Steven Pinker: «El progreso sin humanismo no es progreso»
El escritor Steven Pinker publica su nuevo libro, ‘En defensa de la Ilustración’.
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COLABORA2018
«Más que nunca, los ideales de la ciencia, la razón, el humanismo y el progreso necesitan una defensa incondicional». Bajo esa premisa se publica ‘En defensa de la Ilustración (Paidós)‘, el último libro del escritor Steven Pinker, del que Bill Gates ha dicho que es el mejor que ha leído nunca. En él, el psicólogo y lingüista de Harvard analiza el papel jugado por los pensadores ilustrados en el progreso que nos ha llevado a la sociedad actual. En este fragmento, el autor –uno de los más influyentes del momento– expone alguna de sus razones para afirmarlo.
¿Qué es la Ilustración? En un ensayo de 1784 con esa pregunta como título, Immanuel Kant respondía que consiste en «la salida de la humanidad de su autoculpable inmadurez», su «perezosa y cobarde» sumisión a los «dogmas y fórmulas» de las autoridades religiosas o políticas. El lema de la Ilustración, proclamaba Kant, es: «¡Atrévete a saber!», y su demanda fundamental es la libertad de pensamiento y de expresión. «Una época no puede establecer un pacto que evite que las épocas subsiguientes amplíen sus ideas, acrecienten sus conocimientos y purguen sus errores. Eso supondría un crimen contra la naturaleza humana, cuyo auténtico destino reside precisamente en semejante progreso.»
El optimismo (en el sentido que yo he defendido) es la teoría de que todos los fracasos —todos los males—, se deben a un conocimiento insuficiente (…). Los problemas son inevitables, porque nuestro conocimiento siempre estará infinitamente alejado de la completitud. Ciertos problemas son arduos, pero es un error confundir los problemas arduos con problemas de improbable resolución. Los problemas son solubles y cada mal particular es un problema que puede ser resuelto. Una civilización optimista está abierta a la innovación y no la teme, y se basa en las tradiciones de la crítica. Sus instituciones siguen mejorando, y el conocimiento más importante que encarnan es el conocimiento de cómo detectar y eliminar los errores.
«Una civilización optimista está abierta a la innovación y no la teme, y se basa en las tradiciones de la crítica»
No existe una respuesta oficial a la pregunta de qué es la Ilustración, porque la era designada por el ensayo de Kant nunca fue demarcada mediante ceremonias inaugurales ni de clausura como las Olimpiadas, ni se estipularon sus principios en un juramento ni en un credo. La Ilustración suele ubicarse convencionalmente en los dos últimos tercios del siglo XVIII, aunque dimanó de la revolución científica y la Era de la Razón del siglo XVII y se desarrolló hasta llegar al apogeo del liberalismo clásico de la primera mitad del siglo XIX. Provocados por los desafíos a la sabiduría convencional de la ciencia y la exploración, conscientes del derramamiento de sangre de las recientes guerras de religión e instigados por la fácil circulación de ideas y de personas, la era fue una cornucopia de ideas, algunas de ellas contradictorias, pero conectadas por cuatro temas: la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso.
El más importante de ellos es la razón. La razón es innegociable. Para los pensadores ilustrados, la huida de la ignorancia y la superstición mostraban cuán equivocada podía estar nuestra sabiduría convencional, y hasta qué punto los métodos de la ciencia (el escepticismo, el falibilismo, el debate abierto y la comprobación empírica) constituyen un paradigma de cómo lograr el conocimiento fiable.
«Estamos dotados del sentimiento de compasión que nos permite empatizar con el resto, más allá del círculo de nuestra familia o de nuestra tribu»
Ese conocimiento incluye una cierta comprensión de nosotros mismos. La necesidad de una ciencia del hombre era un tema que unía a pensadores ilustrados que discrepaban acerca de otros muchos asuntos. La creencia de que existía algo parecido a una naturaleza humana universal, que podía estudiarse científicamente, los convirtió en precoces cultivadores de las ciencias que se bautizarían solo unos siglos después. Pusieron los cimientos de lo que hoy llamamos humanismo, que privilegia el bienestar de hombres, mujeres y niños individuales por encima de la gloria de la tribu, la raza, la nación o la religión. Son los individuos, no los grupos, los que son «sintientes»: los que sienten placer y dolor, satisfacción y angustia. Ya se formulase como el objetivo de proporcionar la máxima felicidad para el mayor número de personas, ya como un imperativo categórico de tratar a las personas como fines en lugar de como medios, era la capacidad universal de una persona de sufrir y de prosperar —decían— la que apelaba a nuestra preocupación moral.
Afortunadamente, la naturaleza humana nos prepara para responder a esa llamada. Ello se debe a que estamos dotados del sentimiento de compasión (sympathy), que también llamaban benevolencia, piedad y conmiseración. Dado que estamos equipados con la capacidad de compadecernos de otros y empatizar con ellos, nada puede impedir que el círculo de la compasión se expanda desde la familia y la tribu para abrazar a toda la especie humana, especialmente a medida que la razón nos incita a percatarnos de que no hay nada exclusivamente meritorio en nosotros mismos ni en los grupos a los que pertenecemos.
Si la abolición de la esclavitud y el castigo cruel no es progreso, entonces nada lo es. Con nuestra comprensión del mundo promovida por la ciencia y nuestro círculo de compasión expandido mediante la razón y el cosmopolitismo, la humanidad puede progresar en términos intelectuales y morales. No necesita resignarse a las miserias e irracionalidades del presente, ni tratar de retrasar el reloj hasta una edad dorada perdida.
La creencia ilustrada en el progreso no debería confundirse con la creencia romántica decimonónica en las fuerzas místicas, las leyes, la dialéctica, las luchas, los despliegues, los destinos, las eras del hombre y las fuerzas evolutivas que propulsan incesantemente a la humanidad hacia la utopía. Si hacemos un seguimiento de nuestras leyes y costumbres, pensamos en formas de mejorarlas, las probamos y mantenemos aquellas que mejoran las condiciones de la gente, podemos convertir progresivamente el mundo en un lugar mejor. La propia ciencia avanza lentamente a través de este ciclo de teoría y experimentación, y su avance incesante, superpuesto a los reveses y retrocesos puntuales, demuestra que es posible el progreso.
El ideal del progreso tampoco debería confundirse con el movimiento del siglo XX para rediseñar la sociedad al antojo de los tecnócratas y los planificadores, que el politólogo James Scott denomina alto modernismo autoritario. El movimiento negaba la existencia de la naturaleza humana, con sus desordenadas necesidades de belleza, naturaleza, tradición e intimidad social. Partiendo de un «mantel limpio», los modernistas diseñaban proyectos de renovación urbana que reemplazaban barrios dinámicos por autopistas, rascacielos, plazas azotadas por el viento y arquitectura brutalista. Aunque estos desarrollos estuviesen ligados en ocasiones a la palabra progreso, el uso era irónico: el «progreso» no guiado por el humanismo no es progreso. En lugar de intentar modelar la naturaleza humana, la esperanza ilustrada en el progreso se concentraba en las instituciones humanas. Los sistemas creados por los humanos como los gobiernos, las leyes, los mercados y los organismos internacionales son un blanco natural para la aplicación de la razón a la mejora del hombre.
«Si uno ensalza la razón, entonces lo que importa es la integridad de los pensamientos, no las personalidades de los pensadores»
De acuerdo con esta manera de pensar, el gobierno no es un mandato divino para reinar, un sinónimo de «sociedad» ni una encarnación del alma nacional, religiosa o racial. Es una invención humana, tácitamente convenida mediante un contrato social, destinada a fomentar el bienestar de los ciudadanos coordinando sus comportamientos y disuadiendo de los actos egoístas que pueden resultar tentadores para todos los individuos, pero que dejan a todos en peores condiciones.
Los pensadores ilustrados eran hombres y mujeres de su época, el siglo XVIII. Algunos eran racistas, sexistas, antisemitas, dueños de esclavos o duelistas. Algunos de los asuntos que les preocupaban nos resultan prácticamente incomprensibles, y planteaban infinidad de ideas absurdas junto con otras brillantes. Más concretamente, nacieron demasiado pronto para apreciar algunas de las piedras angulares de nuestra comprensión actual de la realidad.
Ellos habrían sido los primeros en reconocerlo. Si uno ensalza la razón, entonces lo que importa es la integridad de los pensamientos, no las personalidades de los pensadores. Y si uno se compromete con el progreso, no puede presumir de haberlo explicado todo. No supone ningún menoscabo de los pensadores ilustrados identificar ciertas ideas cruciales acerca de la condición humana y la naturaleza del progreso que nosotros conocemos y ellos ignoraban. Sugiero que estas ideas son la entropía, la evolución y la información.
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