Ucrania

La tarea del espectador

Endurecernos puede ser tan necesario como trasladar la humedad que empaña la mirada hacia las definiciones de principios y valores que construyen nuestra realidad.

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Fotografía

Oleksandr Ratushniak / PNUD Ucrania
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18
abril
2022

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Fotografía

Oleksandr Ratushniak / PNUD Ucrania

Desde que empezó la guerra, cada día me pregunto cómo gestionar el carácter desgarrador de las imágenes del conflicto al que estamos expuestos jornada tras jornada. Los medios irradian su expresión sangrienta mientras la impronta de la muerte alcanza al espectador, nutriendo a una sociedad que no queremos anestesiada hasta el punto de no padecer. En cuanto espectadores, cuestionar la información que procesamos es una tarea que articula nuestra interpretación de la libertad de expresión y el derecho a la información.

Esta vigilancia urge tanto como el cuestionamiento, en cuanto progenitores y tutores, de la actual emergencia de educar a los menores en ser informados, tarea que incumbe e incluye con presión deontológica a la empresa de la información. Debemos enfrentarnos al horror, al sufrimiento, a la escena bélica y al crimen de guerra, ya que reivindicamos una sociedad real de la información para la que la visualización del mal ha de trascender la actividad ocular; cualquier individuo de una sociedad avanzada ha de ser expuesto a este derecho con la misma intensidad con que nos exponemos al derecho a exterminar el merodeo de una muerte moribunda en nuestros imaginarios, reconociendo en lo neurológico que la imagen no termina en el píxel ni el relato en la palabra.

La exposición a la actual realidad bélica exige un debate que permita deshacernos de este cariz moribundo que la guerra instala en nuestras retinas, dejándonos expuestos al peligro de introducir hábitos erróneos –por laxos– en el ejercicio doméstico ante una guerra que ha de repugnarnos cada día con mayor intensidad. La población, especialmente la no creyente, debe encontrar en el acervo común las herramientas que permitan ingerir, digerir y excretar la sobrecarga de imágenes y relatos, apuntalando la conciencia de que Ucrania no es un videojuego y que nuestra relación con el acto bélico es también una divisa visible que evidencia la intelectualidad del perfil de los pueblos. Endurecernos es tan necesario como trasladar la humedad que empaña los ojos hacia las definiciones de principios y valores que construyen nuestra dialéctica. Es una guerra en la que colaboramos moral y éticamente enviando material armamentístico, un gesto que una parte de la población no apoya, generando un disenso de índole social y político entre los ciudadanos que logra herir preceptos morales que hasta hace pocas semanas parecían comunes e inamovibles, apuntalando tesis frenéticas acerca de la calidad de los muertos antes que de la propia muerte.

«La imagen no termina en el píxel al igual que el relato no lo hace en la palabra»

Obligado a la exposición de su cuerpo a la muerte, en esta guerra hemos visto cómo le es arrebatado al varón su responsabilidad para con la progenie y su derecho a la membresía familiar, asentando así las bases de una sociedad que antepone la vida de mujeres, ancianos y niños frente a la del «macho social». Hemos visto también cómo las mujeres devienen pasto sexual de la manada violenta y pérfida de soldados adiestrados en la violación del seno materno, contraviniendo la máxima de supervivencia de los valores de una sociedad sofisticada. Lo mismo ocurre con la fragilidad de la infancia frente a las mafias. Cada día asistimos a la destrucción de la arquitectura mayúscula, aquella que comprende los planos técnicos con las hojas de ruta de una sociedad ávida de conocimiento y bienestar. Vemos –y veremos– cada día el rito funerario expulsado a la periferia de los espacios sagrados en un ejercicio a la deriva del requisito existencial de entregarnos sepultura. También vemos definido con extravagante nitidez el horror y la masacre. Observamos al presidente Volodímir Zelenski ahogando la emoción en esta miseria mientras insertamos en nuestros hábitos domésticos esta nueva tesitura; tras ello, terminamos de cenar y nos lavamos los dientes.

La exposición a estas escenas, sujetas a un protocolo profesional, es una vicisitud comunicacional que obedece a la realidad que vive el mundo; es la muerte moribunda la que debemos apartar de nuestra vivencia, implicándonos en una reflexión filosófica que sacie con cordura el desasosiego intelectual que nos imbuye. Toca destilar la tristeza de una brutal repugnancia y toca grabar en nuestra memoria el llanto ucraniano. Sentir el latido social, ser testigos vivos del sendero de cada lágrima de sus cadáveres.

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