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Hablemos de la verdad moral

Negar la verdad moral es negar que exista una experiencia universal humana, un esquema común de lo digno y bueno en la que caben, por descontado, un sinfín de colores.

Ilustración

Mariana Toro Nader
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29
abril
2025

Ilustración

Mariana Toro Nader

Trae Séneca al latín en una de sus Cartas una cita de Esquilo de la que también se haría eco Erasmo: Veritatis simplex oratio est; «el lenguaje de la verdad es sencillo». Ninguno de ellos era, precisamente, un simplón; ninguno simplificó en su prosa ni, hasta donde sabemos, en su vida, las dificultades que desentrañar la realidad plantea, sino que los tres honraron, con esa frase, el tremendo poder que la luz de lo cierto desprende. En tiempos de posverdad y mentira manifiesta en el ámbito público, en una época en que, por ser posmoderna, es de desprecio de lo verdadero, merece la pena recordar esta sencillez que no es simplicidad, sino claridad, y que tanta falta nos hace en nuestra relación con lo que es real y por lo tanto nos obliga.

Hablar de «la verdad moral» se ha convertido en anatema en muchos ámbitos. Empezando por el académico, donde las nefastas infiltraciones de Foucault, Deleuze, Vattimo y compañía han dejado tiritando el que siempre fue el más vigoroso músculo de la universitas — de universus-a-um, «todo, entero, universal»—, la búsqueda de la verdad, esto es, la producción de enunciados, argumentos y teorías que se acerquen a la realidad lo más posible y por tanto nos sirvan de guía. Si esta obviedad, que la universidad es impensable sin universalidad, ha sido eclipsada, es por intereses espurios, por razones de poder, en definitiva. El afán de la Academia fue siempre y nunca debió de dejar de ser ese: desentrañar, en provecho de la humanidad, el mundo. Uno de sus aspectos principales, en lo que atañe a los seres humanos, es la vida de la conciencia, esto es, la respuesta a la pregunta sobre qué hace que la vida sea justa, digna, buena. Sustantivamente en las facultades de filosofía, pero en realidad en todas, el hecho de que la expresión «verdad moral» ya apenas se escuche y dé lugar en el mejor de los casos a escépticos encogimientos de hombros —en profesores, no digamos en alumnos—, constituye así pues una traición en toda regla a los fines de eso que llamamos «educación superior» por muy nobles motivos.

El enemigo, el subjetivismo moral, adopta diversos ropajes, desde el amoralista al nihilista

Fuera de la educación, la negación de esta verdad moral ha ido conquistando, ante la pasividad general, terreno tras terreno, cual ejército putiniano. En la política, hace tiempo que se ha afianzado la definición de Ambroise Bierce en su Diccionario del diablo: «Conflicto de intereses disfrazados de lucha de principios». Con grave riesgo para la democracia, que anuncia colapso sin un poso de verdad y de principios morales inalienables —las célebres «líneas rojas» que todo un presidente puede mencionar un lunes para saltárselas un martes—, la inexistencia de una verdad moral ha sido establecida como eje parlamentario. En el ámbito familiar, y con la inestimable contribución de una cultura líquida que viste aceptar lo inaceptable de benéfica «resiliencia», esa negación sigue avanzando. En la red de redes, en su día saludada como nueva y global Biblioteca de Alejandría, esa verdad moral es por lo general tratada de inaudita, y no parece que la cacareada inteligencia artificial, animosa en lo de propagar los prejuicios de siempre, vaya a mejorarla en nada.

Ha llegado la hora de plantarle cara a esta peligrosa deriva, para lo cual, más allá de los pocos políticos honestos que se sumen y de las instituciones educativas que aún siguen empeñadas en defender lo bueno y justo, y a la espera de que el periodismo resuelva su aguda crisis (ética y de modelo de negocio), hemos de contar con nuestras solas fuerzas, las de los individuos los grupos humanos que se juntan en pro del bien y aún sustentan la sociedad civil, que está tocada, pero no hundida. El enemigo, el subjetivismo moral, adopta diversos ropajes, desde el amoralista al nihilista, pasando por el relativista, y no siempre actúa de mala fe, porque el error también alienta nuestras peores versiones. Es el momento de exponer lo torcido de sus postulados y recordar sus consecuencias, entre las que no hay que olvidar la ansiedad, la anomia y la depresión a las que conducen la desorientación moral y las malas decisiones.

Hemos mencionado a la universidad y ahora es turno de señalar que esta no es una mera cuestión académica. Elijo para ilustrarlo un ejemplo entre muchos: publicaba hace un tiempo Joaquín Urías, profesor de Derecho Constitucional, exletrado del Tribunal Constitucional, un artículo polémicamente titulado «En defensa del bestialismo», en el que arremetía contra quienes querían que el código penal recogiera como delito la zoofilia. Lo que importa a nuestros efectos no es la cuestión legal, menos la punitiva, sino que allí se afirme sin ambages la subjetividad de la moral («lo que me horroriza es la facilidad con la que cualquier colectivo recurre al derecho para exigir que se persiga a quien no respeta su moral») incluso en un asunto de calificación moral —objetiva— tan neto como este. Forzar a un animal a practicar sexo se considera en el texto «una convicción muy personal», una mera creencia, y la apuesta por su ilegalización un intento de determinados colectivos —religiosos, subrayaba el articulista— de imponer su moral, y nada que tenga que ver, por añadidura, con la dignidad humana. Si cada uno tiene su moral y nada es moral o inmoral universalmente, es fácil concluir, como el articulista, que no hay más que opciones morales, ninguna mejor que otra.

Lo que es justo y digno no se vota: nos obliga a todos

¿Con qué armas afrontaremos esta batalla? Como siempre, con las de la reflexión y la palabra, con las del diálogo, con las del valor y los argumentos. Tenemos la obligación de combatir el nihilismo exponiendo la realidad del ser humano, que no es la hoja en blanco que propusieron los existencialistas, y recuperar cierta antropofilia que se enfrente al apocalíptico desprecio de lo humano presente en tantísimos productos culturales transformados en ideologías ruines. Negar la verdad moral es negar que exista una experiencia universal humana, un esquema común de lo digno y bueno en la que caben, por descontado, un sinfín de colores, pero de ningún modo hay café para todos. Tenemos que conseguir que cualquier adulto entienda y pueda explicar por qué la ablación es una monstruosidad y por qué los sentimientos e inclinaciones sexuales de algunos hombres no pueden convalidar que compitan deportiva y ventajosamente con mujeres, y muchas otras cuestiones que hemos confundido con asuntos estrictamente culturales y a la postre ideológicos, dañando en el proceso a innumerables personas. Solo lo lograremos si enviamos el nihilismo al basurero de la historia y nos acercamos mediante el estudio, la conversación y la acción a la realidad sobre lo que nos hace de menos y lo que nos eleva.

«Cualquier hombre que esté más en lo justo que sus vecinos —escribe Henry David Thoreau— constituye ya una mayoría de uno». Lo que es justo y digno no se vota: nos obliga a todos. Sabemos de sobra que se puede legislar lo injusto, y hasta urdir democráticamente lo abyecto. Llevamos todo el siglo XXI acumulando nubes políticas y éticas y hemos sufrido ya no pocos aguaceros, incluso angustiosas danas. Hablamos con demasiada naturalidad de confinamientos anticonstitucionales, generaciones aplastadas por una deuda sobrevenida, gobiernos que dejan tirados en el barro a los ciudadanos y guerras nucleares en ciernes. Solo hay un camino para combatir por el bien en tiempos complejos y vertiginosos como los nuestros: aclarar, con el fuego purificador de la verdad, la poderosa voz de la conciencia.

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