un mayor riesgo». Para los autores de este estudio, algo más que la mera privación material estaba incidiendo en toda aquella desesperación que, en último término, «refleja la pérdida lenta y a largo plazo de un modo de vida sufrida por la clase trabajadora blanca con menos estudios».

Por la gracia de Dios

Quizá, junto con esa tentación tan beata de tiranizar y criminalizar el mérito y presentarlo como algo súbitamente antagónico al «bien común», subiendo convenientemente el volumen de las estrategias de marketing editorial para que el mensaje cale, el error último de Sandel –error, por otro lado, digno de todo buen moralista– es no hacerle suficiente caso a la propia naturaleza humana.

A lo largo de la historia comprobamos que el mérito –que obviamente está entremezclado con el azar– siempre ha acabado por imponerse en ese tablero de juego que llamamos realidad. Ya en el siglo V, Pelagio, un monje britano que algunos consideran un precursor del liberalismo, defendió la responsabilidad individual y el libre albedrío, que podríamos considerar el Yes, we can de la época y, qué duda cabe, una idea de lo más sugestiva: con tus buenas acciones te podías ganar el cielo y con las malas, la pifiabas y se abrían las fosas del inframundo y del infierno. Pero San Agustín de Hipona, el más formidable de los filósofos cristianos de la época, se opuso encendidamente a esa herejía pre-liberal porque contradecía la idea de un Dios omnipotente y socavaba el sentido metafísico y redentor del sacrificio de Cristo en la cruz.

La ambición sana, el derecho a arriesgarnos o la terrible osadía de triunfar no tienen por qué ser enemigos de un «bien común»

Sin embargo, con el tiempo, la resistencia doctrinal de San Agustín se dio de bruces con la praxis: los ritos no pueden sobrevivir si no vienen acompañados de cierta eficacia por quienes los practican. Con los años, llegó a desenfocarse tanto el asunto que los pudientes podían hasta comprarse el perdón de Dios; digamos que los mercaderes estaban en el templo y le habían puesto precio nada más y nada menos que a la salvación. Cuando estalla la reforma protestante, que defiende la predestinación frente a idea del mérito, uno de los ataques más fundados de Lutero contra el catolicismo va dirigido precisamente a esa compra y venta de indulgencias. Pero a los luteranos, qué casualidad, les ocurre lo mismo que a los católicos con la cuestión del mérito, solo que con mucha más intensidad. Como si las costuras de la predestinación hubiesen provocado un efecto bumerán, la cultura del esfuerzo desbordaría en la práctica las teorías protestantes y, como sabemos, será precisamente en esos países donde la ética del trabajo emergerá de forma arrolladora. Es decir, a pesar de que la reforma luterana nace para defender que la salvación depende de la gracia de Dios y no del merecimiento humano, el hombre, en cuanto puede, vuelve a aspirar intervenir en la realidad a través sus actos. ¿Qué es, si no, la libertad? En las sociedades seculares, como hemos visto, la idea del mérito también ha encontrado una legión de opositores de distintas sensibilidades: desde pensadores de izquierdas como el sociólogo Michael Young, el profesor Daniel Markovits o el economista Thomas Piketty hasta prominentes liberales como Rawls o Hayek. Pero el mérito, catapultado por esa fuerza magnética e irresistible que son los íntimos anhelos humanos, siempre ha roto las costuras teóricas de unos y otros para acabar arbitrando la realidad e imponiendo así, de alguna forma, el ansia de libertad y de reconocimiento de estos pobres diablos que somos los hombres.

Del mismo modo que sacralizar el mérito y convertirlo en un dogma de fe librecambista equivale a introducir el ideal de la virtud en el pasaje de los espejos deformantes, dando lugar a iconos populares de la catadura moral de Jesús Gil o Donald Trump, tiranizarlo y ubicarlo en el lado oscuro de la historia o de nuestras bajas pasiones puede ser útil como un ejercicio de masoquismo occidental o para imprimir discursos rimbombantes en las hojas parroquiales de lo que Javier Marías llama la «Internacional Bienqueda». Sin embargo, mientras, es muy posible que esa aspiración profundamente humana e infinitamente diversa, la del éxito, siga su curso imperturbable como siempre lo ha hecho, actuando, junto a otras fuerzas y anhelos, como árbitro y moldeador de la realidad. El narrador Kurt Vonnegut recreó en uno de sus cuentos, titulado Harrison Bergeron, una especie de tiranía totalitaria de la mediocridad, en la que las personas dotadas con una inteligencia, una belleza y una fuerza superiores estaban obligadas a llevar puestos estorbos y disfraces para compensar sus ventajas naturales respecto a los demás. Al fin y al cabo, tanto Sandel, como tú y como yo seguiremos yendo al mejor dentista que nos podamos costear, compraremos la hogaza de pan a quien mejor la hornee, nos cortaremos la greña en el peluquero más diestro y construiremos el hogar para nuestros hijos de la mano del mejor arquitecto y con los mejores materiales que podamos pagar. Todo eso puede perfectamente tener lugar sin que olvidemos a esos perdedores a quienes el progreso ha mandado al vertedero social, y sin dejar de considerar lo que, por otro lado, uno tenía por evidente: que los factores socioeconómicos, biográficos, biológicos y relacionados con el azar no se pueden desgajar de nuestro destino. En cualquier caso, os invito a hacer una prueba: ¿cómo le ha ido en la vida a las personas que conocéis que realmente se han esforzado para conseguir algo? No nos hagamos trampas al solitario: el destino suele premiar a quien se esfuerza y, como decía Picasso, siempre es bueno que la inspiración te pille trabajando. Así, la ambición sana y el espíritu creativo, la libertad que sabe que no es tal sin el respeto a los demás, el derecho a arriesgarnos y a fracasar, y por supuesto, la terrible osadía de triunfar no tienen por qué ser enemigos de un «bien común», cuya noción, por cierto, tampoco es monopolio de ningún predicador. A los libros, a veces, hay que ponerles títulos efectistas para encender el debate y para que se muevan y vendan con éxito en el mercado editorial, pero intelectual y espiritualmente es más constructivo matizar que recurrir a falsos antagonismos, como el del mérito frente al «bien común». Así, el filósofo Antonio Escohotado nos vuela la cabeza cuando dice que la competencia no es otra cosa que «la formula más sagrada de colaboración». La naturaleza humana está construida de luces y sombras: nos caemos y nos levantamos, a veces bebemos buen vino y a veces comemos arena y barro; de esa pasta estamos hechos y así transcurren nuestros días, entre penas y glorias, aunque los moralistas, que antes portaban el cirio y hoy gastan despacho en universidades de élite, tengan la eterna manía de no aceptar cómo somos. Los dogmas siempre nos dejan a oscuras, pero esto es un principio general, no solo aplicable al mérito: como sabemos, mucho más peligroso ha resultado a lo largo de la historia dogmatizar un principio tan loable como el de la igualdad. Quizá el problema último de tipos como Sandel es que, presas de su colectivismo, simplemente no asumen que la ciudadanía es mayor de edad y que tenemos, por tanto, cierta tendencia natural a equivocarnos.

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