Una misión secreta

por Sergio del Molino

Nico supo que algo había cambiado para siempre cuando la abuela le dio una tarjeta y le dijo que se acercara donde Cosme para recoger lo suyo. El encargo le asombró tanto, que tardó un montón en preguntarle dónde estaba lo de Cosme, qué era lo suyo y qué tenía que ver aquella tarjeta en todo eso. 

—Pero chico, ¿te ha dado un aire? Corre, espabila, y le dices que iré luego a pagarle, que no pase apuro.

La abuela siempre hablaba en misterios y Nico era demasiado tímido y orgulloso para pedir explicaciones. También era un chico listo: acababan de celebrar los sobresalientes con los que había terminado quinto de primaria. Resolvía problemas y tenía respuestas, no estaba acostumbrado a no saber qué hacer. Para entender su desconcierto, conviene aclarar que Nico era un niño de ciudad que nunca había hecho un recado. Jamás había ido solo al colegio, ni había comprado el pan, ni bajado la basura. A decir verdad, nunca se había alejado de la vista de sus padres, que consideraban todas esas actividades muy peligrosas e inapropiadas para su edad. 

Pero era el mes de julio, sus padres se habían quedado en la ciudad y le habían mandado al pueblo con la abuela. Ya había observado que la abuela no estaba tan pendiente de él. La mitad del tiempo no sabía dónde paraba, le dejaba ir y venir por la calle, nunca cerraba la puerta, y, cuando llegaba la hora de cenar, salía al umbral y lo llamaba a gritos. Cuando Nico le pedía ayuda para cualquier tarea, refunfuñaba y decía que los niños de la capital eran florecillas de invernadero, que había que estar todo el santo día contemplándolos y que a su edad ella era mil veces más espabilada y no andaba estorbando a las faldas de los mayores. 

—Hay que ver, cuánta tontería hay que aguantar. Debe de ser el humo de los coches, que os atonta. Donde Cosme es la farmacia. ¿Sabes dónde está la farmacia? En la plaza, frente al quiosco de las chuches, una cruz verde grandota que se ilumina. Cosme, que en paz descanse, era el papá de la farmacéutica. Estará Carmen, su hija, pero yo sigo diciendo donde Cosme por la costumbre. Tienes que ir con mi tarjeta sanitaria y pedirle que te saque las pastillas de la tensión, las de dormir, la insulina y no recuerdo qué más, lo que le salga en la receta electrónica. Y me lo traes deprisita y sin entretenerte, que la insulina hay que meterla en la nevera. Hala, tira, corre, aire, que van a pasar las burras de leche.

Nico ya sabía lo que era una farmacia. Por favor: había sacado un 9,5 en Sociales. Estaba muy enterado de cómo funcionaba el sistema sanitario. Herido en su orgullo, marchó a la plaza dispuesto a demostrarle a la abuela que no era tonto y que podía hacer recados con la máxima diligencia. 

Trotó por las viejas callejas empedradas e incluso atajó por un par de pasajes que había descubierto y que le acreditaban como un fino explorador del pueblo. Reconoció a la primera la cruz verde grandota (¡qué se creía la abuela!) y se encaminó hacia la puerta sin distraerse por el quiosco ni por los chicos que pateaban un balón en los soportales del ayuntamiento. Tenía una misión, no podía fallar. Agarró el pasamanos de bronce y tiró de él. Unas campanillas tintinearon sobre su cabeza y las narices se le impregnaron de una mezcla de olores que no supo identificar, pero su cerebro resumió como “limpio”. Huele a limpio, se dijo, aunque lo limpio no huele. Cuando la puerta se cerró tras él, se sintió acogido por la penumbra y el silencio. Le pareció que la farmacia, con sus estanterías antiguas de madera, su mostrador labrado y sus miles (qué digo miles, millones) de cajas de colores, estaba en otro sitio, como resguardada del resto del pueblo. 

—¡Un momentillo!

La voz de mujer salía de detrás de una cortina, como en aquella película. ¿Cómo se llamaba? El mago de algo. El mago de Coz. Nico esperó con la tarjeta en la mano lo que le pareció un tiempo razonable, hasta que se impacientó y, en un gesto impropio de él, pues era famoso por su prudencia, se acercó a la cortina y la descorrió un poco. Aquello era una especie de almacén y en un lado había como un pequeño laboratorio con paredes de cristal, con una mesa alargada en el centro donde una mujer con bata blanca, guantes y mascarilla manipulaba unos líquidos en vasos y vasijas muy raros. Solo reconoció un recipiente: un mortero muy parecido al que su abuela usaba para hacer majados y ajoaceites. La mujer de la bata trituraba algo en él, aunque sin el ímpetu de la abuela. Cuando acabó, levantó la vista y le vio y vino a donde estaba.

—Pero bueno, chaval, aquí no se puede estar.

No parecía enfadada, aunque Nico prefirió obedecer y pedir disculpas.

—Tú eres el nieto de la Loli, que lo sé yo. Madre mía, qué grande estás. ¿Cómo te llamabas? Eras Pablo, ¿verdad?

—Nico.

—Eso, perdona. Oye, es de muy mala educación husmear tras las cortinas, aunque sea una costumbre muy de este pueblo.

—¿Estaba haciendo alioli?

—¿Perdón? —Carmen se rió—. ¿Lo dices por el mortero? No, estaba preparando medicinas, un tipo de medicamentos que se llaman fórmulas magistrales. Las pastillas y estas cajas que ves las fabrican en laboratorios muy complicados, pero algunos medicamentos especiales para algunas personas los hacemos nosotros para cada paciente. En fin, ¿qué te trae por aquí?

—Vengo a recoger lo de mi abuela.

—Ya veo, ¿qué tal está Loli? —Nico se encogió de hombros y la farmacéutica se puso a teclear en el ordenador—. Bien, lo tengo casi todo. Pero hace más de un mes que tu abuela no viene a la farmacia, y me gustaría verla antes de darle su medicación para comprobar que todo sigue bien. Vamos a hacer una cosa. Dile a tu abuela que esta tarde se pase ella, que ya me habrá llegado el pedido y lo tendré todo preparado, y te vienes tú también y así te explico cómo me puedes ayudar a mí y a tu abuela con su medicación. 

Nico empezó a sudar ante el fracaso de su misión. No podía ser: le habían encomendado la más simple de las tareas, algo que hasta los niños más brutos del pueblo podían hacer. Hasta el Alazán, que había repetido curso dos veces, iba y venía solo haciendo mandados, y él, con todos sus sobresalientes, su capacidad de cálculo mental, su forma de conjugar incluso el subjuntivo —que ya son ganas de conjugar— y su maestría al recitar de memoria los ríos de todas las vertientes de la Península Ibérica con sus afluentes, iba a volver a casa de su abuela como un inútil. ¿Cómo defendería su honor tras fallar en el primer recado de su vida? No podía ser. Carmen parecía una buena mujer, tenía que ayudarle, no le haría quedar como un imbécil. ¿Qué era eso salado que le llegaba a la comisura de los labios? ¿Lágrimas? ¿Estaba llorando? Encima, llorón. Nico, bueno para nada, tontaina, ¿es que no sabes hacer ni la o con un canuto? 

—Ay, criatura, no llores —la farmacéutica dio la vuelta al mostrador, abrió un paquete de pañuelos y le limpió las mejillas—, que no te lo digo por fastidiar. Es que tu abuela es un poco viva la virgen, perdona que te lo diga. Aunque tú seas muy mayor y responsable, no debo darte sus medicinas sin más. Dile que puedes hacer otros recados sin problema, pero a la farmacia es conveniente que también venga ella para que comprobemos que sus medicamentos están funcionando y los toma bien, tal y como hacía mi padre cuando era su farmacéutico.

—Don Cosme.

—Eso es, te veo informado. Mira, ese era mi papá —y señaló un retrato en blanco y negro de un señor con bigotes—. Ahí parece muy serio, pero era muy divertido y se sabía de memoria las enfermedades de toda la comarca. Escucha, le tienes que decir a tu abuela que venga, pero no solo para recoger las pastillas, sino porque hace tiempo que no la veo. Así le tomaré la tensión, le echaré un vistacillo a sus medicamentos para comprobar que se toma sus pastillas todos los días a las horas que le ha dicho el médico, y me aseguraré de que todo sigue bien. Que ya sé que la Loli es muy echada para adelante y no le gusta que anden pendientes de ella, pero yo me quedé en el pueblo para poder estar con la gente y ayudarles con sus medicinas y con sus problemas. Dile que Carmen está aquí para cuidarla, aunque le fastidie que la cuiden. Porque a tu abuela le fastidia, ¿verdad? Que lo sé yo, que es muy suya. Anda que no la persiguió mi padre desde que le diagnosticaron la diabetes. Y ahora me toca a mí. Y también te tocará a ti. Ya verás, tienes que estar pendiente de que se pinche y se tome sus pastillas y no coma lo que no debe. Como te he dicho antes, tráela y te propongo un trato: si tú me ayudas a controlar que tu abuela usa bien los medicamentos y se cuida, yo te dejo entrar en la rebotica y te enseño los matraces, la balanza y las pipetas. ¿Te gusta la ciencia?

Que si le gustaba, decía. ¿Cómo no le iba a gustar? Si era la clase más divertida.

Aunque, a primera vista, vigilar a su abuela parecía una misión mucho más difícil que la del primer recado —cuyo fracaso aún le escocía y le hacía sorberse los mocos—, Nico se veía capaz de cumplirla. Sería un agente secreto, un espía, un socio de Carmen, que le enseñó a hacer un potingue para alguien que tenía la piel quemada por un accidente que sufrió de niño. No tocó nada, pero la observó muy atento mientras le daba al brazo del mortero y medía líquidos en vasos y tubos con números.

Un buen rato después volvió a casa de su abuela, quien no le echó la bronca por entrar con las manos vacías, aunque refunfuñó sobre la niña del Cosme, que nos había salido resabiada y se metía donde no la llamaban, con lo bien que tenía ella la tensión y lo divina que estaba. Ya quisieran las otras señoras de su edad estar la mitad de bien que ella. 

—¿Está tu abuela chocha? ¿Está tu abuela floja? Pero si hago yo más cosas en una mañana que la del Cosme en un mes, hombre, por dios, lo que hay que oír. 

Y siguió refunfuñando mientras trasteaba en la cocina, dándole con mucho garbo y cabreo a un mortero de piedra menos bonito que el de la farmacia, del que salía un olor a ajo fortísimo y delicioso. Nico se relamió y se sonrió: a la abuela no le gustaba que la controlasen. Por eso era inteligentísimo el ardid de Carmen: jamás sospechará nada, no sabrá que la vigila y la cuida su nieto, el niñito de ciudad, la flor de invernadero, el bueno para nada. 

Ya verás, pensaba Nico, cómo te vamos a cuidar. 

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Sergio del Molino es escritor y periodista