Transparencia
El millonario y oscuro precio de la corrupción
A España, las prácticas fraudulentas le cuestan 90.000 millones de euros al año. Al mundo, el 5% de su riqueza. Y a la sociedad, una mayor inequidad y el desperdicio de los recursos públicos.
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En los bordes más oscuros de la vida habita la corrupción. En ese espacio a contraluz donde las sombras se esfuerzan en esconderse entre la claridad del día. Un territorio en el que conviven millonarios fraudes y engaños cotidianos: «¿Con IVA o sin IVA?» En estos terrenos cenagosos, el dinero se escabulle por las cloacas de la delincuencia. Y todos pagamos un alto precio. La corrupción le cuesta al mundo el 5% de su riqueza. Unos 2,4 billones de euros. Una cantidad cercana a lo inimaginable para cualquier persona. Pues bien, 0,9 billones corresponden al pago de sobornos o comisiones. Tan difícil resulta poner el cascabel a este huidizo gato que esas cifras proceden del trabajo conjunto de cuatro entidades: la Cámara Internacional de Comercio, Transparencia Internacional, el Foro Económico Mundial y la organización Clean Business is Good Business (Naciones Unidas).
Pero, desde lo más grande a lo más pequeño, esas nubes negras liberan su emponzoñada carga sobre todos nosotros. Incluso aquí, en el Viejo Continente. En marzo pasado, el Parlamento Europeo reveló que la corrupción cuesta a los ciudadanos europeos 990.000 millones de euros al año. Una cifra que duele como una herida abierta en tiempos en los que la austeridad y los recortes se han convertido en el urbi et orbe de todas las soluciones económicas. Un dato, por cierto, muy superior a los 120.000 millones que la consultora especializada en temas de política pública Rand había calculado en un informe de 2014 encargado por la Comisión Europea. Ese número ya asustó a Europa, pues suponía el 1% de su PIB. Las estimaciones (a pesar de reflejar solo los costes directos de la corrupción) se han quedado cortas. Da igual. El dolor se prolonga más allá. Porque «hay dos hechos que parecen irrefutables: los costes son muy altos y la mayor parte de las proyecciones se refieren solo a los directos, de modo que subestiman el coste total», reflexiona Gonzalo Delacámara, profesor de la escuela de negocios EOI.
De cualquier manera son cifras, las que sean, intolerables. Ahí fuera y, también, en casa. Algunas estimaciones, por ejemplo las de Friedrich Schneider, profesor de Economía de la Universidad Johannes Kepler en Linz (Austria), nos cuentan con preocupación que la corrupción resta 10.500 millones de euros al año a la prosperidad de España. Pero, una vez más, ese solo sería el impacto directo; el indirecto (reducción de la inversión extranjera directa, casos no detectados aún por la Justicia o probados…) llegaría a casi 90.000 millones. Digamos, con preocupación, como reconoce en el periódico ABC Rafael Doménech, economista jefe de Economías Desarrolladas de BBVA, que «sin los casos de corrupción que se dieron el año pasado en España, la economía habría crecido un 3,7% en vez del 3,2%».
Las consecuencias de perder esos cinco puntos de prosperidad son tan profundas que mirarlas de frente resulta tan cegador como la inequidad que reflejan. «El principal impacto se produce en la erosión de la inversión directa extranjera», apunta Emilio Ontiveros, director de Analistas Financieros Internacionales (AFI). El país se convierte en un no-lugar económico. Una tierra en la que resulta muy difícil confiar. La consultora EY iluminó en un trabajo reciente esa desconfianza. Halló que la mitad de los directivos españoles creen que los sobornos y la corrupción son habituales al hacer negocios en España. En Europa Occidental, este porcentaje no supera el 20%. Sin embargo, la desconfianza es, tristemente, una consecuencia añadida. La lista es tan extensa que arraiga en la miseria del comportamiento humano.
El Foro Económico Mundial estima que la corrupción incrementa un 10% el coste de hacer negocios. Pero hay más. «Conduce al desperdicio de los recursos públicos, excluye a los hogares más pobres de los servicios comunes, aumenta el riesgo de pobreza y perpetua la desigualdad», describe Delacámara. Desde luego, resulta imposible que nada bueno arraigue en estas tierras yermas. Porque también corroe la confianza pública, daña el imperio de la ley y deslegitima el papel del Estado. «A fin de cuentas –observa con ironía el economista José Carlos Díez–, cuando eres corrupto no eliges ni a los mejores ni a los más eficientes». Cuando eres corrupto simplemente conviertes el egoísmo en un monopolio y ese lodo cenagoso se adhiere a la práctica empresarial. Casi un tercio (28%) de los directivos de nuestro país –según el trabajo de EY– estaría dispuesto a hacer pagos en metálico si con ello se asegura la continuidad de la empresa. Sobre esa fragilidad percute el fraude con la insistencia de un cobrador que no llega a fin de mes. Ya que es consciente de que, si fractura la confianza, entonces el engaño tendrá gran parte del trabajo hecho. «Donde existe corrupción se debilita la seguridad, y la desconfianza en las instituciones aumenta los costes de transacción de las operaciones», detalla Francisco Longo, profesor de Esade Business School. Y añade: «Todo esto lleva a mercados menos eficientes, a primas de riesgo más altas y al deterioro del capital institucional y social de los países».
Sin duda, esa sensación de empeoramiento y de sálvese quien pueda conduce a lo moral. O, más precisamente, a su falta. En juzgar esos predios, el prestigioso jurista Antonio Garrigues Walker es una voz poderosa y con un fuerte eco. Y, a veces, también optimista. «Lo que me parece decisivo y admirable ha sido la conjunción entre Justicia y medios de comunicación que han logrado generar, y transmitir, esa idea antigua de que el crimen no paga, la corrupción no paga», insiste. «Al final, la percepción que cala es: no se meta usted en esto porque tarde o temprano le cogen».
Eso deberían haber pensado los asesores del futbolista del Barcelona Leo Messi y, sobre todo, su padre y representante, Jorge Horacio, cuando armaron una estructura de empresas en paraísos fiscales para defraudar el pago de impuestos procedentes de la explotación comercial de los derechos de imagen del delantero. El juez condenó al jugador a 21 meses de cárcel por eludir 4,1 millones de euros. En la sinrazón del despropósito, el Fútbol Club Barcelona lanzó una campaña de «apoyo» al deportista bajo el hashtag #TodosSomos- LeoMessi… En Twitter, el presidente de la institución, Josep María Bartomeu, clamaba: «Leo, quien te ataca a ti, ataca al Barça y a su historia. Nos vamos a defender hasta el final. ¡Siempre juntos!». Se da la paradoja de que un club condenado por engaño a la Hacienda española (la propia entidad ha reconocido ante la fiscalía de la Audiencia Nacional dos delitos tributarios en el fichaje de su jugador Neymar) defiende a un delincuente fiscal.
Frente a ese desatino, se han escuchado las críticas y las palabras del Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha). «Nos queda aún mucho camino por andar. En otros países, campañas como las de Messi se hubieran vuelto en contra del club y del jugador», valora Carlos Cruzado, su presidente. Sin embargo, constatar el respaldo del Barça y de sus empleados o ver a decenas de personas aplaudiendo al ídolo argentino a la entrada de los juzgados supone una reveladora advertencia de que la concienciación es, todavía, una asignatura pendiente. «Como sociedad aún no comprendemos que el delito fiscal es robar a los demás. Pero algo empieza a cambiar. La gente comienza a entender que existe una relación directa entre el fraude y la corrupción y los recortes en el Estado de bienestar», analiza Cruzado.
Esa debilidad no ha pasado desapercibida para las instituciones internacionales, que miran a nuestro pasado para entender de dónde procede este incívico comportamiento en el presente. «España sufre de una débil cultura fiscal», alerta John Christensen, director la organización no gubernamental Tax Justice Network (Red de Justicia Fiscal). Y avanza: «Las fortunas españolas usan ampliamente los paraísos fiscales para evadir impuestos. Esto podría ser una resaca histórica de los días predemocráticos, pero también refleja el escaso compromiso político para atajar la evasión que tienen las élites ricas. Algo que vemos en muchas otras naciones». Poner fin a estos espacios de lo injusto contribuiría a eliminar los 59.500 millones de euros que –de acuerdo con Gestha– se esfuman todos los años en España en los sumideros del engaño fiscal.
Sin embargo, el fraude no siempre es algo individual o ni tan siquiera punible. Porque ciertas prácticas no entran dentro de esa categoría, aunque el daño a lo colectivo sea igual o más grande. Algunas multinacionales tecnológicas (Google, Amazon, Apple) han armado estructuras societarias que permiten a sus filiales tributar en Europa cantidades ridículas por sus ingresos. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) estima que esas estrategias provocan unas pérdidas para las arcas públicas de entre 100.000 y 240.00 millones de euros. O sea, del 4 al 10% de la recaudación mundial del impuesto de sociedades. La OCDE está lanzando un proyecto para evitar la erosión de la base imponible y el traslado de beneficios (BEPS, por sus siglas en inglés) que «debería asegurar un mejor alineamiento entre donde se informa que se han conseguido los beneficios que se gravarán y donde, de verdad, ocurre la actividad económica y la generación de esas plusvalías», matiza por correo electrónico Pascal Saint-Amans, máximo responsable de impuestos de la OCDE.
Pero mientras se dilucida si son galgos o podencos, la corrupción también arraiga en uno de los elementos más valiosos que posee el planeta: la tierra. El acaparamiento por parte de multinacionales, gobiernos extranjeros e inversores privados de tierras de labor es una siniestra derivada de la corrupción. Y no es un endemismo de África o de América Latina. También ha llegado al Viejo Continente. El Parlamento Europeo ya alerta de que se trata de un «fenómeno creciente». Un problema que palpita. «Inspira, conspira, inspira, conspira; este es el ritmo vital del especulador. Palabra sinónima de quien espía para sacar provecho, y la tierra es siempre uno de sus objetivos», relata Gustavo Duch, coordinador de la revista Soberanía Alimentaria. Este escritor y activista advierte de que pervive una relación estrecha entre la burbuja del suelo («que en España dio origen a la mayor parte de la corrupción», recuerda José Carlos Díez) y la presión sobre la tierra. «¿Es casualidad que los señores de la construcción se hayan convertido en los nuevos latifundistas del siglo XXI?», se pregunta Duch.
Si creemos que Dios no juega a los dados, la repuesta es obvia. Y la preocupación global. Pero reconocer los problemas no significa solucionarlos. «En España, sigue existiendo esa codicia y esa ambición desmesurada que generó gran parte de la corrupción», avisa Garrigues Walker. ¿La señal de una sociedad enferma? «Conviene observar la corrupción más como un síntoma que como un síndrome. Es efecto más que causa. Porque su aparición se debe a la debilidad ética, la falta de transparencia y de rendición de cuentas, la especulación, los problemas de financiación y la debilidad de la cultura democrática», desgrana el economista Gonzalo Delacámara. Sin embargo, lo realmente grave no es que exista, sino que salga impune. Este es el verdadero reto contra esa noche oscura del alma.
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