Cultura

Estar aquí es espléndido

La vida de Paula Modersohn-Becker estuvo marcada por la brevedad y la intensidad. Posteriormente, sin embargo, se revelaría su trascendencia para el futuro del arte y de la mujer. En ‘Estar aquí es espléndido’ (Errata Naturae), Marie Darrieussecq ofrece un vívido retrato del trayecto seguido por la joven pintora alemana.

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16
diciembre
2021
‘Paisaje de Worpswede’ (c. 1908), por Paula Modersohn-Becker.

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El horror convive con el esplendor, no eludamos el horror de esta historia, si es que una vida es una historia: morir a los 31 años con una obra por delante y un bebé de 18 días. Y su tumba: es horrible. En Worpswede, tomada por el turismo. El Barbizon del norte de Alemania. El amigo escultor, Bernhard Hoetger, quiso dejar huella con su monumento. Una gran estela de granito y ladrillo: una mujer semidesnuda, reclinada, de tamaño mayor al natural, con un bebé en cueros sentado sobre su vientre. Como si el bebé hubiese muerto también, sólo que no murió: Mathilde Modersohn vivió 91 años. El monumento sufre ahora el deterioro del tiempo, el viento y la nieve de Worpswede.

El 24 de febrero de 1902, cinco años antes de su muerte, Paula Modersohn-Becker escribía en su diario: «He pensado en mi tumba con frecuencia… No quiero que haya un túmulo. Un rectángulo flanqueado por claveles blancos bastará. Y, alrededor de las flores, un modesto caminillo de grava, bordeado también de claveles, y una celosía de madera, muy sencilla, que sostenga la abundancia de rosas. Y una cancelita para que la gente me visite, y un banquito tranquilo al fondo para que pueda sentarse. Me gustaría que estuviera en el camposanto de nuestra iglesia de Worpswede, junto al seto que da a los campos, en la parte antigua, no en el otro extremo. Quizá también, en la cabecera de mi tumba, dos enebros, y entre ambos una tablilla de madera negra únicamente con mi nombre, sin fechas, sin más inscripciones. Así debería ser… Y quisiera también que hubiera un cuenco donde pudieran dejarme flores frescas».

En sus primeros años, cuando describe los cuadros que tiene en la cabeza, vacila entre pintar danzas o funerales

La gente que acude a visitarla deposita las flores entre las rodillas del bebé. Hay rosales, sí, y arbustos. En el centro del epitafio esculpido en granito, destaca en letras mayúsculas la palabra Gott. Un amigo germanoparlante reconoce un versículo bíblico, el 8:28 de la Epístola a los Romanos: «Todo actúa para el bien de quienes aman a Dios». Palabras dedicadas a ella, que nunca cita el nombre de Dios, salvo cuando lee a Nietzsche.

¿Tan extraño es este proyecto de la tumba con 26 años? Otto perdió a su primera y joven esposa: ¿no sentirá acaso la segunda y joven esposa un pellizco en el corazón al casarse con el viudo? «He llevado brezo a la tumba de la mujer que en otros tiempos él llamaba su amor».

Las «premoniciones» de Paula la han fijado como personaje romántico: la muerte y la Doncella. En sus primeros años, cuando describe los cuadros que tiene en la cabeza, vacila entre pintar danzas o funerales, blanco deslumbrante y rojo atenuado… «Y si quiere el amor florecer para mí, antes de que me vaya; y si puedo pintar tres cuadros buenos, entonces me iré satisfecha, con flores en el pelo».

Paula es eternamente joven. Queda de ella una docena de fotos. Bajita, menuda. Mejillas redondeadas. Pecas. Un moño flojo, con la raya en medio. «De oro florentino», dirá Rilke.

Su mejor amiga, Clara Westhoff, narra el recuerdo de su primer encuentro, en septiembre de 1898: «Una tetera de cobre que acababa de mandar reparar para su mudanza reposaba en su regazo. Allí estaba, sentada en el taburete de los modelos, observándome trabajar. La tetera era del color de su hermosa y espesa melena […], contrapunto de su rostro liviano y chispeante, de la bonita curva de su nariz exquisitamente dibujada. Alzaba la cabeza en un gesto de deleite, como saliendo a la superficie, y desde el fondo de sus ojos oscuros y brillantes te miraba con inteligencia y alegría».

La pintora murió joven, y la escultora murió anciana y aún más olvidada.

Un domingo de agosto de 1900, las dos amigas están juntas, cae la tarde, Paula intenta leer pero levanta la vista cada dos por tres, el tiempo es demasiado amable, la vida es demasiado hermosa, tienen que ir a bailar. Pero ¿adónde? Las dos muchachas, ataviadas con sendos vestidos blancos hasta los tobillos, de manga corta y talle ceñido, deambulan por el pueblo desierto. El cielo rojea sobre Worpswede. La colina de la iglesia domina la región llanísima. Un destello de inspiración: se encaraman al campanario… atrapan los cordajes, hacen sonar la campana grande y la pequeña.

Escándalo. El maestro de la escuela acude y huye nada más reconocerlas: ¡las dos jóvenes burguesas, las dos artistas! El pastor, sin aliento, sisea: Sacrosanctum! Una pequeña multitud se aglomera en la iglesia. Los Brünjes, dueños del taller de Paula, inventan una coartada: «¿Fräulein Westhoff y Fräulein Becker? Imposible, ¡estaban en Bremen!». Martin Finke, el granjero, jura que habría dado dinero por estar allí. Y la pequeña jorobada que pela patatas en la trascocina escucha risueña el relato de la hazaña.

Es lo que revela Paula en una carta a su madre, el 13 de agosto de 1900. Mucho ha de querer a su madre para escribirle misivas tan bonitas, y tan alegres. Paula adjunta un dibujo en carboncillo: ella, rubia y menuda, agarrada a la enorme campana, con los bíceps en tensión y las nalgas hacia fuera; Clara, alta y morena, partiéndose de risa con los brazos en jarra. La que se casará con Otto Modersohn, y la que se casará con Rainer Maria Rilke. La pintora que murió joven, y la escultora que murió anciana, y aún más olvidada.


Este es un fragmento de ‘Estar aquí es espléndido‘ (Errata Naturae), por Marie Darrieussecq.

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