Opinión

«España podrá prescindir de la energía nuclear dentro de 20 años»

En esta entrevista concedida a Ethic, el ex ministro de la Presidencia reflexiona en torno a cuestiones como el 15-M, el descrédito de la clase política, el nihilismo capitalista o el riesgo de Bildu en las instituciones.

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20
mayo
2011

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Esta entrevista se llevó a cabo 46 días antes de las elecciones del 20-N. Todas las encuestas apuntaban ya al cambio de Gobierno que las urnas han confirmado. Antes de encender la grabadora, Ramón Jáuregui, ministro de la Presidencia, nos confiesa que ignora «por completo» qué va a hacer el Partido Popular con las políticas públicas para fomentar sostenibilidad. Encendemos la grabadora. Y hablamos largo y tendido del 15-M, del descrédito de la clase política, del nihilismo capitalista, del riesgo de Bildu en las instituciones, del cambio climático y de la energía nuclear. Entre otras cosas.

¿Cómo ve el futuro del 15-M?

Creo que es un movimiento que hasta ahora expresa una queja razonable y legítima. Pero le falta concreción, plataforma y agenda reivindicativa. Le faltan banderas. Veo al 15-M como un movimiento demasiado desarticulado y desvertebrado, incapaz construir una agenda.

En el trasfondo está la brecha, cada vez mayor, entre políticos y ciudadanos. ¿Cómo puede renovarse la clase política?

La política está sufriendo el desgaste que ha provocado la crisis y la manera en que esta se produjo. La crisis es en gran parte consecuencia de una globalización económica descontrolada, de una economía financiarizada desregulada. Cuando la política ha tenido que abordar la crisis se ha encontrado sin instrumentos y sin reglas. Creo que la ciudadanía expresa una protesta contra la política que no es capaz de gobernar la economía. Para mí éste es el reproche más sensato, con más carga de razón. Y es ahí de donde yo deduzco que la política, además de ser honesta y transparente, tiene una tarea de fondo que es ordenar el mundo que viene, organizar la incertidumbre del futuro. Para eso nos eligen. Esa es la asignatura pendiente más importante de la política con la ciudadanía.

Exceptuando ese acuerdo entre Gobierno y PP para controlar el déficit a través de una polémica reforma constitucional, en España ha faltado un gran pacto entre los grandes partidos para remar juntos frente al tsunami de la crisis. ¿De verdad es tan difícil llegar a un acuerdo cuando un país se desangra por el paro y la situación económica?

No es difícil. Y no debiera haberlo sido. Pero la estrategia del PP ha sido ningunear a Zapatero y no prestarle ninguna colaboración en el combate a la crisis. Se han negado a votar todo lo que el Gobierno le ha propuesto: contracción fiscal, reformas del sector financiero y las cajas, reformas estructurales en los servicios, reformas de las pensiones…La única excepción es, sí, fue la reforma de la Constitución, que ha sido el último gesto del Gobierno de Zapatero frente a la crisis, pero durante dos años hemos navegado en solitario. Esto puede ser legítimo y comprensible pero, desde luego, no es bueno para el país.

Al principio de la crisis, Sarkozy selló ese famoso (y grandilocuente) discurso en torno a la necesidad de reformar el capitalismo. ¿Esto sigue siendo necesario o es ya se nos ha olvidado a todos y son los mercados los que nos van a reformar a nosotros?

Yo creo que sí: hay una necesidad imperiosa de reformular la economía globalizada. No podemos, por ejemplo, permitir que una economía financiarizada provoque desastres como los que hemos vivido desde hace tres años. No podemos permitir que una economía desbocada no combata el cambio climático y, por tanto, los riesgos tremendos para las próximas generaciones. No podemos permitir que la competencia en la globalización sea a costa de la dignidad laboral porque otros lugares del mundo compiten sin seguridad social, sin leyes laborales mínimas, sin sindicatos… La necesidad más imperiosa es que el capitalismo se adapte a un mundo con reglas y con un cierto orden y que la economía no se contraria a la dignidad humana, a la cohesión social, a la sostenibilidad medioambiental…No creo que haya una alternativa conocida a la economía de mercado: no la conozco. Pero no queremos una sociedad de mercado. Queremos una economía de mercado, sí, pero que la política ordene la sociedad y configure el mundo. Y eso, quizá, requiere un capitalismo distinto.

El ministro de la presidencia, Ramón Jáuregui, y la coordinadora de Ethic, Sandra Gallego Salvá, charlan tras la entrevista

El ministro de la presidencia, Ramón Jáuregui, y la coordinadora de Ethic, Sandra Gallego Salvá, charlan tras la entrevista

Se está hablando mucho de la necesidad de imponer más tasas a la banca. ¿Usted que le pediría a las entidades financieras del siglo XXI?

Lo primero es que cumplan su función de manera y ordenada. En el desarrollo de su propia actividad, en el núcleo de su propio negocio, deben ser entidades sostenibles y cumplir la función que la economía de mercado les otorga, que es ordenar el movimiento financiero, la concesión de los créditos, el impulso de la economía. Y de forma paralela, deben ser entidades comprometidas con el país, con el entorno en el que viven. Eso es a lo que llamamos la cultura de la responsabilidad social. Antes respondía a la pregunta de si es necesario reformar el capitalismo. Yo no sé cómo se llamará esa nueva economía de mercado en el siglo XXI. Pero lo que sí sé es que la empresa debe ser diferente y tener en su ADN la responsabilidad social y la sostenibilidad medioambiental. Deben ser un elemento nuclear de su estrategia competitiva.

El Gobierno intentó potenciar esta cultura de la sostenibilidad y la responsabilidad social a través de un Consejo Estatal de la RSE. Cuatro años después: ¿cree que ha sido eficiente?

La idea era buena y englobaba en su seno a todos los protagonistas, a los agentes que trabajan en torno a la responsabilidad social. Pero en su desarrollo ha faltado impulso y dinamismo. No se conocen grandes aportaciones del Consejo Estatal, casi cuatro años después de su  nacimiento, que permitan decir que el Consejo se ha convertido en el corazón del sistema de la RSE, tal y como creíamos y queríamos que fuera. No sé quien tiene la culpa pero yo creo el Consejo Estatal de la RSE estaba llamado a ser mucho mas protagonista, mucho más impulsor, mucho más fabricante de conceptos, mucho más observatorio de lo que ocurre, mucho más generador de iniciativas.

 

El balance que hacen las más importantes organizaciones ecologistas sobre el papel del Gobierno en la lucha contra el cambio climático. ¿Ha dilapidado también la crisis los objetivos medioambientales?

No sé muy bien cuáles son las razones de esa crítica pero parece que forma parte del rol que al mundo de las organizaciones ecologistas les corresponde frente a un Gobierno: siempre habrá algo más que pedir, algo más que exigir. Yo en eso soy comprensivo. Pero no podemos avanzar en el terreno de la sostenibilidad medioambiental echando por tierra el sistema productivo. No todo es tan fácil. Una apuesta, por ejemplo, por reducir la emisión de CO2 en el sector siderúrgico español debe tener en cuenta cuáles son los niveles d exigencia de las empresas siderúrgicas de África del Norte o de la India. Tenemos que competir y, aunque Europa está -y tiene que estar- en la punta de lanza, tenemos que tener en cuenta que a veces los gobiernos tienen límites a la hora de aplicar sus políticas ecológicas porque no pueden erosionar gravemente el tejido productivo.

¿Puede un país con nuestra dependencia energética prescindir de la nuclear?

En veinte años sí. Cuando terminen los periodos previstos para las centrales nucleares, España puede vivir sin energía nuclear. Creo que la propuesta de cierre de las centrales nucleares al final de vida útil es algo plausible.

Usted empezó su carrera como militante sindical antes de dar el salto a la política. ¿Cree que existe una desconexión entre los sindicatos y las realidad de los problemas que hay que afrontar?

 

No. Creo que los sindicatos viven muy condicionados por su propia base de afiliados. Tienen las necesidad imperiosa de dar respuesta a sus bases, que son trabajadores, generalmente activos fijos en empresas grandes de sectores más o menos estables. Y, desgraciadamente, la velocidad del cambio de la estructura productiva es mucho mayor que la capacidad de adaptación que tienen los sindicatos el nuevo mundo laboral. El nuevo mundo laboral ya no es una gran fábrica con una gran concentración humana, si no que son pequeñas oficinas en ciudades en las que la individualización de las relaciones laborales hace imposible la defensa de los roles tradicionales del sindicalismo. Es muy fácil y muy injusto decir que los sindicatos no se adaptan a los tiempos sin comprender que los tiempos y los cambios que estamos viviendo son antagónicos a la vida sindical. El sindicalismo ha nacido en las grandes masas laborales, en las grandes fábricas, y allí se ha hecho fuerte. El momento de la huelga, que era su gran arma de combate en la dialéctica por las conquistas sociales, prácticamente ha desaparecido en las pequeñas oficinas en las que se ha convertido el mundo productivo. Las fábricas desaparecen, se robotizan, y las grandes masas laborales se han diluido. Al sindicalismo del siglo XXI le cuesta enormemente ejercer sus funciones en la economía del conocimiento. Este esfuerzo de adaptación es el que podemos exigir a los sindicatos aunque no sea fácil de hacer. Porque las razones que justificaron el sindicalismo a finales del siglo XIX siguen existiendo e pleno siglo XXI. Las demandas de defender salarios dignos y condiciones laborales mejoradas no han desaparecido.

¿Qué sensación tiene Ramón Jáuregui cuando va al País Vasco y ve que Bildu se ha llevado buena parte del pastel político y lanza vítores a ETA? [la entrevista se realiza antes del anuncio del cese de la violencia por parte de los terroristas]

Es una sensación agridulce. Por un lado, satisfacción por ver que quienes antes mataban quizás ahora hacen política. Porque en el fondo no olvidemos que lo que está pasando allí es que ha cesado la violencia y probablemente está desaguando en la política a través de un partido. En la medida en la que Bildu puede materializar el fin de la violencia es una sensación buena. La mala es que Bildu no esté ejerciendo su función como un partido político que exige a ETA el abandono definitivo de la violencia, o que gobierna para todos, o que aprende las reglas de la democracia. Quienes han vivido tanto tiempo en la subcultura de la violencia no pueden convertirse en demócratas de la noche a la mañana. Esa es la parte amarga de la bebida.

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