Opinión

La arquitectura de una cereza

¿Quién puede imaginar acabar una dura jornada en el campo y ponerse a buscar un lugar donde dormir –en la calle–, para volver a trabajar al día siguiente en medio de la pandemia y lejos de tu casa? No podremos salir de la pandemia sin garantizar los mínimos derechos laborales de los trabajadores que nos alimentan.

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10
junio
2020
Foto: J. J. Martín Espartosa

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Este artículo comienza hace algo más de una semana, una mañana de domingo, con un móvil en la mano. Desperté con el actor Paco León, que mantenía un encuentro digital con Serigne Mamadou, un senegalés, afincado en Sevilla y temporero en Lleida, y que se corta por la imposibilidad emocional de continuar la conversación. Su charla me hizo pensar en la arquitectura de una cereza.

La cereza es una fruta dulce. Un alimento que, en tiempos de pandemia, se hace más difícil de cultivar, recoger y distribuir. Uno de los primeros problemas que se detectó al inicio del confinamiento, con el cierre de fronteras, fue el de quién recogería las frutas, verduras y hortalizas que comeríamos durante el encierro: junto con la cereza, la pera, la manzana y el melocotón también se recogen al final de la primavera en los campos de cultivo de Lleida durante cuatro meses. Un trabajo que hay que realizar en el exterior, de gran precariedad ya de por sí, de enorme esfuerzo físico y realizado normalmente por cuerpos migrantes, que esta vez debían encontrarse ya dentro de España debido al cierre de fronteras.

¿Qué arquitectura hay detrás de una cereza?, me pregunto, después de conocer la situación de desmparo en la que se encuentran los temporeros migrantes en las plantaciones de nuestro país. No hablaré de las condiciones de precariedad laboral para todos estos cuerpos productivos –que podéis escuchar en el video–, pero sí de las condiciones de habitabilidad y de cuidado que existen detrás de esa cereza.

«La arquitectura del cuidado necesita un entorno que conecte la economía, la ecología y el trabajo»

Los cuidados, como explicaba Amaia Pérez Orozco en el Congreso de los Diputados, no son solamente las actividades que realizamos sobre la dependencia de niños o mayores. También hablamos de cultivar y recoger alimentos que puedas comer, o de hacer mascarillas en casa cuando las fábricas no dan a basto. Es decir, «hablamos de una cantidad y una variedad ingente de trabajos que desbordan la atención a la dependencia y la infancia y que son todas aquellas cosas imprescindibles para que la vida funcione en el día a día. Un proceso de reconstrucción cotidiana que se realiza para el bienestar posible tanto físico como emocional de las personas». La no alimentación de un proceso mínimo de cuidados vulnerabiliza y puede dejar sin vida los cuerpos. La falta de un techo donde dormir y un lugar donde asearse precariza los cuerpos productivos, los que recogen la cereza y las demás frutas.

La arquitectura es esencialmente la prestación de cuidados. La arquitectura como cuidado significa albergar y proteger la vida. El mantenimiento de la vida se basa en dos hechos: el sostenimiento de sí y el cobijo que nos lo permite. Pero, ¿qué arquitectura afectiva podemos construir, si en nuestro propio territorio permitimos que sucedan situaciones como la de Serigne Mamadou y de otros compatriotas? Cuerpos productivos precarios que van a la deriva en condiciones de trabajo intensísimas cuando se les niega una cama, un techo y un espacio de higiene mientras trabajan más de 10 horas al día recogiendo fruta. Un país no puede reconstruirse si no cuida sus cuerpos tanto productivos como no productivos. ¿Sobre qué cimientos queremos reconstruirnos en este momento de pandemia?

La arquitectura es indispensable para la vida. Siguiendo a la investigadora en los cuidados y el urbanismo Elke Krasny «el concepto de vida se extiende mucho más allá de las tareas domésticas y el hogar. Sin embargo, es crucial llamar la atención sobre su verbo –vivir– que implica dos aspectos críticos: ocupar un lugar y mantenerse. Hacer ambas cosas es estar vivo. Esta interconexión de la arquitectura y la vida humana a nivel ontológico, político y económico lleva a la cuestión del cuidado». ¿Cómo somos capaces de imaginar una desconexión tan grande entre vivir y trabajar, entre alimentarse y cuidar? ¿De verdad instituciones, empresarios, confederaciones y vecinos no han sido capaces de imaginar soluciones para albergar en condiciones dignas a los trabajadores del campo? ¿Quién puede imaginar acabar una dura jornada en el campo y ponerse a buscar un lugar donde dormir –en la calle–, para volver a trabajar al día siguiente en medio de la pandemia y lejos de tu casa? ¿Quién puede imaginar que las personas que nos cuidan recogiendo el alimento son las que se encuentran en esta situación de desamparo colectivo? No busco responsables en este texto, sino soluciones que parece que llevan más de treinta años olvidadas en el territorio de los temporeros.

En el anterior artículo, La imposibilidad del exterior, hablamos sobre lo que somos capaces de hacer estando confinados en el privilegio de poder habitar en nuestras casas. No lo olvidemos: privilegiado hoy es quien puede estar en confinamiento. El exterior es, en realidad, un lugar para los que cuidan, que suelen ser mujeres y migrantes. Pero los temporeros, los nómadas contemporáneos, necesitan una arquitectura del cuidado para poder sostenernos. ¿Por qué tienen que sufrir la imposibilidad de un interior? La arquitectura del cuidado necesita un entorno que conecte la economía, la ecología y el trabajo. No busquemos sabor a una cereza si no somos conscientes de que se haya construido una arquitectura mínima del cuidado de la vida. No podremos salir de la pandemia sin garantizar los mínimos derechos de los trabajadores que nos alimentan, desde su fuerza laboral humana. ¿Quién quiere cerezas sin una arquitectura del cuidado de la vida?


Mauro Gil-Fournier es Doctor Arquitecto y fundador de Arquitecturas Afectivas

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