Economía
'Lo tuyo es mío': claroscuros de la economía colaborativa
Airbnb o Uber se ven como el milagro de la economía y la sostenibilidad pero, según el autor canadiense Tom Slee, nada es tan bonito como lo pintan.
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COLABORA2017
Airbnb o Uber se ven como el milagro de la economía y la sostenibilidad pero, según el autor canadiense Tom Slee, nada es tan bonito como lo pintan. El doctor en Química, que cuenta con una dilatada carrera en el sector de la tecnología, va a contracorriente: es uno de los críticos más visibles de este tipo de negocios disruptivos basados en internet y la confianza mutua que están poniendo el mercado patas arriba. En su libro ‘Lo tuyo es mío. Contra la economía colaborativa’ (Taurus), cuenta unas cuantas verdades incómodas que hacen que el lector se replantee muchas cosas que hasta ahora daba por sentadas. A continuación, dejamos un extracto muy significativo de lo que contienen sus páginas.
La Economía Colaborativa promete ayudar a individuos, hasta entonces sin poder alguno, a tener un mayor control sobre sus vidas convirtiéndose en «microempresarios». Podemos autogestionarnos, entrar y salir de esta nueva dinámica de trabajo flexible, montar nuestro propio negocio en sitios web de Economía Colaborativa; podemos ser un anfitrión de Airbnb, un conductor de Lyft, un manitas de Handy o un inversor altruista que ofrece préstamos en Lending Club. El movimiento parece amenazar a los que ya son poderosos, las grandes cadenas hoteleras, las cadenas de comida rápida y los bancos. Es una visión igualitaria que se basa en transacciones entre iguales en lugar de en organizaciones jerárquicas, y es fruto de la capacidad de internet para poner a la gente en contacto; la Economía Colaborativa promete propiciar que «los estadounidenses [y otros] confíen en el prójimo».
La Economía Colaborativa también promete ser una alternativa sostenible al comercio dominante, ayudándonos a hacer un mejor uso de recursos infrautilizados; ¿por qué tiene que tener todo el mundo un taladro en un estante del sótano cuando lo podemos compartir? Podemos comprar menos y de ese modo reducir nuestra huella ecológica; ¿igual utilizo Uber en vez de comprarme un coche? Podemos optar por el acceso en lugar de la propiedad y alejarnos de un consumismo en el que muchos nos sentimos atrapados. Podemos ser menos materialistas, aferrándonos a experiencias en vez de a posesiones para dar sentido a nuestras vidas.
Bueno, eso era lo que se prometía.
Por desgracia, está ocurriendo algo distinto y mucho más oscuro: la Economía Colaborativa está introduciendo un libre mercado despiadado y desregulado en ámbitos de nuestras vidas anteriormente protegidos. Las principales compañías se han convertido en monstruos corporativos y están desempeñando un papel cada vez más intrusivo en las transacciones que fomentan para ganar dinero y mantener su marca. A medida que la Economía Colaborativa crece, está reorganizando las ciudades sin mostrar ningún respeto por aquello que las hace habitables. En lugar de aportar apertura y confianza personal a nuestras interacciones, está propiciando una nueva forma de vigilancia bajo la que los empleados de este sector deben vivir con miedo a que alguien los delate, y mientras los directores generales hablan con benevolencia de sus comunidades de usuarios, la realidad tiene un cariz más riguroso de control centralizado. Los mercados de la Economía Colaborativa están generando nuevas formas de consumo más abusivas que nunca. La expresión «un dinerillo extra» resulta ser la misma que se utilizaba para los trabajos de las mujeres hace cuarenta años, cuando no se los consideraba trabajos «de verdad» que conllevaran un salario digno y, por tanto, no requerían ser tratados del mismo modo que los trabajos de los hombres (ni pagarse tanto como estos). En lugar de liberar a los individuos para que tomen el control sobre sus propias vidas, muchas empresas de la Economía Colaborativa están ganando pasta gansa para sus inversores y ejecutivos y creando buenos empleos para sus ingenieros informáticos y expertos en marketing, gracias a la eliminación de protecciones y garantías alcanzadas tras décadas de esfuerzos y a la creación de formas más arriesgadas y precarias de trabajo mal remunerado para quienes de verdad trabajan en la Economía Colaborativa.
El término mismo «economía colaborativa» encierra una contradicción. Pensamos que «colaborar» es una interacción social de carácter no comercial entre una persona y otra. Sugiere intercambios que no implican dinero, o que al menos vienen motivados por la generosidad, por un deseo de dar o ayudar. «Economía» sugiere transacciones mercantiles, el cambio interesado de dinero por bienes o servicios. Se ha debatido mucho acerca de si «economía colaborativa» es el término adecuado para describir esta nueva oleada de negocios, y se ha probado con otros muchos nombres: «consumo colaborativo», «economía en red», «plataformas de igual a igual», «economía temporal», «servicios subalternos» o, cada vez más, «economía bajo demanda».
No cabe duda de que la palabra «colaborar» se ha llevado más allá de sus límites razonables a medida que la «economía colaborativa» crecía y cambiaba, pero seguimos necesitando un nombre cuando hablamos de este fenómeno. Aunque quizá no dure más de otro año o así, «economía colaborativa» es el término usado ahora mismo. Utilizaré este término, pero para eludir la repetición de la palabra «supuesta» o la molesta frecuencia de citas alarmistas haré uso del término «Economía Colaborativa» en mayúsculas.
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Es imposible hablar mucho de la Economía Colaborativa sin fijarse en sus dos empresas líderes reconocidas, Uber y Airbnb. Para mucha gente, estas dos compañías son la Economía Colaborativa, y han dado lugar a una legión de imitadores que intentan convencer a inversores de capital riesgo mediante sus esfuerzos por convertirse en «el Uber de tal» o «el Airbnb de cual». Fundadas con un año de diferencia en el área de San Francisco, las dos han crecido desde entonces a marchas forzadas, llevando su modelo de negocio a ciudades de todo el mundo. La valoración de mercado de Uber supera a la de las compañías de alquiler de vehículos más importantes del mundo, y la de Airbnb está a la altura de la de las cadenas hoteleras más grandes del planeta, y, pese a que operan en sectores aparentemente prosaicos (el taxi, el alquiler de apartamentos), los fundadores de ambas son ahora millonarios.
La tecnología de las dos empresas suele describirse en términos similares: cada cual cuenta con plataformas de software, sitios web y aplicaciones de móviles para poner en contacto a consumidores con proveedores y llevarse una tajada de los beneficios. El software también se encarga de los pagos, y ambas ofrecen un sistema de reputación que, aseguran, resuelve los problemas de búsqueda y criba de modo que los desconocidos puedan confiar en el prójimo.
Pero las dos compañías son también muy distintas. Airbnb es la viva imagen de la colaboración; en sus declaraciones públicas y sus estrategias de marketing promueve de manera activa una bucólica «ciudad colaborativa» donde «los padres y las madres de la localidad vuelven a prosperar […] y se fomenta la comunidad, donde el espacio no se desperdicia, sino que se comparte con otros». Uber, como sugiere su nombre, no está muy interesada en nada tan tierno y difuso como la comunidad; proyecta una imagen de estatus con aspiraciones («El chófer personal de todos») y su agresivo director general, Travis Kalanick, es un admirador de Ayn Rand y su ideología de individualismo a ultranza.
Ambas empresas han suscitado controversia en muchas de las ciudades donde operan, indisponiéndose con las regulaciones y leyes municipales, y ambas han adoptado el enfoque de buscar el crecimiento a toda costa, aspirando a presentarse como un hecho consumado ante Gobiernos municipales lentos y a menudo faltos de personal. Las dos creen que sus innovaciones dejan obsoletas las normativas existentes y que su tecnología puede resolver los problemas que las regulaciones municipales deberían haber resuelto, solo que mejor y con un aire más informal.
El capítulo 3 se centra en Airbnb. Muestra cómo el auténtico negocio de la empresa difiere de la imagen corporativa que ha cultivado, y cómo su crecimiento está agravando problemas en las ciudades donde opera, sobre todo en sus destinos más populares. El capítulo 4 versa sobre Uber: sobre cómo su búsqueda de una sociedad cuyo motor sea el consumidor está favoreciendo una nueva forma de empleo precario, y sobre sus engañosas aseveraciones de que ofrece tanto un servicio barato a los viajeros como un trabajo bien remunerado a los conductores.
Hacer recados y limpiar se cuentan también entre los trabajos sin glamour que de pronto están en el punto de mira de la inversión de riesgo. Las vidas de aquellos que desempeñan lo que cada vez más a menudo se denominan servicios «bajo demanda» son el tema del capítulo 5, desde la pionera TaskRabbit («vecinos que ayudan a sus vecinos») hasta candidatas más recientes que han renunciado hace tiempo a cualquier noción de comunidad en sus motivaciones para crear negocios florecientes y rentables. A lo largo de todo el libro se ofrecen otros ejemplos de servicios de la Economía Colaborativa.
La confianza siempre ha sido uno de los límites del compromiso social. Generosos como somos, nos encantaría recoger a autostopistas, pero nos preocupa que no sea seguro hacerlo —si podemos confiar en ellos—, por lo que el autostop casi ha desaparecido como medio de desplazamiento. El capítulo 6 aborda uno de los argumentos más importantes de la Economía Colaborativa: que ha utilizado internet para resolver el problema de la confianza entre los desconocidos dejando que la gente se califique mutuamente por medio de los denominados «sistemas de reputación». Estos descendientes de los sistemas de valoración que utilizan Amazon y Netflix para ofrecer recomendaciones se están convirtiendo en algo habitual en nuestra experiencia digital, y hemos aceptado casi como por arte de magia su capacidad de dirigirnos hacia aquello que queremos. Pero no son mágicos, y un análisis de cómo funcionan en la práctica demuestra que estos sistemas no alcanzan los objetivos anunciados y que se están utilizando cada vez con mayor frecuencia para establecer un régimen de vigilancia mutua e incluso de temor entre quienes son calificados.
Igual has sido anfitrión o huésped de Airbnb; igual has ofrecido o aceptado un trayecto con Uber; igual has pedido una comida, o la has llevado a domicilio con Postmates. Este libro es crítico con las empresas y con el movimiento de la Economía Colaborativa en general, pero no tengo intención alguna de hacer que el lector se sienta culpable o se ponga a la defensiva en cuanto a su participación en las transacciones de la Economía Colaborativa. Los problemas de la Economía Colaborativa no estriban en el participante individual que busca unas vacaciones novedosas o un desplazamiento rápido a la otra punta de la ciudad, como tampoco lo hacen los problemas generales del consumismo en el individuo que llena de gasolina el depósito de un coche o compra un par de zapatos nuevos. Los problemas estriban en las propias empresas y en los intereses financieros que se sirven de esas empresas para perseguir unos objetivos de desregulación en aras de la riqueza privada.
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