Un momento...
Cualquier parecido del actual Madison Square Garden con sus predecesores homónimos es pura coincidencia. Lo que ahora es tráfico y cristal sobre la estación de tren de Penn Station fue hace más de un siglo una pista de ciclismo sin techar (más abajo, en la calle 26) y luego un espacio multiusos que igual servía para un maratón indoor, una victoria por knockout de Jack Dempsey, una competición de belleza de perros o los contoneos folklóricos de la bailarina almeriense Carmen Dauset. Hoy sorprende ver lo que sobresalía de su planta cuadrada: una torre de 32 pisos igualita que la Giralda de Sevilla.
Es mi ejemplo favorito de la locura por lo español (Spanish Craze) que experimentaron los estadounidenses en el salto del siglo XIX al XX. Así se entiende mejor el quijotesco empeño del mecenas Archer Huntington por fundar la Spanish Society of America (1904), basílica neoyorkina consagrada al estudio, la preservación y la exhibición. Cinco años después de abrirla, Huntington organizó una exposición (1909) con los dos máximos exponentes de nuestra pintura del momento: Sorolla y Zuloaga.
Cuenta el conservador Patrick Lenaghan: «Si bien en un principio tenía la intención de incluir a ambos artistas en una misma muestra, Sorolla le envió tantos cuadros que Huntington decidió organizar una exposición independiente para cada uno, siendo la de Sorolla la primera en abrir sus puertas. Tuvo un éxito tremendo».
Todavía las fuerzas entre ambos eran desiguales, pero colisionaron así las dos visiones que el mundo tenía del país: la luz del valenciano contra el tenebrismo del vasco. Era la versión extranjera (y no beligerante) de la llamada «Cuestión Zuloaga», controversia doméstica que reprochaba al pintor una mirada ceniza y tremendista de su propio país.
Construir este antagonismo, en cualquier caso, no dejó de ser «una rivalidad y una polémica reduccionista», me avisa Javier Novo, jefe del Departamento de Colecciones del Museo de Bellas Artes de Bilbao. El pleito se alimentaba del trauma y la crisis de autoestima del 98. «Decían de Zuloaga que era el pintor de un país muerto. Tuvieron que poner seguridad frente a algunos de sus cuadros porque había peleas».
La consagración internacional de Zuloaga llegaría antes que la nacional, pero aún tendría que esperar un poco más. En 1925 ya categoría de estrella. Es recibido en la Casa Blanca por el presidente Calvin Coolidge y durante cuatro meses recorre Nueva York, Boston, Filadelfia, Miami y Cuba. Escribe Lafuente Ferrari, casi con pena: «Pocos cuadros pinta Zuloaga en 1925, año en el que su viaje a Norteamérica le ocupa y fatiga».
Había cruzado el Atlántico a bordo del RMS Majestic con 45 de sus obras enrolladas en la bodega. Su exposición en las Reinhardt Galleries de la calle 57 con la Quinta fue un acontecimiento social que no se perdieron, en su inauguración, el embajador español, el gobernador de Massachusetts, el multimillonario Otto Khan o la soprano Lucrecia Bori. La muestra fue prorrogada una semana más de lo previsto e hizo ruido en la prensa de la época. Había una pregunta recurrente de los reporters: su famoso amigo Juan Belmonte, «el Babe Ruth de los toreros» (The Baltimore Sun).
Sus tres retratos (oro, plata y negro) le acompañaban. Eran los cromos escogidos para atraer el interés de los compradores y mecenas en un viaje planteado minuciosamente: «Como si de un ejercicio de alarde se tratara, hubo una gran presencia de retratos, tanto de la alta sociedad europea y americana como de personajes célebres», leo en el magnífico catálogo de la exposición monográfica sobre Zuloaga que el Museo de Bellas Artes de Bilbao organizó en 2019.
El 25 de enero de 1925, la crítica de arte Helen Appleton Read entrevista a Zuloaga en las páginas del periódico The Brooklyn Daily Eagle. El pintor afirma haber vivido «una semana de agonía» dados sus conocidos mareos en barco. Appleton elogia después su «inglés fluido» y su pintura como la síntesis de «toda la historia de España, no sólo bandidos o no sólo luz». Finalmente aparece el asunto Belmonte y esta pepita de oro:
«Le he pintado con tres de sus trajes más famosos. El verde y plata lo ha llevado para lidiar a los toros más peligrosos. El dorado y azul perteneció a Joselito, su único igual en la plaza, y al que mataron
hace unos pocos años. Yo había empezado a hacerle un retrato con este traje pero él murió antes, así que pinté a Belmonte llevándolo. Y el negro y rojo lo vistió Juan en una corrida famosa».
Zuloaga hizo más entrevistas, expuso en más ciudades y le llovieron los encargos. Acaso usando la técnica de mostrarse inalcanzable. Vuelvo al catálogo de la exposición bilbaína de 2019, que sentencia sobre aquellos retratos exhibidos como tarjeta de visita: «Casi la totalidad de ellos, sencillamente, no estaban a la venta». Belmonte se mira, pero no se toca. Por mucho que no fueran, ni mucho menos, sus mejores trabajos.
Por eso, en realidad, 30 años después, no me pudo extrañar demasiado aquella frase en la crónica del diario España, a propósito del Zuloaga de la riada valenciana (1958): «Parece ser que se hallan interesados un Museo de París y otro de Nueva York». Aquella subasta fue abortada sobre la marcha, igual que el Ministerio de Cultura y la Comunidad de Madrid sacaron a toda prisa de la circulación, en 2023, el nuevo Caravaggio, el Ecce Homo, cuando decenas de expertos internacionales empezaron a rondar misteriosamente la casa de pujas de un cuadro que, en catálogo, sólo valía 1.500€ y se atribuía al taller de José de Ribera. La rápida reacción evitó que acabara en el extranjero. La confirmación la encuentro buceando en el diario Madrid. La crónica la firma J.M. Castaño:
«Estaba valorado en 400.000 pesetas y nadie pretendió pujarlo, porque se comunicó a los asistentes que andaban en juego
ciertos intereses franceses y americanos para la adquisición del óleo en la cantidad indicada».
Aquí debería terminar este artículo. Tres retratos, tres chinchetas, despedida y cierre. Pero el adicto puede ir, en realidad, tan lejos como sea incapaz de evitar. Perdiendo el tiempo de nuevo en las páginas del The Brooklyn Daily Eagle, el periódico parece recordarme que el asunto aún atesora un misterio más. Posiblemente el más grande y atractivo de todos. Escribe de nuevo la amiga Helen Appleton Read, sobre la mencionada exposición de Zuloaga:
«No hay nada mejor en la muestra que los cuadros de Belmonte, máximo exponente español
del arte de torear. Se exponen cuatro retratos de él».
Cuatro. Ay, es verdad. Cuatro documentaba desde el principio Lafuente Ferrari en su monografía; cuatro y un dibujo, que ocupa ya las últimas páginas de la relación de trabajos: «Retrato de Juan Belmonte (dibujo). Última época».
Cuatro retratos como cuatro soles figuran también en la relación de obras belmotianas que me remitió la Fundación Zuloaga. Ahí están, pero del cuarto no tienen ni siquiera foto. Del cuarto no saben absolutamente nada.
«Si lo pone Lafuente Ferrari va a misa», me dice por teléfono Margarita Ruyra, una de las fundadoras y directivas de la fundación. Hablamos cuando ella, precisamente, está de viaje en Zumaya. Me responde eso cuando le planteo la posibilidad de que el cuarto Belmonte sea alguna especie de duplicidad o errata contable. ¿Y si no existe?
Es lo que empiezo a pensar cuando hablo también con Mikel Lertxundi, uno de los dos comisarios de la exposición mencionada sobre Zuloaga en Bilbao. «Por lo que sé, eran tres los retratos. O, al menos, fueron tres los que nosotros conseguimos identificar. Para evitar que la exposición fuera similar a las que ya se habían realizado sobre el artista, pasamos varios años identificando y localizando obras suyas por todo el planeta».
Es decir. Aquella exposición fue lo bastante concienzuda (con pinturas también de colecciones privadas) para que la probabilidad de que el cuadro esté ahí fuera se reduzca. Aunque la pista, de haberla, está en Bilbao. Porque en la relación Lafuente Ferrari el cuarto Belmonte incluye la frase que le insufla la vida, y que me hace seguir: «Colección particular, Bilbao».
Rescato otra runa de hemeroteca. La revista El Toreo cubrió también la corrida benéfica de 1924 en Zumaya. La crónica de Paco Medialuna incluye una frase irresistible: «El retrato de Belmonte pintado por Zuloaga, que se rifó al final de la corrida, correspondió a don Carlos Bayo, de Bilbao».
¿Casualidad geográfica? No es el único periódico que lo recoge, pero un dato esencial varía. ABC lo cuenta exactamente en los mismos términos pero El Sol habla de «un retrato a lápiz de Belmonte, pintado por Zuloaga» y el diario Informaciones escribe que «Zuloaga ofreció al público el carbón y lápiz del genial Belmonte».
¿Dibujo o cuadro? Pepe Belmonte, que ha investigado, publicado y conferenciado sobre su antepasado ilustre, vuelve a rescatarme. Aporta otra crónica en la revista Nuevo Mundo, que sí incluye una foto de la obra y cuyo pie dice: «Retrato de Juan Belmonte, dibujado por Ignacio Zuloaga, que se rifó en el festival taurino de Zumaya». Es un Belmonte que reconozco al vuelo. Es el Belmonte en plata, pero sólo hasta el hombro, a modo de busto.
Compruebo otra vez los dibujos que incluye la información de la Fundación. Además de los bocetos, hay un retrato de Belmonte al carboncillo que no está fechado, pero que captura al Juan ya entrado en años, con frente ancha. Imposible que sea de 1924. Más bien tiene que ser el dibujo de «última época» que documenta Ferrari.
Cuando creo que he llegado a un callejón sin salida me arrimo de nuevo a Bilbao. Mikel Lertxundi me pone en contacto con el otro comisario de aquella exposición de 2019, Javier Novo. Semanas después de haberme metido en la madriguera del conejo, encuentro en Javier al sombrerero loco de todo esta historia.
«El cuarto Belmonte es un dibujo», me adelanta por correo electrónico. Se lo sabe todo de Zuloaga, como si aún estuviéramos en 2019 o como si jamás se hubiera desenganchado del asunto, en toda su vida, sea por trabajo o por deporte. Le pido más información a Novo y me conduce a un año en concreto: 1928.
Intentar poner en pie la biografía de Eugenio Luis de Bayo exige conformarse con unir los pedacitos. Empecemos por lo esencial: «Decía Alejandro de la Sota que Laureano Jado y Eugenio Bayo eran los dos más grandes coleccionistas de arte», escribe el divulgador César Estornés. Jado contribuyó a la creación del Museo de Bellas Artes de Bilbao. De la Sota fue uno de los fundadores del PNV (y fue pintado por Zuloaga). Bayo es el más difícil de rastrear de los tres.
Se supone que nació en Bilbao en 1859. Fue director del colegio San Antonio de la capital del Nervión, se casó en 1885 y tuvo varios hijos. Fundó y presidió la compañía que gestionaba el balneario del Sobrón, además de participar de otra sociedad que fabricaba y reparaba material ferroviario. Encuentro algo bastante más trepidante en La Vanguardia. En 1925 la cocinera de su casa aparece muerta, medio degollada junto al tranvía de Bilbao. «A pesar de estos detalles [que apuntan a un accidente por unas tablas con clavos] sigue admitiéndose la posibilidad de un asesinato».
En cuanto al arte, escribe el historiador Mikel Onandia: «Aunque fue uno de los coleccionistas menos conocidos, Eugenio Luis de Bayo contó con una colección muy destacable». Las fotos que acompañan el catálogo de una exposición llamada Recuerdos artísticos de Bilbao (1919) enseñan una sala de estar de su casa. Está cubierta hasta el techo de antigüedades.
En septiembre de 1927, Eugenio Bayo ya está muerto. Lo sabemos porque se menciona en la propia esquela de una de sus hijas, Inocencia, y porque en octubre de ese año la familia subasta en Nueva York, a título póstumo, una colección interminable de arcones renacentistas, cuberterías del siglo XVIII, sofás y mesas de época y varias estatuas policromadas de Alonso Cano. Justo un año después, y en el mismo sitio, se produce otra puja. Una de más relumbrón y también publicitada en The New York Times. La pieza clave es La crucifixión de El Greco, acompañado de obras de Goya, Zurbarán y Del Mazo. No obtiene mucha publicidad en las convocatorias de prensa, pero la obra número 12 del catálogo se llama: Retrato del matador Belmonte (Ignacio Zuloaga)’.
La descripción es detallada. Se lee en inglés: «Retrato de cabeza y hombros vigorosos orientado hacia la izquierda, con la cabeza vuelta hacia el observador; el modelo lleva el traje de luces». También se dice que está firmado abajo a la derecha por Zuloaga, que está fechado el 25 de agosto de 1924 y que es un dibujo a carboncillo, de 65×50 centímetros.
«El cuarto Belmonte de Zuloaga es un dibujo». La frase de Javier Novo vuelve a resonar en mi cabeza. He llegado hasta Eugenio Bayo y la subasta de 1928 gracias a que él me lo ha contado. Pero el apellido Bayo rimó en mi cabeza en cuanto lo mencionó por teléfono. Rescato de nuevo lo que se publicó en 1924 sobre aquella corrida benéfica en Zumaya: «El retrato de Belmonte pintado por Zuloaga, que se rifó al final de la corrida, correspondió a don Carlos Bayo, de Bilbao».
El grito triunfal al otro lado de la línea casi me deja sordo. Javier no manejaba ese detalle. No coincide el nombre de pila, pero es difícil que sea casualidad. «Es probable que no fuera una rifa muy… objetiva», se ríe Novo. Tiene gracia. Se sortea calentito un Belmonte de Zuloaga entre la afición de aquella tarde en la que torea el propio Belmonte y le toca… a uno de los mayores coleccionistas de arte del país.
¿Entonces? ¿Qué pasó en aquella subasta neoyorkina de 1928? «No se sabe dónde está el dibujo», reconoce Javier. Son las palabras mágicas para el adicto. Me lanzo a intentar encontrar más datos, y consigo un registro de la subasta publicado en la revista The Art News, con cifras y compradores. Empiezo a sudar.
El montante de las ventas, se indica en las primeras líneas, ascendió a 64.290 dólares (más de un millón de hoy). Una bailarina de Degas, 525 dólares (comprado por M. Hilquit); Napoléon con su madre Letizia (Jacques Louis David), 600 dólares (F. Kleinberger); Mujer joven con abanico de Goya, 8.000 dólares (Boehler and Steinmeyer); La crucifixión de El Greco, 23.000 dólares de entonces (Boehler and Steinmeyer); y un Luis de Morales (800$), y otro Greco (1.700$)… Pero ni rastro del Zuloaga.
¿Y si nunca fue subastado, por alguna razón, como el Belmonte valenciano? En realidad sabemos que sí lo fue. Un número anotado a mano alzada con rotulador rojo acompaña a cada cuadro en el catálogo que he podido encontrar. Al lado del Zuloaga hay un «130». Es la cifra de venta final. Quienquiera que se llevara el dibujo a carboncillo lo hizo por 2.400 dólares al cambio actual. Está en la parte baja de la horquilla de las obras de aquel día. Más bien fuera del radar.
– «Déjate de andar de noche por los cerrados con esos granujas y vete a un buen tentadero a lucirte».
En el séptimo capítulo del Juan Belmonte, matador de toros, el banderillero Calderón aconseja al chaval y a su padre. Belmonte era un adolescente con más ilusión que vergüenza, aunque orgulloso.
«Yo me resistía a ir a los tentaderos, pero Calderón insistió en que no había otro camino.
Ofreció recomendarme a un ganadero y avisarme de la fecha en que se celebraría la tienta. No hubo más remedio y fui».
Fue con la ganadería del banquero bilbaíno Félix Urcola, cuya finca estaba en Lora del Río. Allí, sin saberlo, Belmonte conoció a Ignacio Zuloaga. O al revés:
«Don Félix Urcola era hombre serio y brusco. Dirigía personalmente la tienta de su ganadería, asistido por un grupo de buenos aficionados, entre los que estaba Zuloaga (…).
La nube de torerillos que cayó en el tentadero movió, como de costumbre, varios alborotos, y el ganadero los echó.
— ¡Largo de aquí! ¡Ladrones de vuestra casa!
Yo, solidarizándome, como siempre, con la canalla, me iba con los torerillos, pero Urcola, no sé si por la recomendación de Calderón
o porque le hubiese parecido más discreto y prudente que los demás, me retuvo:
—Tú puedes quedarte. A ver lo que eres capaz de hacerle a las vacas».
Lidió Belmonte con una vaca muy brava con la que no pudo lucirse gran cosa.
«Cuando terminó la tienta, los técnicos vinieron a darme consejos con aire suficiente. Alguno de ellos me ha recordado después, riéndose de sí mismo,
la buena fe con que me aconsejaban que hiciese precisamente todo lo contrario de lo que tanto habría de entusiasmarles más tarde».
Entusiasmo. Le pregunto a Margarita Ruyra, de la Fundación Zuloaga, si tiene sentido que el pintor hiciera a su amigo tres retratos (y por lo menos un dibujo) en un mismo año. «Podría ser, pero me extraña. Ignacio pintaba un poco lento». Discrepa el comisario Novo: «En mes y medio se liquidaba un cuadro». Sube la apuesta el folclorista de la RAE Luis Martínez Kleiser: «Un verano descansé de mis tareas en el estudio de Ignacio Zuloaga. Allí vi surgir sobre la tela en pocos días el mejor retrato de Juan Belmonte». Cuando Ramón Pérez de Ayala intentó convencer a Einstein para ser pintado por Zuloaga, le dijo al físico: «No le cansará. Es un fa presto». Se supone que fue el vasco quien rehuyó la idea:
«¿Pero no sabe usted que soy incapaz? Cada vez que he intentado hacer el retrato de alguna persona de gran alcurnia
me ha salido un mamarracho. Yo he nacido para pintar a amigos como usted».
En realidad Zuloaga no quería ser pintor, sino torero. Lo intentó sin suerte en Sevilla y se conserva el cartel de una corrida de 1897 en el que está su nombre. Escribió Belmonte una carta al escultor Juan Miranda años después: «Creo que Ignacio hubiese cambiado toda su pintura por haber matado en la plaza de toros de Madrid un toro». Capeó en privado hasta muy mayor. Escribió Jose María de Cossío a modo de obituario: «Nunca abdicó de la idea de serlo».
Quizá yo habría querido ser archivero o bibliotecario chalado más que guionista de radio, así que buceo una mañana entera en la hemeroteca estadounidense, si no es hacerme más daño. La subasta de 1928 apenas dejó rastro. Sí su visita al país en 1925. Y la traducción en 1937 del Juan Belmonte de Chaves Nogales, lanzado en plena Guerra Civil. El Richmond Times-Dispatch, de hecho, aseguraba que la editorial (Doubleday) estaba buscando al autor y al diestro para «que firmen algunos ejemplares para los fans americanos del toreo. Pero no se sabe dónde están y si están vivos».
Hay cientos de reseñas del libro, durante meses. Viendo una de ellas casi salto hasta el techo. Diario Hartford Courant de Connecticut. En la página 45 de su edición dominical hay una brevísima nota sobre el libro, que en realidad es un simple pie de foto sobre una instantánea de una cogida de Belmonte en Madrid. Pero a su lado pasa una estrella fugaz: el dibujo perdido de Zumaya. Se lee abajo: «Un retrato de Juan Belmonte hecho por el famoso pintor Ignacio Zuloaga». Nada más. ¿De dónde lo habrán sacado? ¿Y dónde estará ahora?
Encuentro más pistas. Algunas en Sudamérica, otras en París y en Sevilla. Pido algunos favores más, doy con otro dibujo, pero me detengo antes de convertirme en Jake Gyllenhaal en Zodiac. La cuarta chincheta tendrá que esperar.
Un momento...