Un cuenco tibetano
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COLABORA2020
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Sin pasar de la puerta,
se conoce cuanto hay bajo el cielo.
Sin asomarse a la ventana,
se ve el curso del cielo.
Lao zi
Abrir por un instante la puerta de la casa:
el cuenco tibetano me ha llegado.
A cambio de su sueldo de miseria
un Hermes de uniforme me lo ha puesto
dentro del ascensor y le ha dado al tercero,
y ha salido corriendo con sus zapas aladas
como quien abandona
a su recién nacido ante un orfanatorio.
Los padres de Violet parece que lo llevan
bastante bien, al menos que yo sepa.
Paredes de papel de arroz almidonado.
En el último mes
los oí pelear tan solo un par de veces.
El amor es apego.
Hay pájaros monógamos
y pájaros infieles.
Me asomo a la terraza y sigo el vuelo,
la danza en libertad de cuatro golondrinas
que anidan en mi alero.
Amasan año a año nuevo barro,
reparan sus paredes con pegotes
de distintos colores.
Su nido es el tazón en que se inspira
el arte del kintsugi.
Son aves que copulan fuera del matrimonio,
así que no discuten demasiado
en la cúpula inversa de su casa.
Leyendo a Lao zi,
comprendo la unidad de mi cuenco y mi nido:
el barro se trabaja para hacer la vasija
y en su nada
está la utilidad de la vasija;
para hacer aposentos
se horadan las ventanas y las puertas
y en su nada
está la utilidad del aposento.
De modo que se alean los metales,
se baten a martillo
y en el hueco del cuenco
está su utilidad.
Me saco los anillos,
me siento en el cojín de miraguano
—tan negro y tan redondo como un útero último—,
entierro los isquiones y planto las rodillas,
y giro la baqueta de madera,
que imita el palisandro
—al ser made in Nepal es más barato—.
Doy vueltas con mi mano sobre el borde
cilíndrico del cuenco
haciéndolo sonar.
Quietud y movimiento: no se sabe
dónde acaba el sonido,
dónde empieza el silencio.
Igual al darle vueltas al poema.
Su inmensa vibración me trae la voz del viento
cuando sopla en el valle,
la música del cielo al ayuntarse
en coito prolongado con la tierra.
La flauta sakuhachi.
Un bosque de bambúes.
Las seis suites para cello.
Y luego de sonarlo,
también como mi arroz y mis pistachos
en su seno de hierro,
y lo uso de almirez
cuando alguno no abre.
Hay shadus en la India que utilizan
un cráneo de escudilla
—homenaje a la vánitas barroca—.
Su diámetro es
sucesión infinita,
pero dentro del círculo está la vacuidad,
donde no hay diferencias.
Mientras tanto, las libres golondrinas
con los súbitos giros de su vuelo
dibujan en el aire sus cintas de Moebius
sin haces interiores y exteriores,
sin cara y cruz, ni anverso ni reverso,
y no tiene sentido hablar de dentro y fuera.
Sentarse y olvidarse
de los años que pasan,
sentarse y regresar al lugar que no existe.
Álvaro Galán Castro (Málaga, 1979) ha publicado los libros de poemas El lucero del ala (Premio de Poesía MálagaCrea 2001), El cuerpo eléctrico [La canción de amor de Paolo Cinelli] (2010), Ordo amoris (2013), Los frutos de la herida (XXIV Premio Salvador Rueda, 2016), Ficciones familiares (XXVI Premio Ricardo Molina, 2018) y Del pájaro que canta en los días aciagos (XXV Premio Rafael de Cózar, 2019).
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