Sociedad

Historia (reciente) de la filosofía política

En ‘Razones públicas. Una introducción a la filosofía política’ (Ariel), los autores dan respuesta a las cuestiones más acuciantes de la filosofía reciente, una donde se dibujan los cimientos de la disciplina que ha construido (y reconstruido) nuestras sociedades.

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10
septiembre
2021

La filosofía política contemporánea echa a andar en 1971, con la aparición de Una teoría de la justicia, de John Rawls. Es difícil exagerar el impacto de este libro que algunos, como Cohen, han comparado con el Leviatán de Hobbes o la República de Platón. A mediados del siglo xx, se dice no sin cierta hipérbole, la filosofía política era tierra yerma. Según Isaiah Berlin, el siglo estaba huérfano de obras de referencia, mientras que Peter Laslett iba más allá al afirmar que «la teoría política está muerta». Razones para el pesimismo no faltaban. De un lado, el positivismo lógico desdeñaba el lenguaje moral como meramente emotivo y, frente al científico o factual, no susceptible de análisis racional. De otro, el marxismo renegaba de los ideales de justicia, entre otras razones, por considerarlos ideología burguesa que el comunismo trascendería. Y el utilitarismo, que seguía señoreando el mundo anglosajón, había dejado atrás su época clásica, la que va de Bentham a Sidgwick, y estaba estancado en discusiones técnicas, de poco vuelo filosófico, sobre cómo maximizar el bienestar social.

Todo cambió con la publicación de Una teoría de la justicia, cuyo objetivo era «ofrecer una visión sistemática y alternativa […] al utilitarismo dominante». Para ello, Rawls se apoya en la tradición del contrato social de Locke, Rousseau y Kant, produciendo una teoría distributiva –la justicia como equidad– que ofrece una solución al viejo conflicto entre libertad e igualdad. El contenido del liberalismo igualitario de Rawls –liberalismo en el sentido anglosajón, no confundir con el liberalismo económico– no era particularmente original, como él mismo reconocía. Sus méritos eran otros. Uno es el alcance de sus argumentos. La posición original, el principio de la diferencia o el equilibro reflexivo han marcado la filosofía posrawlsiana, que ha empleado estas herramientas para analizar asuntos tan variopintos como el constitucionalismo, las relaciones familiares, el crecimiento demográfico o la desigualdad salarial. Otro mérito, quizá menos evidente, es el esfuerzo por trabar filosofía y ciencia social. Una teoría de la justicia no sólo bebió de los debates de la época en economía, derecho y psicología. También contribuyó a su desarrollo, como muestra que algunos de sus primeros críticos fueran economistas, como Kenneth Arrow y John Harsanyi, o juristas, como Frank Michelman y H. L. Hart.

La historia de la filosofía política de entonces aquí es, en parte, la historia de la recepción crítica de Rawls, a izquierda y derecha. Las críticas de la izquierda eran fuego amigo. Por una parte, Ronald Dworkin, Richard Arneson y otros liberales igualitarios, cuya posición Elizabeth Anderson bautizó con tino como «igualitarismo de la suerte», consideraban que la justicia como equidad no discriminaba adecuadamente entre los desaventajados por mala suerte y por voluntad propia. No es lo mismo perder tu casa en un terremoto que en una timba de póquer. Por otra parte, historiadores de las ideas como Quentin Skinner –y filósofos como Philip Pettit o Antoni Domènech– recuperaron la tradición del republicanismo clásico, la que va de Aristóteles y Cicerón a Maquiavelo, Harrington y quizá Marx y, en particular, su concepción de la libertad como no dominación y sus implicaciones jurídicas o económicas, para oponerla a la concepción liberal.

Las críticas de la derecha las capitaneó Robert Nozick, colega de Rawls en la llamada «segunda época dorada» del departamento de filosofía de Harvard, con una enmienda a la totalidad. Apoyándose en una lectura peculiar de Locke, Nozick defendió su propia versión del liberalismo, el libertarismo, que considera justa cualquier distribución que sea fruto del libre intercambio entre individuos. La intervención del Estado para corregir las desigualdades distributivas implica, en este enfoque, una violación de la libertad y la propiedad, incluida la propiedad sobre uno mismo o, en la jerga libertaria, la auto-propiedad. Tras Nozick, otros libertarios, llamados de izquierdas, como Hillel Steiner o Mike Otsuka, han defendido que respetar la auto-propiedad no está reñido con la redistribución. Dado que los recursos naturales del planeta son originalmente de todos, argumentan, existe un deber de reparar a los damnificados por su apropiación y explotación privadas.

El liberalismo igualitario es resistente a las críticas, se ha vuelto más permeable a elementos no liberales

Durante las tres décadas tras la publicación de Una teoría de la justicia, el liberalismo fue criticado desde otros tres frentes: el comunitarismo, el feminismo y el marxismo. La de 1980 estuvo marcada por el debate entre comunitaristas y liberales. Más que una alternativa al liberalismo, comunitaristas como Sandel o Taylor plantearon una serie de objeciones de inspiración aristotélica y hegeliana, reivindicando la comunidad que el liberalismo desdeñaba. En el plano metodológico, defendían la importancia de la tradición en el razonamiento político. En el ontológico, se oponían a la idea liberal del individuo como un ser asocial y aislado de su entorno. Y en el normativo, promovían preservar las identidades colectivas. Poco queda hoy de este debate, pero algunas de las intuiciones comunitaristas han sido recogidas por enfoques nacionalistas y multiculturalistas, como los de David Miller o Will Kymlicka, que han intentado reconciliarlas con el liberalismo.

El feminismo filosófico tampoco ofrecía un enfoque sistemático, pero sus diversas corrientes coincidían con los comunitaristas en criticar el individualismo liberal, aunque por un motivo distinto: su insensibilidad a las cuestiones de género. Según filósofas como Susan Moller Okin o Iris Marion Young, la concepción rawlsiana ignoraba las injusticias dentro de la familia. No sólo porque descansaba en una rígida división entre lo público y lo privado, renunciando a regular con decisión el ámbito «privado» de la familia, donde la opresión de las mujeres se perpetra y perpetúa. Su lenguaje, el de los derechos y la justicia universales, también era claramente masculino e ignoraba el cuidado, una forma esencial de trabajo, realizada sobre todo por las mujeres y con escaso reconocimiento económico y social.

El marxismo, que sí ofrecía una alternativa completa, criticaba al liberalismo por su análisis ahistórico de los conflictos sociales, ajeno al rol de las fuerzas materiales y a la ontología de las clases sociales. El marxismo analítico, representado por A. Cohen, Jon Elster y John Roemer, entre otros miembros del llamado Grupo de Septiembre, pasó las ideas marxistas y sus críticas al liberalismo por el tamiz de la filosofía analítica y la moderna ciencia social, con contribuciones en tres áreas centrales del marxismo: su filosofía de la historia, su teoría de la explotación y su teoría de la clase social. Pero su influencia fue corta: la caída del comunismo favoreció que muchos marxistas analíticos pasaran al estudio de cuestiones normativas de justicia distributiva, como la justicia económica, la lingüística ola transicional.

La democracia deliberativa impugna la concepción de la democracia como mera agregación de preferencias

El liberalismo igualitario ha mostrado resistencia a las críticas, en parte por haberse vuelto más permeable a elementos no liberales. La obra de Rawls refleja este cambio. En su segundo libro, El liberalismo político, Rawls reconocía que en nuestras sociedades conviven numerosos sistemas de creencias –«doctrinas comprehensivas», en el argot rawlsiano– que, como pasa con muchas religiones, son razonables pese a no ser liberales, y que todo Estado legítimo debe acomodar. Y en El derecho de gentes, dedicado a las relaciones internacionales, defendía la inmunidad ante la injerencia extranjera de las sociedades que, pese a no ser democráticas, respetan los derechos humanos. Se oponía así al intervencionismo liberal en política exterior. La constatación del pluralismo, dentro y fuera de las fronteras estatales, y la necesidad de gestionarlo también han hecho que los filósofos se centren en cuestiones de procedimiento, como la razón pública, la democracia o el Estado de derecho. Este giro procedimental se ha visto impulsado, además, por los debates sobre la democracia deliberativa. Promovida inicialmente por Habermas, Elster y, entre nosotros, Carlos Nino, la democracia deliberativa impugna la concepción de la democracia como mera agregación de preferencias, ofreciendo otra basada en el debate público y el intercambio de razones.

La filosofía política ha dado otros dos giros recientes: el global y el práctico. El giro global, quizá el mayor cambio de paso de la disciplina en las últimas décadas, ha incorporado la perspectiva internacional al quehacer filosófico, debido en parte a fenómenos como el cambio climático o la globalización económica. Hasta la década de 1990, el grueso de las teorías políticas contemporáneas tomaba el Estado-nación como unidad política relevante (Beitz y Pogge son algunas excepciones). Hoy, sin embargo, pocos niegan que tengamos algún tipo de obligación, cuyo contenido y realización las teorías de la justicia global investigan, más allá de nuestras fronteras. Y quizá también las tengamos, según otros filósofos, más allá de nuestras generaciones, incluyendo a las futuras (Parfit) o más allá de nuestra especie, incluyendo a los animales (Singer) o a la inteligencia artificial (Bostrom y Yudkowsky).

También hemos visto un giro práctico reciente, en al menos dos sentidos. De un lado, parte del foco filosófico ha pasado de la fundamentación de teorías generales –de la justicia o la democracia, por ejemplo– y su aplicación posterior a prácticas concretas –la fiscalidad o los referéndums, por ejemplo– a la teorización a partir de tales cuestiones. A ello hay que añadir, de otro lado, que la propia formulación y justificación de principios abstractos, a menudo en condiciones idealizadas (lo que se conoce como «rawlsismo metodológico»), ha sido cuestionada. Andrea Sangiovanni y Charles Mills, por ejemplo, han defendido que no es posible formular principios generales para regular prácticas concretas, como la fiscalidad o los referéndums, porque el contenido y la justificación de tales principios dependen de, y varían según, las prácticas que han de gobernar.


Este es un fragmento de ‘Razones públicas. Una introducción a la filosofía política‘ (Ariel), por Jahel Queralt e Íñigo González Ricoy.

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