Sociedad
En busca de la (sana) misantropía
¿Es normal ser (un poco) misántropo? Desde la mirada de la psicología, el rechazo de ciertas conductas o circunstancias sociales anima a edificar civilizaciones más desarrolladas en derechos y pluralidad. Sin embargo, la búsqueda de lo singular, de las burbujas de conformidad que fomentan las redes sociales, sí puede degradar en un odio violento hacia la sociedad.
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Comencemos con un ejercicio de sinceridad. ¿Quién, en algún momento del ajetreo cotidiano, no se ha sentido asqueado por la sociedad? ¿Quién no ha pensado, en algún periodo de frustración, que se encuentra rodeado de incompetentes? A pesar de lo preocupantes que puedan parecer esa clase de pensamientos, no son más que el fruto de una reflexión natural humana –siempre que sean moderados y no atenten contra la integridad de los semejantes–. ¿Es normal ser (un poco) misántropo? La realidad es que el rechazo de ciertas conductas o circunstancias sociales es antediluviano, además de sano: la crítica anima a edificar civilizaciones más desarrolladas en derechos y pluralidad. Y es que la misantropía responde, siempre, a la búsqueda incierta de reconocernos en el otro, ese desafío vital de todo ser humano.
En la mirada de la psicología acerca de la misantropía, el autoengaño juega un papel predominante en quienes la padecen. De hecho, el misántropo como individuo potencialmente peligroso sólo deviene cuando el sujeto es adicto al engaño, como se revela el estudio Vivir en el engaño, del psiquiatra Carlos Sirvent y su equipo del Hospital Gregorio Marañón de Madrid. Mientras la misantropía sea moderada y adquiera formas críticas –o una necesidad de espacio personal en soledad– no existe mayor problema.
Ya en el 1745, el monje zaragozano Juan Crisóstomo de Olóriz recordaba en la introducción de su ensayo Molestias del trato humano la imagen de Diógenes de Sinope, el filósofo griego, recorriendo con una antorcha las concurridas plazas y calles de su ciudad en busca de un hombre, de un solo hombre. Uno que, reflexiona Crisóstomo, «no podía ser otro que aquel que el pensador considerase su igual», con quien pudiese sentirse identificado en medio de una muchedumbre donde no se veía reflejado en absoluto. De hecho, encontrar a la persona que nos comprenda y armonice es el fundamento del amor romántico, pero también de aspectos más particulares, como el intelectual. Ese «hombre» buscado por Diógenes pudo ser la noble Aspasia para Sócrates y Pericles, o la Marie de Gournay para Michel de Montaigne, ya en la Edad Moderna.
¿Qué sucede, en cambio, cuando no se encuentran a los interlocutores que se consideran adecuados? En este caso, la búsqueda de lo singular sí puede degradar en misantropía. Ante la imposibilidad de hallar, el misántropo decide construir al otro en función de la imagen idealizada que debería ser. Durante ese proceso, personas individuales o sociedades al completo –además de ellos mismos– sufrirán las terribles, y muchas veces violentas, consecuencias de esta reconstrucción nihilista. Llegados a este grado, serán determinantes para el misántropo sus influencias y circunstancias, como expuso Bertrand Russell en su libro Un nuevo análisis social: «El contacto excesivo con los secuaces produce misantropía, la cual, cuando no puede alcanzar la soledad, conduce naturalmente a la violencia».
Burbujas de conformidad
El ilustrado leonés Martín Sarmiento fue uno de esos hombres que abalaron la intensidad de una vida lo más aislada posible de sus congéneres humanos, al mismo tiempo que se relacionaba para intercambiar ideas y participar en aquellos asuntos que su intelectualidad requería. De esta manera, Sarmiento buscaba equilibrar con mayor o menor astucia su particular necesidad de aislamiento del zeitgeist –la atmósfera intelectual y cultural de una determinada era–. En la actualidad, de modo análogo –aunque opuesto– la tecnología digital se percibe (y es vendida) como un nexo entre personas capaz de sortear las limitaciones del tiempo y del espacio, generando una percepción irreal de vínculo con los demás. El politólogo Antoni Gutierrez-Rubí lo explica a través del principio de ‘homofilia’ a la hora de reflexionar sobre cómo las redes sociales han matado el término medio: «Los algoritmos privilegian esa tendencia que nos hacen juntarnos con aquellos que se parecen a nosotros, reduciendo la complejidad al sesgo confortable».
Sin embargo, como concluye la investigadora brasileña Patrícia Nunez da Fonseca en Uso de redes sociales y soledad: evidencias psicométricas de escalas, el contacto virtual no sustituye, en absoluto, el personal. En el trato directo pretendemos ser más empáticos y permisivos con la disensión: no queremos espantar a quien nos cae bien, ni crear enemigos. Pero esta acción cambia con las redes sociales, ya que el medio se percibe como un parapeto desde el que relacionarnos y, si hay algo que no nos gusta, tendemos a desecharlo sin medias tintas. El fenómeno, como argumentaba Gutiérrez-Rubí, es alimentado mediante las sugerencias de esta clase de aplicaciones que favorecen darle a cada usuario lo que desea ver, leer y recibir. Burbujas de conformidad que, alertaba recientemente el experto en psicología política Daniel Esquivel, «nos hacen vivir en pequeñas burbujas de opinión en las que solo seguimos a los iguales, seleccionando unos medios y circunscribiendo nuestra vida a ellos. Nuestra lectura de lo que ocurre está filtrada por el sistema de medios en el que nos movemos», explicaba.
La consecuencia de estos hechos es que, en el ámbito digital, construímos nuestras solitarias burbujas de conformidad que refrendan nuestras ideas y nos aíslan del sano diálogo –desde la educación y el respeto mutuo– con los demás. Sarmiento y Diógenes ya lo decían: para vivir bien en el mundo no hace falta recibir la atención de la multitud, sino encontrar a quien permita hallar a los demás. Y para encontrar a esa persona –y encontrarnos– hay que escuchar antes de pretender hablar.
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