Internacional
Corea del Norte: así se decora una dictadura
Corea del Norte se mece en los brazos de un régimen tiránico que ha construido una cárcel sin barrotes en la que viven 28 millones de personas. Sellamos el visado hacia el país más hermético del mundo.
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Una veintena de muchachas en minifalda, con guitarras eléctricas, violines clásicos y un piano rojo, se presentan ante un anfiteatro atiborrado por miles de personas. El público –filas y filas de militares con gorras de plato, altos funcionarios, trabajadores agraciados por sus empresas estatales con una entrada– prorrumpe en aplausos. A ritmo de pop, las jóvenes, el grupo favorito de Kim Jong-un, las Moranbong, entonan algunos de los grandes éxitos norcoreanos recientes: «El Partido es mi madre», «Larga vida al Mariscal», o «Pensamos en el Mariscal día y noche». En el escenario, las imágenes del lanzamiento de un misil ponen a los espectadores en pie.
Esto es Pyongyang. La capital de Corea del Norte, donde viven las élites y donde ha sido más evidente una mejora del nivel de vida desde los tiempos de la hambruna de los años 90. Por las anchas avenidas antes desiertas, ahora circulan incluso taxis de fabricación china y que aceptan el pago en moneda local, para los clientes nacionales, o en dólares para los extranjeros. Los residentes han visto multiplicada su oferta de ocio: desde un parque de atracciones a un zoo, pasando por un parque acuático o un moderno centro de divulgación científica. En los últimos cuatro años, los móviles se han convertido en algo común, se ha diversificado la vestimenta y la nueva clase más pudiente tiene una oferta más variada de restaurantes y de productos en las tiendas. Los jóvenes aprenden a descubrir platos exóticos, como la pizza, o brebajes occidentalizantes, como un buen capuchino.
Pero el Estado, el régimen, siempre está ahí. Sutil a veces, visible solo en las insignias omnipresentes que todo norcoreano lleva en la solapa con la imagen del fundador de la nación, Kim Il Sung, o su hijo Kim Jong-il. Otras, con grandes estatuas. Otras, transformado en un acto lúdico, como este concierto de las Moranbong.
Un Estado que se identifica con la familia Kim. Y, desde 2011 en concreto, con Kim Jong-un, el joven líder que representa la tercera generación de la dinastía al mando. Un líder que ha querido presentar una imagen más popular y moderna que la misteriosa de su padre. Para ello, se ha esforzado en asociar su imagen, incluso físicamente, a la de su abuelo y fundador de la República Democrática Popular de Corea.
Para el Estado, y los Kim, lo militar ha sido tradicionalmente lo prioritario. Solo hace poco más de un año que el Partido de los Trabajadores, la espina dorsal del régimen, adoptó oficialmente el byungjin, la doctrina que equipara en importancia el desarrollo económico y el de Defensa para cumplir la Juche, la ideología de autosuficiencia que creó Kim Il-sung.
En 2016, la economía creció un 3,9% interanual, el mayor salto desde 1999
En la práctica, la prioridad absoluta sigue siendo el programa de armamento. Kim Jong-un ha visto qué les pasó a los mandatarios de otros países que renunciaron o no avanzaron lo suficiente en su programa nuclear, como Muamar el Gadafi en Libia o Sadam Huseín en Irak. Y no está dispuesto a permitir que se repita en su caso. Sus misiles y sus bombas atómicas, considera, son el seguro de vida de su régimen. Según el Departamento de Estado de Estados Unidos, aproximadamente una cuarta parte del PIB norcoreano se invierte en armamento.
La Agencia de Defensa estadounidense calcula que Corea del Norte puede contar hasta con 60 bombas atómicas. El Pentágono ha confirmado que el país ha logrado desarrollar ya misiles de alcance intercontinental y David Wright, codirector del Programa de Seguridad Global de la Unión de Científicos Preocupados, ha calculado que estos cohetes pueden tener un alcance de 11.400 kilómetros, suficiente para alcanzar territorio de EE. UU. «Podría fácilmente alcanzar la costa oeste y varias grandes ciudades estadounidenses», ha escrito. Precisamente, el objetivo del programa es contar con misiles que puedan arrojar bombas nucleares contra el país que considera su enemigo existencial desde la guerra (1950-1953), que se cerró con un armisticio y que nunca ha acabado formalmente.
Han progresado a un ritmo mucho más veloz de lo esperado. «Su capacidad militar está avanzando muy rápidamente», cuenta Tong Zhao, del Centro Tsinghua-Carnegie en Pekín. Pyongyang ya ha llevado a cabo decenas de pruebas de misiles y seis pruebas nucleares. Cada una de ellas ha ido elevando su potencia. La última, este septiembre, era de 35 kilotones, más del doble de la bomba atómica que arrasó Hiroshima en 1945, según los datos del think tank Nuclear Threat Initiative. Eso le valió una nueva ronda de sanciones internacionales, la octava, para convertirlo, aún más, en uno de los países más castigados del mundo. Tiene restringidas desde las exportaciones de textiles y carbón hasta la importación de productos de lujo, pasando por su exclusión del sistema financiero internacional.
El rápido desarrollo del programa ha hecho aumentar las tensiones con los Estados Unidos del impredecible Donald Trump, hasta llegar a niveles que no se alcanzaban en décadas. Si, en agosto, Pyongyang amenazaba con dirigir un misil hacia la isla de Guam, al mes siguiente, en la Asamblea General de la ONU, el presidente de EE. UU. se mofaba de Kim como el «hombre cohete» y le amenazaba con la «destrucción total» de Corea del Norte. El líder supremo norcoreano le replicaba: «domaré con fuego al viejo chocho».
Pese a la fuerte inversión en armamento, la economía ha venido creciendo. Lejos quedan ya los tiempos de hambruna que diezmaron la población a mediados de los años noventa. Según el Banco de Corea en Seúl, el año pasado el alza fue del 3,9% interanual, el mayor salto desde 1999. La del país ya no es la vieja economía socialista: en 2011, se implantaron una serie de reformas que la han estimulado, incluida la habilitación a los gerentes de las empresas para que puedan fijar sueldos o contratar y despedir de acuerdo con las necesidades de la compañía.
Aunque, fuera de Pyongyang, es más difícil percibir ese cambio. No es posible para un extranjero viajar por cuenta propia, y las salidas fuera de la capital son limitadas. En el campo, la situación es mucho más dura. Según la ONU, cerca de 18 millones de personas, en un país de 28 millones, se encuentran en situación precaria.
En las zonas rurales, la situación es más dura: 18 millones de personas, en un país de 28 millones, viven en situación precaria
Hay áreas a las que los extranjeros no pueden acceder en ningún caso. Allí se encuentran los campos de trabajo, donde van a parar los sospechosos de desafección al régimen. En 2014, una comisión de investigación de la ONU determinaba que los abusos de los derechos humanos en Corea del Norte «carecen de paralelo en el mundo contemporáneo».
«Estos crímenes contra la humanidad incluyen el exterminio, el asesinato, la esclavitud, la tortura, la prisión, las violaciones, los abortos forzosos y otras violencias sexuales, la persecución por motivos religiosos, políticos, raciales o de género, el traslado forzoso de la población, las desapariciones forzosas y el acto inhumano de privación de alimentos durante un tiempo prolongado a sabiendas», señala el documento.
El régimen norcoreano también se ha vuelto contra sus propios miembros. Este febrero saltó a las primeras páginas la muerte en el aeropuerto de Kuala Lumpur del hermanastro de Kim Jong-un, Kim Jong-nam, por envenenamiento con un agente químico. Hasta entonces, el caso más célebre del mandato del líder supremo había sido la ejecución de su tío, Jang Song-thaek, considerado el «número dos» del sistema.
Los sospechosos de desafección al régimen van a parar a los campos de trabajo
Esa es la cara B del régimen norcoreano. La que no se enseña a los turistas que, aún en escaso número, pero de modo creciente en los últimos cinco años, acuden fascinados por un régimen diferente al resto del mundo. La que no se canta en un concierto de las Moranbong.
Sobre el escenario del polideportivo Ryungyong, el concierto del grupo está a punto de terminar. Pero falta la apoteosis final. Mientras las jóvenes cantan, una lluvia de purpurina dorada flota sobre el escenario. Todos –militares con charreteras, funcionarios emperifollados, trabajadores con sus mejores galas– se lanzan a ponerse en pie, entre aplausos. Kim Jong-un ha aparecido sobre el escenario. No importa que solo sea en una imagen proyectada sobre la pantalla gigante. El líder supremo está presente. Y se ha disparado el éxtasis.
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