«La paradoja de la hipercomunicación es la soledad»
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Para Rubén Amón (Madrid, 1969), «el móvil sobre la mesa es una amenaza». Se refiere a la costumbre de dejarlo siempre a mano, irrumpiendo en toda conversación y haciendo saltar por los aires los placeres de una buena charla. Nos recibe en su casa, con música clásica de fondo y sentados en un sofá para hablar cómoda y distendidamente mientras ahondamos en la paulatina pérdida de la capacidad para conversar, el arte de escuchar o el poder del silencio en estos tiempos de «jaleo ensordecedor en los que vivimos».
Mencionas en tu nuevo libro, Tenemos que hablar, «el deterioro de la conversación bajo la tiranía de la corrección». ¿Qué mella han hecho los nuevos puristas en el arte de conversar?
Se ha producido un fenómeno de sobreexposición que pasa por que el sector más progresista adopta la libertad de expresión desde unos presupuestos muy puritanos y mojigatos, excesivamente susceptibles, interpretando la libertad de expresión con muchas prevenciones, y la derecha se ha hecho ácrata. Por exceso y por defecto, en esta dialéctica y polarización, esos dos extremos terminan deteriorando la propia idea de la libertad de expresión. Víctor Lapuente señala en su libro Decálogo para el buen ciudadano (Península) que «la izquierda ha matado a la patria y la derecha a Dios». Esta ausencia de puntos de apoyo ha conducido a una relación con la libertad y las libertades un poco drástica, sea para precaverse enseguida o demasiado, o para abusar de los márgenes de libertad de expresión. Y en esta polarización la sociedad ha encontrado unos caminos de expresión alternativos donde va vaciando todo su subconsciente. Se derivan parte de las cañerías de la sociedad. No creo que podamos hablar de una sociedad censurada, pero sí de una que cuando se siente encorsetada ha encontrado caminos alternativos para expresarse como le da la gana: WhatsApp, Telegram y las redes sociales que menos sentido de la responsabilidad expresan.
«El sector más progresista adopta la libertad de expresión desde unos presupuestos muy puritanos y mojigatos»
Hablas de libertad, pero conversar libremente requiere cierta responsabilidad. ¿Somos más irresponsables?
Tenemos menos compromiso personal con las libertades y con la libertad de expresión. Creo que la libertad de expresión hay que observarla con un grado de implicación y profundidad que, a veces, no se respeta. No se puede decir cualquier cosa. Apreciar la libertad de expresión pasa, precisamente, por saberla emplear y saber cuáles son sus límites.
Parece que escuchar es otro talento en decadencia.
Completamente. La buena conversación requiere estar atento a lo que dice la otra persona e incluso dispuesto a cambiar el punto de vista respecto a lo que tú crees, si la otra persona ha sido capaz de convencerte. No digo que haya que abjurar de principios y valores que un ser humano consolidado tiene que tener, a su vez, consolidados, pero una vez que haces acopio de ellos creo que hay muchos matices y consideraciones y que se puede ser más flexible. Esta sociedad tan polarizada predispone al dogmatismo y al fanatismo, que perjudican la capacidad de escuchar lo que dice el otro.
Más flexibles y, ¿más humildes, tal vez?
«Desde mi humilde punto de vista», se dice ahora, frase que contradice en sí misma la idea de humildad. En el libro hago hincapié en la figura de Sócrates como fundador del diálogo –en la noción que después ha prosperado en la cultura grecolatina– y parto de los principios de la ironía y de la mayéutica. La ironía es tomarse un poco en serio lo que estamos diciendo y escuchando para confrontarlo con un escepticismo que permita profundizar en la verdad, sin ánimo de desprestigiar un argumento como tal. La ironía hay que aplicársela a uno mismo. Después está la idea de la mayéutica, de utilizar las interrogaciones como fórceps de una conversación, tirar hasta que consigamos sacar la criatura del vientre, que es el hecho comunicativo, y con las preguntas adecuadas establecer una dinámica que privilegia el resultado de una buena conversación. Debemos tener cautelas y precauciones con las grandes certezas. La duda ha sido el motor que ha hecho prosperar la cultura. Dudar no significa ser un escéptico integrista.
«La ironía hay que aplicársela a uno mismo»
¿Qué papel juegan las redes sociales y plataformas digitales en la decadencia del arte de la conversación y la escucha?
Las redes sociales tienen un ángulo nefasto que es el fanatismo y otro que es el anonimato, el escondite desde el que uno dice lo que no se atrevería a decir con su identidad y su prestigio. Afortunadamente, tienen un ámbito de influencia menor del que los actores y cómplices de las redes sociales piensan. Creo que es un ejercicio muy sano abstraerse un periodo de las redes sociales para darse cuenta de que esa vida de ficción que se piensa tan relevante en realidad no tiene ninguna envergadura; pero se la concedemos porque nos anima la idea de un mundo en el que decimos lo que queremos, sin cortapisas, sobre todo valiéndonos de una identidad que no es la nuestra. Eso aloja una especie de veneno que perjudica mucho a quienes piensan que esa es la realidad.
Escuchándote hablar pienso, también, en las ganas de sentirnos protagonistas.
Porque las redes sociales son altavoces de lo que pensamos o lo que creemos, cuando no de lo que queremos ser. Y esa perspectiva nos da una notoriedad bastante fingida no solo por la construcción del personaje que ponemos en órbita, sino por la verdadera repercusión de las cosas. Uno se cree protagonista y organiza una gran polémica en redes sociales y, sin embargo, es un episodio totalmente menor. Pero, claro, dirigirte a Elon Musk desde X y decirle que es el corruptor universal, da la sensación de que tu antagonista tiene un volumen equivalente al tuyo.
«Las redes sociales tienen un ángulo nefasto que es el fanatismo y otro que es el anonimato»
Hablemos del silencio, otra virtud cuando se administra con criterio. ¿Son las sociedades del siglo XXI más ruidosas?
Enormemente ruidosas. Porque se confunde la forma con el fondo, la palabra con el contenido. Mencionabas antes las redes sociales: sucede que son incitaciones continuas a la charlatanería, a expresarse mucho más allá de lo necesario y a malgastar la conversación por el camino del abuso de las frases hechas, de la agresividad y el narcisismo. Creo que es recomendable observar el silencio si no tienes nada mejor que decir. El silencio, como ocurre con la música, es lo que da sentido al discurso musical, porque es lo que permite respirar a la música misma. Sin el peso del silencio no habría música. En el libro pongo el ejemplo de John Cage delante de una obra donde no tiene que tocar nada durante más de 4 minutos. La gente se reía y decía que era una tomadura de pelo, pero él respondía que no; se preguntaba cómo reaccionamos ante el silencio. En el museo Pompidou hubo una exposición de lienzos en blanco [que exploraba] cómo observamos el silencio. En una ceremonia compartida, ¿cómo nos incomoda el silencio? Yo creo que la de John Cage es una obra extraordinaria, una invitación a coartar el jaleo ensordecedor en el que vivimos.
No puedo evitar pensar en esas reuniones de trabajo con varias personas en las que algún compañero no dice nada y otros le preguntan por qué se quedó callado durante toda la reunión.
Esto es muy interesante. Las conversaciones no son un ejercicio democrático ni tienen por qué serlo; se desarrollan con su propia dinámica, tienen su propio interés y cuando en una conversación aparece Oscar Wilde, por ejemplo, es mejor dejarle el escenario. Hay gente que tiene más capacidad de expresión, de dotación oratoria, que expone mejor las ideas y que no llama a ser contrariada por el hecho de que abusa del tiempo. La conversación fluye con unas reglas que se adivinan en seguida y sabemos que es más propicio para una buena conversación dejar hablar al que sabe y coartar un poco al que es capaz de sabotearla. Y hay formas muy fáciles de sabotear una conversación: maltratando la palabra, faltando el respeto y la educación, convirtiéndose uno en excesivo protagonista o, como digo al principio del libro, citando a Hitler en vano, el tótem de la conversación que se sabotea enseguida.
En ese capítulo del silencio, también tocas «las lenguas cooficiales y las variantes dialécticas en el Parlamento» que «no responde a un ejercicio de pluralidad ni riqueza cultural, sino al propósito de inducir la confusión y el desentendimiento», de «provocar el malentendido y fomentar las desconexiones». Parece que el fruto de la semilla identitaria provoca más ruido que silencio.
Creo que el Parlamento tiene su propia noción semántica. Esta idea de parlamentar tiene la obligación de representar a los ciudadanos no en sus peculiaridades identitarias, sino en el propósito final de entenderse. Cuando Dios castiga al hombre por la Torre de Babel –por atreverse a erigir una más alta que el cielo–, su castigo consiste en que no se puedan comunicar entre sí a través de lenguas que les son extrañas. Es una idea muy explícita de qué sucede en el Parlamento cuando aparecen los idiomas cooficiales: no se trata de discutirlos o cuestionarlos, sino de subordinarlos al propósito original de un espacio de representación que es el discurso de la palabra y del entendimiento. Hablamos para comprendernos. Y si tenemos una lengua que nos comunica a todos, es mejor recurrir a ella que complicar la relación de unos y otros diputados con pinganillos o traductores, porque desvirtuamos la obligación de entendernos. Todo ese ruido que mencionas tiene grados de jerarquía y responsabilidad: es una obligación del Parlamento dar ejemplo de cómo debemos entendernos los demás y el Parlamento nunca da ejemplo.
«La mayor atrocidad que aloja la hipertecnología es permitirnos fingir que nos comunicamos»
Afirma la investigadora Sherry Turkle que buscamos formas de evitar la conversación. «Una huida de la conversación, al menos espontánea, en la que jugamos con ideas, nos permitimos estar presentes y ser vulnerables». ¿No crees que ahora somos vulnerables de otra manera?
Por susceptibles, por miedo a contrastar y a contrastarnos. Por eso la mayor atrocidad que aloja la hipertecnología es permitirnos fingir que nos comunicamos sin llegar a hacerlo nunca. Esto sucede a través de la construcción del personaje en relación con las demás construcciones de personajes que, a su vez, pueblan nuestro ámbito de relación y que permite conectarse [tanto] con los seres allegados [como con] los más lejanos a través de lenguajes muy precarios: WhatsApp, las conversaciones en diferido con mensajes de voz, la forma de nunca dar la cara en una conversación. Ya no es solo que la paradoja de la hipercomunicación sea que no nos comunicamos, sino que cuando lo hacemos nos valemos de vehículos travestidos o híbridos [que impiden que lleguemos] a ser nosotros del todo.
Curioso cómo es la era en la que más leemos y escribimos y la que menos decimos, en la que más conectados estamos y, a la vez, más desconectados los unos de los otros.
Nunca hemos leído y escrito peor que ahora ni hemos dedicado el lenguaje a peores hábitos. Cuando decimos que nunca hemos leído tanto, no es a Tolstoi, sino al uso obsesivo de las palabras que no dicen nada e implican una distancia misma con la conversación. El hecho de comunicarse tiene un contenido semántico relevante, pero mucho menos de lo que supone toda la comunicación en sí misma, que pasa por los gestos o las expresiones: decimos más con lo que no decimos. Recelo de los mensajes grabados, porque si te mando [uno] con un estado de ánimo que no conoces, a una hora que te sorprende –o no, en función de cuando actives el teléfono– y que escuchas con un determinado estado de ánimo, responderás de otra manera, con otro estado de ánimo. Esa forma de comunicarse es un disparate. De hecho, llamar por teléfono, que se supone es el uso primigenio de estos aparatos, se interpreta actualmente como una maniobra agresiva.
Estoy de acuerdo. A mí me sorprende cuando alguien me manda un mensaje para preguntarme si puede llamarme.
Es una prevención, que entiendo respecto a cómo se interpreta hoy una llamada en las jóvenes generaciones. Si llamo a mi hijo, no lo coge o responde «¿por qué me llamas?». La llamada se interpreta como una actitud agresiva de la conversación, una urgencia, cuando la única urgencia es querer hablar como siempre se hizo: reconociendo una voz y sabiendo en qué estado de ánimo llegan las palabras. La falta de contexto puede desvirtuar una palabra. La llamada es una manera de protección; te proteges de una conversación, en principio, no hablando. Vas disminuyendo el ámbito de relación con el prójimo y, si puedes reducirlo a un emoticono, lo haces.
«La llamada se interpreta como una actitud agresiva de la conversación, una urgencia»
Me interesa el tema del aislamiento tecnológico. ¿Qué relación existe entre esto y la pérdida de valores como la familia, el respeto, el amor, la generosidad, la paciencia, el esfuerzo?
La paradoja de la hipercomunicación es la soledad y todo lo que contribuye a no relacionarse con el prójimo, porque creemos que más ensimismados somos más felices, cuando en realidad somos menos dichosos. Tenemos ya experiencia de campo suficiente con el teletrabajo como para reconsiderar su eficacia –no cuando está llevada por una pandemia–. Muchas empresas que apostaron todo por el teletrabajo están dando la vuelta, porque entienden que es a partir de las relaciones plenamente humanas cuando las ideas se desarrollan del todo. Ese contacto humano nos recuerda la comunidad sofisticada en la que nos hemos convertido, siendo capaces de construir ciudades de cuarenta, cincuenta millones de habitantes (que es la diferencia fundamental que nos distancia de los homínidos menos desarrollados: no hay comunidad de bonobos, gorilas o chimpancés superior a noventa miembros). Nosotros construimos civilizaciones de millones de personas a través de las herramientas de la comunicación y desvirtuándola, abusando del teletrabajo y haciéndonos autosuficientes, condicionamos el porvenir mismo.
En esta era de la inteligencia artificial, nos hemos acostumbrado a dar órdenes (Alexa, Siri) y obtener respuestas inmediatas. Centrándonos en el tema del libro, ¿cómo afecta esto al hecho de conversar?
El tono imperativo está cada vez más extendido entre los menores, de forma que cuando te relacionas con la tecnología dando órdenes, entiendes que tienes que darlas a todos los que te rodean, incluido compañeros de clase, profesores, padres. El modo imperativo transforma por completo la relación social, porque coloca al interlocutor en una posición de presión y de fuerza insólita. Esto repercute muchísimo en el distanciamiento de los propios niños entre sí. El estudio que hizo el Gobierno hace poco sobre cuánto está perjudicando la tecnología a los jóvenes muestra hasta qué punto fue un error sustituir los libros por las tablets, porque la dependencia adictiva de las pantallas ha repercutido en la falta de atención y en la pérdida de la capacidad de abstracción, otro rasgo evolutivo de la humanidad sin el cual no hubiéramos prosperado. Cuando se pinta un bisonte en un resquicio de una cueva de Altamira se está haciendo un gigantesco paso evolutivo que pasa por la abstracción. Esa expresión total de expectativa creativa transforma al ser humano en un ámbito, el de la inutilidad, que es el más interesante de todos, porque es el que más nos caracteriza: la estética, lo que no vale para nada pero sirve para desarrollar la sensibilidad. Si no tenemos capacidad de abstracción, de atención y de elaboración de discursos complejos, nos tendremos que preguntar qué tipo de educación hemos convenido.
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