Por qué es tan importante proteger la Antártida (y sus mares)
La Antártida y los mares que la rodean son un importante regulador del clima a nivel global. Sin embargo, solo el 5% de su océano está protegido, lo que deja una gran superficie vulnerable a la explotación y la pesca ilegal.
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Inhóspita, hostil, remota… Son muchos los adjetivos que, desde que existen los primeros registros de su descubrimiento en el siglo XVII, se han utilizado para describir la Antártida. Sin embargo, en los últimos años, un nuevo término –el de ‘esencial’– ha ido tomando impulso para referirse al vasto continente helado, cuya extensión es mayor que la de Oceanía y Europa juntas.
Su grandes dimensiones y sus temperaturas extremas (se llegan a alcanzar mínimas de -89,2 grados centígrados) hacen de la Antártida una de las zonas con las condiciones climatológicas más duras de la Tierra. No obstante, son precisamente estas características ambientales las que hacen del continente un importante regulador del clima a nivel global. Y no solo porque su gran superficie cubierta de hielo –contiene, de hecho, el 90% del hielo que hay en el planeta– absorbe menos radiación solar que cualquier otro espacio, sino también por el gran océano de aguas gélidas y profundas que rodea el continente, hogar de una abundante biodiversidad marina.
Un termostato para el planeta
Cabe recordar que los océanos son los grandes sumideros naturales de CO2 del planeta. Y el Antártico es, en concreto, uno de los mayores almacenes de calor y carbono: según un estudio de Geophysical Research Letters, éste concentra no solo cerca del 35% de la absorción global del exceso de carbono de la atmósfera, sino también cerca del 75% de la absorción oceánica del exceso de calor. Además, las corrientes frías antárticas están conectadas con las principales aguas cálidas del resto de los océanos, lo que impulsa la circulación oceánica y regula las temperaturas.
El Océano Antártico concentra cerca del 35% de la absorción global del exceso de carbono de la atmósfera
En este contexto, no es de extrañar que a mediados del siglo XX, un grupo de científicos y líderes políticos acordasen designar el continente como una reserva natural con fines pacíficos. Ese consenso, fue bautizado –y firmado– como Tratado Antártico en 1959 por los doce países que habían estado realizando actividades científicas en la Antártida. Éste prohíbe la actividad militar en el territorio y sitúa la protección del medio ambiente en el centro de todas las actividades humanas permitidas en la zona, que actualmente son, principalmente, la investigación científica, el turismo –limitado– y la pesca controlada.
Años más tarde, en octubre de 1991, las partes del Tratado decidieron incrementar la protección de los ecosistemas antárticos y firmaron el Protocolo al Tratado Antártico de Protección del Medio Ambiente –también conocido como Protocolo de Madrid–, que establecía el marco normativo que regularía la actividad humana en el continente austral de forma global (incluyendo tanto el territorio como el agua, el aire y las especies) y comprometía a las partes de manera integral y absoluta a mantenerla «como reserva natural, consagrada a la paz y la ciencia».
Desde que entró en vigor el Protocolo de Madrid han pasado ya 30 años en los que la Antártida se ha convertido en una de las zonas mejor conservadas del globo. Sin embargo, son múltiples las amenazas que todavía se ciernen sobre el pulmón blanco del planeta y sus aguas, como la crisis climática, que debilita los ecosistemas y acelera la pérdida de biodiversidad. En este sentido, se torna más esencial que nunca proteger y garantizar el futuro del casquete polar.
¿Hacia un nuevo consenso internacional?
Ante este escenario, el pasado 4 de octubre, representantes políticos y grandes figuras de la ciencia climática y la investigación polar se dieron cita en la capital española en una jornada organizada por el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO) bajo el lema Antártida: presente y futuro. El encuentro pretendía celebrar el trigésimo aniversario del Protocolo de Madrid, reiterar el apoyo a la Antártida y reclamar a la comunidad internacional la puesta en marcha de nuevas y más ambiciosas iniciativas de conservación de la biodiversidad; concretamente, aquellas que van orientadas a proteger las zonas marinas.
«La designación de áreas marinas protegidas que limitan la actividad humana en el mar y aumentan la resiliencia de nuestros océanos ha sido una de las medidas más exitosas», señaló el presidente del Gobierno, encargado de inaugurar el evento y reafirmar el compromiso de España en la protección de la Antártida y los mares circundantes. Sin embargo, las áreas actualmente protegidas solo representan un 5% del Océano Antártico, lo que deja una gran superficie vulnerable a la explotación y la pesca ilegal.
El acuerdo para proteger cuatro millones de km2 oceánicos, se encuentra bloqueado por China y Rusia a causa de intereses pesqueros
En este sentido, durante un diálogo virtual con John Kerry, enviado especial de Estados Unidos para el Clima, la vicepresidenta tercera del Gobierno y ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, Teresa Ribera, apeló a la urgencia de establecer «una protección adicional a los océanos». «Espero que la diplomacia internacional haya llegado ya al punto de establecer nuevas áreas marinas protegidas; debemos trabajar juntos de nuevo», expresó Kerry en un llamamiento a los 26 países que forman la Comisión para la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos (CCRVMA), todos ellos con capacidad de voto sobre la Antártida.
No se trata de un llamamiento novedoso: lo cierto es que la propuesta de crear tres zonas nuevas de protección en aguas antárticas –el mar de Weddell, la Antártida Oriental y la Península Antártica– lleva años enredada en las negociaciones internacionales. Sin embargo, el acuerdo para proteger lo que supondría cerca de cuatro millones de kilómetros cuadrados más de océano, se encuentra bloqueado por China y Rusia, que tienen intereses pesqueros en la zona, concretamente en la captura de merluza negra y krill, un pequeño crustáceo considerado como el principal alimento de gran parte de los depredadores marinos –como focas y pingüinos– y, por tanto, a su vez, como un pilar esencial de la cadena trófica.
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