Herejía
Catherine Nixey recupera las vidas de Jesucristo y otros salvadores del mundo antiguo en ‘Herejía’ (Taurus, 2024).
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Su nacimiento había sido milagroso. Durante el reinado de Augusto, cuando daba comienzo el primer milenio, en una ciudad del oriente del Imperio romano, una mujer quedó embarazada. Cuando el vientre se le empezaba a hinchar con el niño que llevaba en él, un ser divino se le apareció y le habló; pero ella no se asustó. Preguntó a aquella visión divina quién iba a ser su hijo, y esta contestó que sería un dios. No solo el hijo de un dios, sino un dios hecho carne y nacido del vientre de una mujer mortal.
Y, efectivamente, cuando nació el niño, dio la impresión de que el propio cielo lo aclamaba; en el lugar donde se produjo el alumbramiento se vio un rayo que en vez de caer al suelo, como parecía que iba a hacer, se remontó al éter y desapareció en lo alto, «revelando y anunciando los dioses su esplendor por encima de todo lo terreno», escribiría después un seguidor suyo.
Su vida, sin embargo, se caracterizaría por ciertas cosas bastante extrañas. Cuando llegó a la edad adulta, empezó a atraer a la gente. Unos lo buscaban porque habían oído los relatos acerca de su nacimiento milagroso y sentían curiosidad; a otros quizá los atrajera su apariencia insólita. A pesar de ser muy hermoso, se vestía de un modo sumamente sencillo, rayano tal vez en lo excéntrico: llevaba el pelo largo, usaba prendas corrientes de lino y andaba siempre descalzo.
Algunos acudían a él para escucharlo hablar; era tan carismático que en cierta ocasión, al llegar a una ciudad, incluso los trabajadores dejaron lo que estaban haciendo y lo siguieron. Otros acudían a él para pedirle que los curara; habían oído decir que era capaz de expulsar a los demonios, de sanar a los enfermos e incluso —o por lo menos eso afirmaban algunos— de resucitar a los muertos.
La escena del milagro más asombroso de aquel hombre había empezado de un modo muy poco llamativo. Se encontraba en Roma y el día era gris y triste. Llovía y la ciudad había sido asolada por una epidemia; la gente andaba tosiendo por todas partes y hablaba con voz ronca. Hasta el propio emperador se había visto afectado por el mal.
Un día, más o menos por entonces, nuestro hombre salió a dar un paseo. Mientras caminaba, se encontró con un cortejo fúnebre que desfilaba bajo la lluvia, siguiendo el féretro de una joven. La muchacha pertenecía a una de las familias de rango más elevado de la ciudad y aquel día tendría que haber sido una jornada de gran alegría para todos, pues estaba previsto que en él celebrara su boda la doncella. Pero, justo a la hora en que debía tener lugar el casamiento, la joven había muerto. Pues bien, en vez de ir danzando por las calles en señal de regocijo, las dos familias caminaban bajo la llovizna, unidas solo por el dolor. Se cuenta que toda la ciudad se lamentaba con el novio que encabezaba el cortejo.
Creyeron que aquel sanador de larga cabellera era efectivamente un dios con forma humana
Al ver el dolor de aquella gente, el hombre se acercó enseguida a los dolientes. «Poned las andas en el suelo —dijo—, pues os haré cesar del llanto por la muchacha». Preguntó a los integrantes del duelo cómo se llamaba la joven. La gente, que no sabía lo que pretendía hacer el hombre, pensó que iba a pronunciar un discurso fúnebre por la difunta, pero él se acercó simplemente al cadáver y, «sin más que tocarla y decirle algo en secreto, despertó a la muchacha de su muerte aparente». La joven revivió al instante. «Recobró el habla y volvió a la casa de su padre».
Algunos se burlaban de semejantes historias por considerarlas meras paparruchas y supersticiones, pero otros vieron y creyeron: no solo que el hombre aquel había obrado dichos milagros, sino también que la visión de su madre había sido verdad. Creyeron que aquel sanador de larga cabellera era efectivamente un dios con forma humana, un dios sanador nacido de una mortal. Él mismo había afirmado en cierta ocasión: «No soy mortal». Un escritor posterior sugeriría que su biografía habría debido titularse «Visita de Dios a los hombres».
Las historias en torno a este individuo se propagaron por doquier y con rapidez; la gente iba en tropel a sus santuarios. No tardó en convertirse en uno de los taumaturgos más populares del Imperio romano. De hecho, se hizo tan popular que pronto, o eso al menos se decía, la propia familia imperial empezó a rendirle culto.
Su nombre era Apolonio de Tiana. O, como lo llamarían después los cristianos, el «anticristo».
Este texto es un fragmento de ‘Herejía’ (Taurus, 2024), de Catherine Nixey.
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