Opinión

La sociedad sin fin

Desacreditadas las grandes ideas emancipadoras, y ante la consecuente falta de esos fines en los que sostener nuestras vidas, el exceso de medios refinados y punteros que nos ofrece el avance científico-técnico parecen ahogarnos aún más en una insatisfacción creciente.

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22
noviembre
2021

Cuesta seguirle el curso a la cantidad y la calidad de las innovaciones tecnológicas que cada día nos presentan o nos anuncian para un futuro inmediato o cercano. No solo una serie de productos nuevos, sino también efímeros, pues su mera existencia promete el refinamiento próximo del mismo. De ahí que desde el software de los teléfonos inteligentes hasta las estrategias nacionales de un país sobre algún tema concreto, ya vengan con la caducidad incorporada: cuando la definimos como 1.0, estamos ya decretando su desfase. 

No se trata de impugnar un progreso científico-técnico que cada día nos ofrece mejoras, consuelo y promesas, desde la vacuna contra la covid-19 hasta el contacto permanente con quienes están lejos, pasando por programas que facilitan la comunicación de una empresa o sus exportaciones. Pero conviene preguntarse por qué, si todo ese progreso científico y tecnológico es real y palpable, son tantos los que lo asumen como amenaza económica o cultural y prefieren las mieles del pasado y la nostalgia, o incluso el derrotismo nihilista.

«El desequilibrio entre medios y fines últimos define a nuestras sociedades, que basculan entre el hedonismo y la protesta»

En la transformación digital estamos lejos de percibir entusiasmo general con cualquier horizonte colectivo. Más aún con la amenaza inminente y real de los efectos del cambio climático, que marca un límite irreversible a la representación gráfica lineal de la idea de progreso: hacia adelante y hacia arriba. Las miradas se dirigen constantemente a las compañías tecnológicas e innovadoras, a las que con paciencia infinita se les reclama que, al menos, paguen su parte justa de impuestos, que sean transparentes en la utilización de nuestros datos, o que dejen de manipularnos con su conocimiento experto de nuestras inercias y nuestros sesgos más oscuros. Pero, siendo urgente, es preferible no hacerse demasiadas ilusiones sobre sus efectos sobre un malestar más general.

Lo ha explicado muy bien recientemente Victor Lapuente en su ensayo Decálogo del buen ciudadano. En él insiste en su convencimiento de que necesitamos algo más, alguna idea o proyecto que trascienda un presente que, por definición, es insuficiente. Desacreditadas las grandes ideas emancipadoras, y ante la consecuente falta de esos fines en los que sostener nuestras vidas, el exceso de medios refinados y punteros que nos ofrece el avance científico-técnico parecen ahogarnos aún más en una insatisfacción creciente que puede resumirse en unos versos de José Hierro: «Después de tanto, todo para nada».

«No es el peso tecnológico lo que inclina la balanza en su favor desalmado, sino la liviandad del que se le opone en el otro platillo»

Ese desequilibrio entre medios y fines últimos define a nuestras sociedades, que basculan entre el hedonismo y la protesta, entre el epicureísmo y el malestar. Por eso la máquina se impone con demasiada frecuencia al ser humano y como justificación de decisiones empresariales y políticas. Ella, al menos, tiene claro sus objetivos: si la máquina extiende sus lógicas al mercado de trabajo, a la crianza de los hijos o a lo logística de la casa, no es tanto por la fuerza de sus razones, como por la dificultad de reconocer la alternativa. Mirar a la tecnología tiene mucho de fijarse en el dedo que señala a la Luna. No es el peso tecnológico lo que inclina la balanza en su favor desalmado, sino la liviandad del que se le opone en el otro platillo. Ahí está el vacío, y no hay un villano tan claro a quien echar la culpa.

Carentes de fines claros –de algo que trascienda el día a día, como reclama Lapuente–, estos medios adquieren un protagonismo publicitario, casi pirotécnico. Al fin y al cabo, y a falta de objetivos de fondo, son lo único que tenemos ante las insuficiencias, las incertidumbres y las angustias de la vida. Una descompensación entre medios y fines que funciona como la lotería que le toca a quien no tiene claro en qué proyecto vital y colectivo invertirla y termina no solo más arruinado que antes del sorteo, también más cabreado y deprimido.   

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