Un momento...
El día del ochenta aniversario de la muerte de Chaves Nogales, el mayo pasado, terminé leyendo otra vez el epílogo de Josefina Carabias. Y recaí en mi adicción.
No es una adicción a Chaves Nogales, qué tontería (sus derechos editoriales, por cierto, se liberan en 2025). Es el enganche peregrino a hacerse una pregunta y empeñarse en responderla. La simple cabezonería de la intriga. La pregunta, por supuesto, suele ser perfectamente irrelevante. Y te la encuentras por casualidad.
Josefina Carabias (1908-1980) sigue a Carmen de Burgos en la genealogía de pioneras. Se la considera la primera periodista full time. Vicente Sánchez Ocaña, primo carnal y redactor jefe de la revista Estampa, cogió su primer artículo y tiró la mitad al cesto de los papeles sin mirarlo. La primera mitad. «¿Por qué haces eso?», preguntó la Carabias, con veintitrés años. «Porque yo a todos los principiantes les tiro las tres primeras cuartillas». Cuando empezó a leer metió las dos manos de vuelta en el cubo.
Pepita Carabias fue contemporánea, compañera y «discípula» de Chaves Nogales (Ignacio F. Garmendia, Obra completa, Manuel Chaves Nogales, Libros del Asteroide, 2020). «Acompañó la reedición [en 1969] del último de sus libros aparecidos en España, Juan Belmonte, matador de toros, publicado en 1935 por el sello Estampa […]. Las dieciocho páginas impresas que ocupa ese epílogo […] son una delicia a la vista de cualquiera. Una joya que no se ha valorado, a mi juicio, con la atención que se merece».
Le saco cuatro pellizcos al texto. Primero, que la vida de un torero podía contarse, por fin, «sin exageraciones, ditirambos ni latiguillos, tan al uso en la literatura taurina». Segundo, que fueron el uno para el otro: «Sin la pluma de Chaves la vida de Belmonte no habría tenido el interés que tiene […]. Pero una figura como la de Juan era lo que necesitaba Chaves para que su talento diera de sí todo lo que podía». Tercero, la mirada carabiana sobre el matador, al que trató en los años 50, retirado hace tiempo: «Juzgaba todo con sobriedad sarcástica. Más que un torero, daba la impresión de ser un humorista británico». Y cuarto, Gómez Cardeña, la finca de Utrera de Juan: «Llegué a la conclusión de que aquellas tierras, juntamente con un nieto que entonces tenía siete años, eran las dos grandes ilusiones que quedaban en la vida de Belmonte. Se complacía en describirlas ante los que no lo conocíamos aún: el paisaje serrano, los azules, los verdes y los rojos que hacen de la campiña andaluza un tecnicolor fabuloso […]. Un día me dijo guiñando aún más aquellos ojos inteligentes y ya un poco cansados: «Sí, es un sitio… ¡como para morirse allí!»».
Fue, como mínimo, una profecía autocumplida. Belmonte se pegó un tiro en la sien derecha el 8 de abril de 1962. Lo hizo en un anexo al salón de su casa, donde lo encontró Asunción, «que en Gómez Cardeña era más que un ama de gobierno». Muy cerca, por tanto, del retrato suyo que allí colgaba y que le había regalado su amigo el pintor Ignacio Zuloaga, un verano en Zumaya hace ahora justo cien años. Allí es donde empieza esta historia y mi recaída. En aquellos óleos y alberos del Cantábrico.
Al abulense de Arévalo Maximiliano Clavo su propio nombre no le debió parecer lo bastante literario y se puso un seudónimo. Firmaba sus famosas crónicas taurinas como «Corinto y Oro». Latiguillos, que diría Josefina Carabias.
Publicó los días 25 y 26 de agosto de 1924 en el periódico La Voz de Madrid dos crónicas sucesivas («enviadas por telefonemas») que mezclo porque reseñan el mismo acontecimiento:
«Hay una gran expectación para el festival taurino benéfico que se celebra esta tarde en Zumaya. Ha interesado extraordinariamente en todo el norte, por el deseo de ver al famoso trianero [Belmonte, que llevaba dos años retirado] y ha sido organizado por Ignacio Zuloaga, José Ortega y Gasset, el maestro Lasalle y Fernando Gillis. Los productos que se obtengan del festival serán a beneficio de los pobres de Zumaya».
En la localidad vasca se levantó una placita de madera con dos mil localidades (por tres mil habitantes que tenía el pueblo en total) y asistieron «decenas de automóviles de San Sebastián y de Bilbao». También el Conde de Romanones y Manuel García Prieto.
«Zumaya a las tres de la tarde daba la sensación de un minúsculo Madrid en un gran día de primavera y de toros.
Calor asfixiante, masas humanas que van y vienen, racimos de mujeres hermosas y hombres de elegante indumento».
El segundo de la tarde, un novillo de Utrera «de unas 17 arrobas», Catalino, coge a Belmonte «bronco y cernido» y lo manda a la enfermería. «La fiesta termina. La fiesta era él». Diagnóstico: desgarro largo y superficial del escroto, «curado por el doctor Serrano con cuatro puntos de sutura […]. Después se le condujo al Hotel Amaya, donde veranea con su familia».
No eran las primeras vacaciones de los Belmonte en Zumaya. Ni era aquella esquina de Guipúzcoa, de un tiempo a esta parte, un lugar escondido del mapa. Cuenta la periodista Loreto Sánchez Seoane (El Independiente):
«Era el centro de tertulias de la generación del 98, el imán de otros tantos intelectuales que convirtieron Zumaya en su hogar.
Como lo describió el periodista y escritor Ramón Pérez de Ayala, «el lugar donde están los espíritus más elevados»».
Desembolsó Zuloaga 10.445 pesetas del año 1910. Eso le costó un terreno movedizo entre playa y marisma en la desembocadura del río Urola. «Le dijeron que no era viable vivir allí, que la casa se caería, que no duraría ni dos años». Se empeñó el pintor (que seguía vendiendo cuadros en París a precio de Singer Sargent) por la fuerza de las toneladas de arena que trajeron decenas de carros de bueyes y haciendo plantar un bosque cercano para apuntalar con sus raíces un nuevo conjunto sobre los restos de una antigua hospedería y ermita. «Un proyecto temerario», dice Margarita Ruyra de Andrade, de la Fundación Zuloaga. Y allí puso Zuloaga su colección, su casa y su taller. Su guarida vasca definitiva. Hoy es un museo.
En aquel lugar anfibio se hicieron fuertes los noventayochistas que escribieron la crónica del gran naufragio nacional. Preside la ínsula, como orla generacional, un cuadro inacabado llamado Mis amigos. Allí están Marañón, Ortega, Ramiro de Maeztu, Azorín o Valle Inclán posando delante del Apocalipsis de El Greco, junto a un velazqueño Zuloaga que les está pintando (un cuadro dentro de un cuadro). Arriba a la izquierda aparece un torero de rasgos vagos. No hay muchas dudas sobre quién es ese matador: Juan Belmonte.
Su amistad nace en las tertulias madrileñas del 98, se alimenta de viajes al norte y al sur y llega hasta nosotros con una manifestación de casi dos metros de alto y metro y veinte de ancho: el famoso retrato que el pintor le hace a Belmonte aquel 1924, cuando la corrida benéfica. «Me pasé el verano ante el caballete vestido de torero», dice el sevillano por ventriloquía literaria de Chaves Nogales. El cuadro se llama Belmonte en plata y es su imagen pictórica más famosa (el adjetivo es suyo). Más que la de Romero de Torres o Daniel Vázquez Díaz.
Ese es el cuadro que espero encontrar cuando el epílogo de Josefina Carabias me lleva a buscar fotos sobre la finca Gómez Cardeña, edén belmontiano. Y encuentro en una de ellas (diario ABC, 2014) un retrato colgando de la pared del salón. Uno… que no es Belmonte en plata, pero que también es de Zuloaga, dice el pie de foto. No lo conozco. ¿Cuántos retratos le pintó entonces? La pregunta enciende la chispa.
Son tres. O eso escribe el periodista José Romero Portillo en su libro Ignacio Zuloaga en Sevilla: «En el primero de ellos, el torero se muestra de frente y con capa; en el segundo, con traje negro; y en el tercero, vestido de plata […] acaso sea el más elogiado». Los tres, dice también Romero Portillo, fueron pintados en Zumaya y están fechados en 1924. ¿Los tres retratos uno detrás de otro? ¿Qué suerte de euforia o de exaltación de la amistad explica esa sucesión?
Empiezo a hacer cuentas. El último de los cuadros que describe Portillo («vestido de plata; acaso sea el más elogiado») no tiene pérdida. El segundo («con traje negro») es el que veo en las fotos del salón de la finca de la familia Belmonte. Pero… ¿y el primero? «En el primero de ellos, el torero se muestra de frente y con capa…».
No encuentro en el buscador un Belmonte de Zuloaga distinto al Belmonte en plata y al Belmonte en negro. Diversifico la búsqueda y uso algunos trucos, pero no sale nada. Así que pregunto al mencionado Romero Portillo, al que alcanzo en redes y le pido que haga memoria. Jose me contesta amablemente: «Diría que un retrato está en el Museo de Segovia, otro en la colección del Espacio Zuloaga de Zumaya y otro pertenece a la familia de Belmonte».
Suena bien y vuelvo a hacer cuentas. El de la familia Belmonte está localizado (a falta de confirmar que lo siguen teniendo y cuelga del mismo sitio). Los otros dos… ¿cuál es cuál? Las webs de ambas colecciones no ofrecen demasiada información, así que agarro el teléfono.
La respuesta en Zumaya multiplica mi curiosidad: no tienen ningún Belmonte. La respuesta en Segovia (castillo de Pedraza) apuntala el misterio: confirman que tienen el Belmonte famoso, el Belmonte en plata; postura de lado, traje esmeralda y argenta, capote en las manos y sin montera. Pongo una chincheta.
¿Dónde diablos está el tercer Belmonte? No parece que formara parte de la exposición de 2012 en Sevilla Belmonte y Joselito: Una revolución complementaria. Una consulta a la hemeroteca empeora las cosas. Escribe el cronista Antonio Díaz Cañabate en el diario ABC: «Enrique Lafuente Ferrari, en su muy completo catálogo de las obras de Ignacio Zuloaga, registra cuatro retratos de Belmonte».
Tiene sentido cabalístico que el profesor Enrique Lafuente Ferrari naciera en el año 1898 y escribiera una monografía (todavía canónica) de Ignacio Zuloaga, el pintor de la generación letraherida de Zumaya.
Dice su amigo Julián Marías, a quien conoció a bordo del recordado Crucero Universitario por el Mediterráneo: «No fue director del Museo del Prado aunque parecía haber nacido para ello». Su bibliografía llega hasta el techo, «numerosa y excelente». Y su estudio sobre el artista vasco (1950) conoce dos conocidas reediciones (1972, 1990) que exigen idéntica fuerza en manos y muñecas. Porque son de tamaño Taschen.
Por eso no encuentro el libro en la estantería correspondiente (Arte, Pintores) de la biblioteca Rafael Alberti de Madrid, junto al hospital Ramón y Cajal, un sábado por la mañana de adolescentes en bandada que estudian Selectividad. Pido ayuda al bibliotecario y él tampoco lo encuentra, porque en realidad (nos alerta otra compañera) el libro no es prestable por sus dimensiones y duerme, por tanto, en un lugar totalmente distinto, una sala de lectura en la planta de abajo, llena de jubilados que leen el periódico.
Voy directo al directorio final que enumera todos los cuadros registrados por Ferrari a partir de los papeles del propio Zuloaga. Página 517. Ahí están, en la última columna de la derecha. Cuatro Retrato de Juan Belmonte como cuatro soles, los cuatro listados casi seguidos, los cuatro fechados en 1924.
El tercero (390) y el cuarto (392) son, por sus descripciones, el Belmonte en negro y el Belmonte en plata. El primero (388), sin embargo, no lo reconozco: «Casi de frente, capa sobre los hombros, montera en la cabeza». Y el segundo (389) confirma su condición fantasmagórica porque todo se cuenta en una sola línea: «Retrato de Juan Belmonte. Zumaya, 1924. Colección particular, Bilbao (389 bis)».
Hago fotos y ordeno el tráfico. Dos Belmontes sin misterio (Segovia, Sevilla). Uno por ubicar («Casi de frente, capa sobre los hombros, montera en la cabeza»). Y un cuarto enigmático y, aparentemente, un bis [389] del desubicado, y en el que sólo pone (pero el dato vale para insuflarle vida): «Colección particular, Bilbao».
El que está por ubicar, en realidad, sí incluye una localización en el registro de Ferrari: «Colección Zuloaga». Pero nada saben de él en los dos museos que tiene el pintor. Quizá el dato ya está desfasado (Lafuente muere en 1985). Quizá ese Belmonte salió de la familia en algún momento, por alguna razón.
Le doy otra pasada a la hemeroteca, probando otros términos de búsqueda. Antonio Cañabate vuelve a darme la siguiente pista. Diario ABC, 24 de noviembre de 1957: «Uno de esos retratos ha sido donado por la familia de Zuloaga en beneficio de los damnificados de Valencia. Es el que aparece en la fotografía que ilustra este artículo».
La foto ocupa todo el centro de la página. Clava la descripción: «Casi de frente, capa sobre los hombros, montera en la cabeza».
La sabiduría de los romanos atraviesa veintidós siglos de distancia y, de paso, le hizo un favor al NODO. Escribe el periodista Antonio Ortí: «La Valencia romana, la que se fundó sobre una pequeña terraza fluvial, quedó casi intacta, mientras que las construcciones del cauce fueron arrasadas. El que la plaza de la Virgen y el palacio arzobispal salieran relativamente bien parados de la riada llevó al régimen franquista a presentarlo como un milagro. No obstante, la realidad fue otra: los romanos sabían muy bien dónde situarse precisamente para no tener que depender de las intervenciones sobrenaturales de origen divino cada vez que diluviaba».
En la madrugada del 13 al 14 de octubre de 1957 un temporal de gota fría barrió Valencia. El Turia se desbordó y murieron 81 personas según el Régimen, tras caer «630 litros de agua por metro cuadrado, casi el doble que la cifra de lluvias máximas caída sobre Europa desde 1900». Un año después, en su boda, Amparo Aparisi jura que seguía oliendo a tarquín y cieno en las calles de la ciudad. Más de 1700 personas se quedaron sin casa.
Por Radio Juventud de Ponferrada ya merodeaba entonces un Luis del Olmo apenas mayor de edad. Juventud era una radio creada por los rapaces de Falange. Con apenas dos años más también empezaba a despuntar un granadino llamado Adolfo Fernández Aguilar, que desde Radio Juventud Murcia se puso al frente aquellos días de un programa especial llamado Murcia por Valencia. Los murcianos, además de vecinos, sabían muy bien lo que eran las riadas.
La radio abrió teléfonos en aquellas semanas de consternación nacional. La idea era que los oyentes ofrecieran todo tipo de tesoritos para ser subastados y recaudar fondos. Lo cuenta Antonio Herrero Andreu en El Faro de Ceuta:
«Collares, objetos de porcelana, un balón del Athletic, la cruz de beneficencia de Antonio Bienvenida, el crucifijo con el que estuvo enterrado José Antonio Primo de Rivera,
la batuta del maestro Argenta, unos dibujos de Sorolla o un mantón de manila de Lola Flores».
El aluvión se explica porque este espacio regional saltó a las ondas nacionales (rebautizado como España por Valencia). «El mismo lunes 14 empezamos con la emisión y estuvimos hasta principios de noviembre. No sabíamos cómo acabarlo de tanta gente que llamaba», ha contado el propio Adolfo en una entrevista (Las Provincias). Por si fuera poco, el programa duraba todo el día:
«Trabajábamos sin guión previo. La realización requería de la participación de mucha gente en la gestión y recepción de los donativos, en el control de llamadas. En Radio Juventud éramos unas 30 personas, contando a actores y guionistas, y nos íbamos turnando para mantener el programa en antena durante todo el día. Ninguno cobramos ni un duro por pasar horas y horas ante el micrófono, era una generosidad emocionante».
Carmen Sevilla donó un par de zapatos comprados en Roma. El arzobispo de Valencia su anillo. También se pujó por un burrito de pocos meses llamado Platero II o un gato de nombre Mateo salvado en el edificio de la Telefónica de Valencia. Una mujer que había dado a luz en la riada le puso el nombre del locutor a la criatura. El propio Adolfo Fernández, de hecho, fue fichado por Bobby Deglané para la Cadena SER.
Lanzado al estrellato, Adolfo se subió también al estrado de una sala de la Biblioteca Nacional para ser la voz, en febrero de 1958, de la subasta pública de las obras de arte que conformaron la llamada Exposición Pro Damnificados de Valencia. La Sociedad española de amigos del arte ofreció, por cortesía de las propias familias y herederos de los artistas, 189 piezas de pintura y escultura. Hubo Sorollas, Beneditos y Benlliures. «Quienes dan arte», declaró a la prensa el pintor Luis Gil Fillol, «dan más que nadie, porque dan pedazos de su ser».
Se recaudaron 800.000 pesetas en las dos horas que duró el primer día de subasta. «Una puja desbordante de caridad», con compradores de excepción como el duque de Alba. La obra con un precio de salida más caro era un retrato de Ignacio Zuloaga del torero Juan Belmonte, donado por su sobrino, Eduardo Suárez Rezola. «Casi de frente, capa sobre los hombros, montera en la cabeza». 400.000 pesetas de entrada. Pero ni rastro en las crónicas de quién se lo quedó.
José Belmonte Rodríguez-Pascual no es sólo el sobrino nieto del Pasmo de Triana. Además es un estudioso en la materia, a cuyo hijo conozco desde hace tiempo. Me lleva varios cuerpos de ventaja en cualquier asunto belmontiano. «Ya tengo tus tres retratos», me dice nada más cogerme el teléfono, entusiasmado, previo encargo por WhatsApp.
Para empezar, le pido a Pepe que me confirme que la familia sigue teniendo el Belmonte en negro («corinto y azabache», puntualiza él). Es el caso. La pintura sigue en el salón de la finca de Gómez Cardeña, propiedad que durante todos estos años, eso sí, ha pasado por diferentes avatares entre sus distintos herederos y que, incluso, ha sido dividida entre las dos ramas de descendientes. Pero el cuadro está en su sitio, propiedad de la rama Arango Belmonte, «aunque ya no es lo mismo sin el arcón negro que siempre hubo debajo». Clavo la segunda chincheta.
Luego derivamos un rato más y, al final, Pepe dice tranquilamente: «El tercer Belmonte está en el museo del ayuntamiento de Valencia». Silencio. Pienso en la riada y en la subasta. No puede ser casualidad. Le pregunto que cómo lo sabe y Pepe me enseña una foto del cartelito junto al cuadro cuando fue prestado a una exposición temporal: 2012, Sevilla, Joselito y Belmonte: Una revolución complementaria».
Qué despiste. Reviso de nuevo alguna foto y veo que lo había tenido delante de las narices. Enfrentados, bajo la mirada del comisario de la exposición, Juan Carlos Gil, profesor de la Universidad de Sevilla, Belmonte en plata (Segovia) a la derecha y Belmonte en oro (ese es su color) a la izquierda. Debí pensar que era un Joselito. Debí ver la foto cuando aún ni siquiera había podido saber qué aspecto tenía (dorado y azul) el Belmonte misterioso.
En el ayuntamiento me confirman que lo tienen (tercera chincheta) y además me dan la explicación de su relativo anonimato. La directora, Marta López Ricarte, me cuenta que el cuadro es registrado en 1958 y que se ha prestado (solicitado) bastante poco. Tampoco ha tenido mucha exposición en la propia ciudad. En buena parte porque el Museo de la Ciudad de Valencia (1927) no ha tenido instalaciones adecuadas y edificio propio hasta 1989. Por eso, hasta entonces, el Belmonte estuvo guardado la mayoría del tiempo. «En 1991 el PP gana las elecciones (Rita Barberá) y se decoran los despachos, antesalas y estancias con obras de arte. El retrato del torero será uno de esos cuadros, colocándolo en la antesala de la Alcaldía hasta 2015». Belmonte y Barberá, vecinos durante 24 años.
Después, cuando Joan Ribó (Compromís) llega al consistorio el cuadro vuelve al Museo de la Ciudad, pero se guarda en los almacenes, «porque no tiene cabida en el discurso museológico existente en el museo. Estamos en pleno proceso de elaboración de un nuevo plan museológico y actualmente sólo estamos haciendo exposiciones temporales».
Marta, además, me confirma lo más importante. Viajamos de vuelta a la riada de 1957: «No todos los cuadros se subastaron y, seguramente por eso, en este caso, la familia decidió donar el cuadro al Ayuntamiento. Quizá como gesto de reparación por los daños causados por la riada. Es decir, ya que no se subastaron y no se consiguió el dinero, al menos fue a parar al Ayuntamiento y, por lo tanto, al disfrute de los valencianos».
Compruebo y ahí está. La prensa de la época lo recogió el 18 de diciembre de 1958, catorce meses después de la riada. Periódicos Amanecer y Diario de Mallorca: doña Luisa Zuloaga, hija del pintor, se hace la foto con el alcalde y el cuadro; todos contentos. Pero algo no encaja. ¿Por qué no se subastó? ¿Cómo pasó el Belmonte en oro (Valencia) de ser la estrella de la puja solidaria a ser donado por amor al arte, cuando el objetivo era, precisamente, recaudar dinero?
Me llama Pepe Belmonte. Me da un dato nuevo que mejora el día. Le cuenta un primo (de la rama Beca Belmonte) que la familia se quedó con el Belmonte en negro porque el propio Juan lo escogió personalmente. «Zuloaga le dio a elegir y ese era el que más le gustaba de los tres».
Los tres están, por supuesto, en el directorio de obras belmontianas que me envía por correo electrónico la Fundación Zuloaga. Es otro de los cables que lancé hace días. Precisamente el Belmonte sevillano incluye una inscripción y firma del pintor en el ángulo inferior izquierdo: «A Juan Belmonte»; lo cual quizá confirme el favoritismo del matador. La nómina también incluye algunas fotos y dibujos dignos de ver, incluida una serie de bocetos preparatorios para los Belmontes: mentones, bustos, perfiles esbozados con trazo rápido, algunos apuntes propios escritos con letra informal. Es como ver la mesa de trabajo de un animador de Walt Disney.
También aporta su criterio Ignacio Suárez-Zuloaga, presidente de la fundación y bisnieto del artista: «Ignacio Zuloaga tuvo una gran rivalidad con Sorolla, y sus amigos, los escritores de la generación del 98, fueron muy críticos con los pintores valencianos y madrileños del grupo de Sorolla, a quienes tachaban de comerciales y superficiales. Mi abuela lo entendió como una ocasión de demostrar con hechos que se estaba con los valencianos; en aquel momento la cotización de un cuadro de Ignacio Zuloaga era muchísimo mayor que en la actualidad».
Ignacio me refiere un par de casos más de donaciones solidarias zuloaguescas, pero no puede darme muchas más certezas: «En algunos casos las ciudades o pueblos decidieron quedarse con el cuadro. No sabemos por qué motivo [éste] se lo quedó el ayuntamiento».
Que todo este asunto, desde el principio, sea más bien irrelevante no quita la satisfacción de encontrar la respuesta. Es el clímax del adicto, que ocurre algunos días después, y en silencio, porque eso es lo que exige la Biblioteca Nacional del Paseo de Recoletos, en Madrid, incluida la sala de sus equipos de consulta de hemeroteca. No se debe hacer ruido. No se puede entrar con mochilas y la seguridad es estricta (cuento hasta tres filtros), lo que hace la búsqueda más emocionante.
Hurgo y hurgo hasta el 7 de febrero de 1958. Escribe el corresponsal en Madrid del diario España de Tánger: «La subasta continuará hoy, y existe gran expectación por saber hasta dónde llegará la puja por el Belmonte de Zuloaga, tasado inicialmente en 400.000 pesetas. Parece ser que se halla interesado en este cuadro un Museo de París y otro de Nueva York».
Un momento...