Transparencia

Inversores con conciencia: ¿la lógica del mercado?

No es filantropía ni un lavado de imagen, sino la lógica de mercado: las empresas que olvidan su entorno social y medioambiental se arriesgan a que los inversores las olviden a ellas.

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15
marzo
2016

No es filantropía, tampoco un lavado de imagen, sino la lógica de mercado: las empresas que olvidan su entorno social y medioambiental se arriesgan a que los inversores las olviden a ellas.

Al magnate John Davison Rockefeller, dueño del imperio petrolífero estadounidense Standard Oil, le sería difícil imaginar que sus herederos renunciarían voluntariamente a los beneficios que pudiera proporcionarles el petróleo: fue hace poco más de un año cuando el Rockefeller Brothers Fund anunció que dejaría de invertir en combustibles fósiles. Ni un activo más de petróleo, gas, carbón o arenas bituminosas en su cartera de 850 millones de dólares.

«Estamos en condiciones de demostrar que es posible hacerlo sin causar daño al rendimiento global de la cartera de inversiones», dijo su presidente, Stephen Heintz. No se trataba de una ocurrencia, sino de pura previsión: desde septiembre de 2014 —cuando el fondo hizo su anuncio— hasta hoy, el precio del petróleo ha caído de 90 a 45 dólares. Antes de que fuera demasiado tarde, el Rockefeller Brothers Fund se percató de que la descarbonización del medio ambiente suponía la descarbonización de la economía. Si no desinvertía en aquello que impactaba negativamente sobre el entorno, a la larga solo le quedaría una opción: la de perder. De hecho, no ha sido un caso aislado. El fondo soberano noruego, la aseguradora AXA o el cuarto fondo nacional de pensiones de Suecia (AP4) también se han desligado se sus inversiones relacionadas con energías fósiles; así como instituciones que manejan importantes fondos de inversión, como la Universidad de Oxford, la de Stanford o la Iglesia de Inglaterra.

«La decisión de desinvertir logra enviar señales al mercado», añadió Heintz tras hacer pública la noticia. No le faltaba razón. «El endurecimiento de las políticas climáticas no solo tendrá un impacto en las decisiones de inversión futura, sino también en la rentabilidad de los activos existentes», suscribe un reciente informe de la OCDE. Por su parte, la Agencia Internacional de la Energía (AIE) cifra en 300.000 millones de dólares los activos en petróleo, gas y carbón que se devaluarán en las carteras de empresas e inversores en 2050 solo en el sector energético, si se cumple con el objetivo internacional de reducir las emisiones de CO2 para limitar el aumento de la temperatura global a 2 ºC.

Lo trascendente en esta tendencia es que no viene sola, sino acompañada por el nacimiento de una nueva clase de activo financiero. Hablamos de las inversiones socialmente responsables o SRI (por sus siglas en inglés, Socially Responsible Investing) que, según estimó la empresa líder en inversiones bancarias JP Morgan en 2010, tenían una oportunidad de inversión próxima a los 400.000 millones de dólares y un potencial de ganancias de entre 183.000 millones y 667.000 millones de dólares durante la década posterior, en cinco sectores: vivienda asequible, acceso al agua potable en zonas rurales, salud materna, educación primaria y microfinanzas.

«Constituye una tendencia que ha ganado fuerza entre una amplia gama de inversionistas, desde grandes instituciones financieras a fondos de pensiones, administradores de grandes fortunas, fundaciones, bancos comerciales y bancos de desarrollo», sostiene José Luis Ruiz de Munain, autor del estudio Mapa de las inversiones de impacto en España, que elaboró la Fundación Compromiso y Transparencia en colaboración con BBVA y PwC. Es, sencillamente, «la respuesta a la necesidad de un capitalismo más consciente». Así lo cree Luis Berruete, coordinador de Creas, un fondo que invierte en proyectos empresariales que contribuyen a crear valor para el entorno social y medioambiental. «La crisis nos ha ayudado a reflexionar, pero el auge de las inversiones de impacto se debe sobre todo a un cambio de valores», afirma.

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Una perspectiva que comparte Xavier Pont, fundador de la aceleradora de startups Ship2B: «Los millennials protagonizan este cambio de valores. Es una generación con una visión de la vida muy diferente a la que teníamos nosotros antaño. Quieren construir cosas con sentido, proyectos con un propósito real, más allá del lucro económico». Enrique Cat pertenece a esa generación millennial. Le movía una ambición: transformar la agricultura tradicional, sobrecargada de químicos, lo que le llevó a fundar Nostoc Biotech, una empresa pionera en el sector de biofertilizantes.

«Acabamos con la araña roja. Curamos la yesca en viña. Curamos la verticilosis del olivo. Reducimos la fertilización química en un 25%. Recuperamos suelos contaminados», puede leerse en la web de la compañía. Pues bien: Nostoc Biotech fue seleccionada por la Bolsa Social —la primera plataforma de financiación participativa autorizada en España— y en tan solo siete días consiguió 72.653 euros, un 36% por ciento de la inversión.

¿Dónde ponen la lupa los inversores?

El medio ambiente es, sin duda, uno de los terrenos más activos dentro de las inversiones de impacto. En total, los conocidos como «bonos verdes» levantaron 24.766 millones de euros en 2015 en Europa, según la firma de análisis Dealogic. La cifra supera en un 212% lo que se invirtió en 2013, el triple respecto a ese año. Y resulta astronómica si se compara con los 782 millones de inversión registrados en estos bonos en 2010. «Sin olvidar otras áreas como la tecnología, la educación, la salud, el envejecimiento activo o la economía colaborativa, donde se genera una gran efervescencia de proyectos», recuerda Xavier Pont.

Luis Berruete da especial importancia al fenómeno del colaborativismo. «La economía compartida revoluciona el modelo de consumo basándolo en el uso de los recursos disponibles. Por eso también es medioambiental. Además, detrás del hecho de compartir, subyacen valores sociales, como la confianza y la transparencia», comenta. «Sin este tipo de emprendimientos no habría inversiones de impacto y viceversa; nos necesitamos los unos a los otros, es algo que se retroalimenta».

«Las inversiones socialmente responsables existen ya desde los años noventa en Estados Unidos e Inglaterra. En España empezamos con la crisis, porque nos ha faltado un emprendimiento social más innovador, con más voluntad de impacto global; el emprendimiento social es puntero en España desde hace un siglo, pero tenía poco valor añadido, estaba muy ligado a la inserción de personas y al movimiento cooperativo», opina Pont. «El mercado de inversiones de impacto —dice— es la gasolina para que los proyectos lleguen lejos».

«Para que crezca el sector tenemos que crecer juntos emprendedores sociales e inversores», continúa Berruete. «En España aún estamos muy verdes, muy lejos de países como Holanda, aunque este año estamos despegando con la entrada de otros sectores. También las escuelas de negocio empiezan a estar sensibilizadas. Otra buena señal es que el congreso anual de la EVPA (European Venture Philanthropy Association) se ha celebrado este año en Madrid, entre el 1 y el 2 de diciembre». Para Berruete, no hay duda de que «la pata pública es la que está más descolgada. Mientras el G8 lo ha recogido, las administraciones españolas no han movido ficha. Deberían de impulsarlo, por ejemplo, con incentivos fiscales».

La crisis de los últimos años ha demostrado, según el profesor de la Harvard Business School Michael Chu, que el mercado financiero puede ser la causa de grandes desastres. «La mano invisible de la que hablaba Adam Smith puede ser muy torpe. Pero si utilizamos los mercados para movilizar el mundo social, los resultados podrían ser muy diferentes», afirma en una entrevista publicada recientemente en El País. «Las inversiones de impacto social son un mercado impulsado por la crisis, pero que no ha surgido de ella, sino de las microfinanzas, que iniciaron su andadura en el mundo en desarrollo en los años setenta del pasado siglo para dar respuesta a la pobreza […] Los microcréditos demostraron que eran racionales en lo económico, además de altamente rentables», expone Chu.

«Si se quiere solucionar el problema de la falta de agua potable de una aldea en África, un proyecto de una ONG puede ser la solución. Igualmente, si lo que se pretende es incrementar los niveles de escolarización de una comunidad indígena en Latinoamérica, un programa de becas financiado por una fundación puede ser la respuesta más adecuada», escribe Ruiz de Munain, pero aclara que el desafío actual no se encuentra en solucionar casos aislados, siempre urgentes y necesarios, sino en «desarrollar modelos y estructuras que sean capaces de ofrecer una respuesta económicamente viable al problema de la carencia de acceso al agua potable de miles de millones de personas o a la falta de escolarización de millones de niños en las poblaciones del tercer mundo».

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