Teresa defiende el planeta
por Karina Sainz Borgo
Todos los martes, el abuelo y yo vamos juntos al mercado del barrio, una galería comercial donde los carniceros, polleros, charcuteros, panaderos y fruteros venden sus mercancías. El abuelo prefiere ir allí antes que al súper: le gustan la verdura lustrosa y tierna, el pescado fresco recién sacado de la red y el queso artesanal elaborado con sus propias manos –incluido el prensado para darle forma– por los dueños de la oveja que dio la leche.
«Hay que aprender a comer sano y apoyar a los pequeños comerciantes, Teresa. Que ya tengo una edad y no voy a cambiar mis costumbres», me explica él, muy serio. Como cada semana, nos detenemos en este tenderete o aquel y, excepto en el del zapatero, en todos nos dan a probar algo de comer.
—Don Manuel, coja esta loncha de jamón a ver qué le parece –Chema, el charcutero, corta un poco y se lo da– Y para la niña, un trocito de queso manchego. ¡Me lo acaba de traer mi cuñado! ¡Lo produce él mismo!
El abuelo y yo masticamos nuestras pequeñas delicias. Picar de todo cuanto ofrecen en el mercado nos hace felices. Quizá por eso reímos todo el rato.
—El queso ha de estar muy bueno… –el yayo me señala con el dedo, riéndose– ¡porque Teresa se lo ha zampado sin ofrecerme!
—Llévese 250 gramos. ¿Se los pongo todo en una bolsa, don Manuel?
—¡Claro, Chema, no me lo voy a llevar en los bolsillos!
Ya sé que no debo meterme en las conversaciones de los adultos –mi mamá me lo repite a cada momento–, pero no puedo perder esta oportunidad, así que intervengo.
—La próxima vez podríamos traer un carro de la compra, abuelo. Puedes guardar ahí todas las verduras, el queso, las aceitunas y así no necesitarías tantas bolsas plásticas.
—¡Ya estamos, otra vez, con lo de salvar el mundo! —el abuelo mira al techo, imitando una mueca de fastidio, sin dejar de sonreír.
Mientras, el charcutero lo envuelve todo en papel parafinado y lo mete en una bolsa. Antes de despedirse, se asoma al mostrador. «Por mucho que lo intentes, tu abuelo no entiende nada de eso del reciclaje. Él es de otra época», dice, guiñándome un ojo.
—Como sigas, Chema, no te dejo propina —bromea el abuelo mientras rebusca en el monedero.
—No me dé propina, don Manuel. Guárdela y cómprese el carrito. Haga caso a la niña, porque tiene razón.
Nos alejamos, entre risas, rumbo al puesto de aceitunas. Después de mucho pensar sobre si llevar o no las berenjenas de Almagro, el abuelo se decide por unas aceitunas de Manzanilla y otras Campo Real, y continúa hasta la frutería. Ahí compra un kilo de ciruelas, tres cebollas, un manojo de perejil y un tomate rosa. Nos lo dieron todo repartido… ¡en dos bolsas! Ocurrió lo mismo en la panadería, la pollería y el pescadero. En total sumaban siete bolsas de plástico, más los botes. Solo de pensarlo, me pongo mala. Con un carrito no serían necesarias y, además, no tendría que cargar con tanto peso, a su edad.
Jamás he visto al abuelo reutilizar ni una bolsa de las que le dan. He llegado a pensar que se las come, porque todas desaparecen de su cocina como los calcetines de la lavadora: sin dejar rastro. Ocurre lo mismo con los envases plásticos, que a veces usa como cuenco para el estropajo, pero nada más. Y lo que es peor: usa un solo cubo para la basura. No separa plásticos de los orgánicos, y mucho menos el vidrio del papel. Cuando se lo digo no me hace caso: debe pensar que soy una mandona.
—¿Has ayudado al abuelo cargando la compra? —preguntó mi madre en la noche, mientras recogíamos la cena.
—Ujum…
—Me ha dicho que quieres enseñarlo a reciclar… —ella aparta las sobras, mientras yo retiro las migas del mantel—Pásame tu plato, Teresa. ¿Queda algo más sobre la mesa?
Niego con la cabeza y sigo a lo mío.
—Cada bolsa plástica tarda cincuenta años en descomponerse, mamá, y en una tarde, ¡apenas una!, el abuelo usa por lo menos seis —explico, desconsolada—. ¿Te imaginas cuánto van a tardar en desaparecer? Mira que se lo intento explicar, pero él ni caso.
—Hija, ya que estás tan implicada, baja esto al contenedor marrón —mamá señala la basura orgánica—. Ponte la mascarilla y lávate las manos al volver.
Cuando llamé a la puerta del abuelo la semana siguiente lo encontré trasteando con el móvil. Al fin había aprendido a usar la aplicación para escuchar el programa de radio del presentador y periodista Carlos Camisas. No se lo pierde jamás. Dice que es un reportero serio y culto, el mejor de toda España.
—Escucho a Camisas y nos vamos, ¿vale?
Me voy al salón para esperarlo. Cuando acaba el programa, el abuelo lava su taza de café y nos ponemos en marcha. Como todas las semanas, buscamos esto y aquello, comparamos precios y elegimos con cuidado las frutas. Al acabar la compra, el abuelo me invita a merendar en la cafetería del mercado. «Hornean unos bollos estupendos», dice relamiéndose. Vamos cargados de paquetes, así que nos sentamos en una mesa pequeña en la que apenas caben las bolsas de la compra. Suspiro, desconsolada, mientras miro todos esos paquetes.
—Déjame adivinar —el abuelo corta su croissant con el cuchillo y coge un buen trozo de bollo con el tenedor — ¿Estás agobiada porque no reciclo?
—Abuelo —intento armarme de paciencia— cada año, ocho millones de toneladas de plásticos acaban en los mares. Y le suelto, medio en broma, medio en serio:
—¡La mitad deben de ser tus bolsas del mercado!
—Como sigas, me como la mitad de tu bizcocho, Teresa —me toma el pelo, riéndose— ¡Cómete eso, anda!
—¿Por qué no reutilizas, abuelo?
—¿Qué crees que estoy haciendo? —despachó dos bocados del croissant— ¡Me lo he comido todo!
— ¡Estoy hablando de las bolsas de plástico! ¡Si me dejas, te haré una especial, solo para ti! ¡Puedo tunearla con tu nombre!
—¿Tuqué…?
—Tunearla, abuelo: hacer algo pintado y mejorado por mí, sin gastar y reutilizando la que ya tienes. ¡También podemos transformar los envases de las aceitunas en un objeto útil…! ¡Un florero, por ejemplo!
—Hija… hoy estás más insistente que esa niña de las trenzas que habla sobre el cambio climático —se sacude las migas del pantalón.
—Greta, abuelo. Se llama Greta Thunberg.
—Sí, eso, Greta.
—Lo hace porque es activista y se lo toma en serio. ¡Abuelo tienes que empoderarte!
—¿Empodequé…?
La carcajada fue tan larga que hasta casi se olvida de pagar la cuenta. Él podía reírse todo lo que quisiera de mí, pero yo no pararía hasta conseguir que reciclara aunque fuera una botella de gaseosa.
Al llegar a su casa, después de ordenar la compra, preparé un folleto informativo y lo pegué en la nevera junto a la tabla donde el abuelo apunta las pastillas y las horas a las que debe tomarlas. El dibujo tenía los cuatro tipos de contenedor que ha puesto el Ayuntamiento, cada uno en su color: el marrón, para las cáscaras de plátano y la fruta; el naranja, para las mascarillas y los bastoncillos; el amarillo para los botes de zumo y leche, y el verde, para las botellas de vino y los envases de las conservas. Es imposible confundirse con esas instrucciones.
—¿Tengo que ponerme a estudiar a mi edad para saber cómo tirar mi propia basura, niña?
—Con que no las mezcles, me vale.
En mi siguiente visita confirmé que la campaña de reciclaje seguía en el frigo, pero el cubo de la basura permanecía igual: restos de café molido mezclados con botellas plásticas y paquetes de galletas, también una maquinilla de afeitar y un bote vacío de jabón.
«Mira que lo intento, pero no está sirviendo de mucho», me quejé con mi padre esa misma tarde.
—Teresa no te desanimes. ¿Y si pruebas convenciendo primero a tus compañeros en el colegio? Seguro no saben todo lo que tú.
Preferí no decirle que en la clase pensábamos y sabíamos lo mismo, ¿de qué valía convencer a quienes ya lo estaban?
—Gracias, papá —y me di la vuelta para revisar la encimera.
Abrí los cajones y rebusqué entre las bolsas reutilizables de la cocina. Solo había tres. Cogí una y la pinté con el nombre del abuelo. Con suerte estaría seca al día siguiente. ¡Y así fue! Pero tampoco esa vez funcionó. Aunque dijo que le parecía muy bonita, la dejó colgada junto a los delantales y el trapo de secarse las manos. «El Abuelo Fútbol Club, tres. Real Teresa Ecologista, cero», resoplé. Y así pasó un día, y luego otro, y otro más sin avanzar en mi objetivo.
Y fue mientras sumergía una galleta en mi vaso de leche, concentrada, cuando ¡bingo!, se me ocurrió una idea; y de las grandes. Si el abuelo no me hacía caso a mí, seguro que sí escucharía al señor Camisas, su periodista favorito. Mamá y yo nos pusimos manos a la obra y enviamos una nota de audio a su programa. Yo misma la redacté y la leí, mientras mamá me grababa con su móvil.
No recibimos respuesta esa semana, ni la semana siguiente, ni la siguiente a la siguiente. Hasta comencé a escuchar el programa de Camisas. Me pareció un hombre informado y sensible, y además le gustaban los niños… «¿Por qué no emitiría el audio que enviamos? ¿Será que no le gusta?». Estuve a punto de rendirme, hasta que un buen día sonó el teléfono. Eran las ocho de la mañana.
—¡Teresa, ponte! —me llamó mi madre—¡El abuelo quiere hablar contigo!
—¡A ver, niña! —tragué saliva al escuchar su voz—. Has conseguido que Camisas pusiera en antena tu mensaje en el programa de hoy.
—¿Lo has escuchado?
—¡Pues claro! Camisas ha dicho tu nombre completo, con apellidos y todo. También que tenías una gran voz para tu edad.
—¿Prestaste atención al mensaje, abuelo?
—Que sí, Teresa, lo escuché… ¡Pásame a tu madre, anda! Esta tarde iremos juntos al mercado, ¿verdad?
—Sí, abuelo.
Estuve toda la mañana pensando en la nota que envié a Camisas, tanto que apenas me concentré en mis clases. «¿Se habrá enfadado al abuelo?», me pregunté, incapaz de tomar el bocadillo de las once. Cuando sonó el timbre de salida, crucé el patio del colegio a toda prisa. Afuera me esperaba el abuelo. Con una mano sostenía un carro de la compra y en la otra la bolsa que le regalé semanas atrás.
—¡Abuelo!
Guardó silencio unos segundos, haciéndose el serio y volvió luego a sus carantoñas.
—Te diré una cosa, Teresa: yo habré empezado a reciclar, ¡pero tú te has revelado como una estrella de la radio!
—¿O sea que no te enfadaste?
—¡Qué dices! —alzó los brazos— ¡Abran paso a la gran Teresa, mi nieta activista! Reímos a todo pulmón.
—Por cierto … no sé si lo has pensado —el abuelo dudó unos segundos—, pero ahora España entera sabe que no reciclo.
—Da igual. Ya eres un yayo empoderado.
Estalló en carcajadas mientras empujaba el carrito, que aún tenía la etiqueta del precio pegada. Me acerqué para fijarme mejor.
—¿Qué pasa, hija? ¿Le ves algo raro?
— Si me hubieses consultado, abuelo, te habría salido más barato… —le digo riéndome. –Pero es un buen comienzo. A partir de ahora, vamos a reutilizar juntos.
—Ay, Dios, ¡con Teresa hemos topado, Sancho! —exclamó mirando al cielo primero y devolviéndome la sonrisa después.
—¿Y ese tal Sancho, quién es?
—Te cuento por el camino. Vamos, que se hace tarde… ¡Nos van a quitar los mejores cruasanes!
Ilustraciones de Caroline Selmes