La robaliza sobre ruedas

por Nacho Carretero

Era un martes de verano gallego el día en el que Antón e Irene cogieron sus walkie talkies, sus gafas de bucear y se fueron a la playa secreta que habían descubierto unos días antes. Se trataba de una pequeña cala, de arena blanca y agua transparente, escondida detrás de un pinar. Antón, de siete años, e Irene, de cinco, la habían encontrado mientras recogían moras con Iago, su otro hermano, todavía demasiado pequeño para acompañarles a bucear. Entonces se callaron, pero pactaron regresar al arenal otro día sin que nadie se enterase. Es increíble que no hubieran visto aquella playa fantástica antes. Con la de veces que habían pasado por ahí.

Antón le gritó a su madre que regresarían antes de comer y agarró a su hermana Irene de la mano mientras salían corriendo hacia la nueva playa. Antón e Irene siempre se movían corriendo. Nunca había tiempo que perder. Atravesaron el pinar, descendieron por unas rocas y llegaron a la arena. No había nadie en la playa. De verdad parecía un lugar secreto. Dejaron los walkie talkies apoyados sobre una roca, se pusieron las gafas de bucear y entraron en el agua.

—Está muy fría— protestó Antón con el mar por las rodillas, esa altura donde el baño en Galicia se convierte en un tema serio.

—Metamos la cabeza a ver qué vemos. Así no hace falta mojarnos todo el cuerpo— respondió Irene.

Ambos se colocaron las gafas y se inclinaron para meter la cara en el agua. Cuando lo hicieron, se les abrieron los ojos tanto que casi les salen disparadas las gafas de buceo. ¡El fondo del mar estaba lleno de vasos, botellas y redes! Había por todas partes. Pero lo que más llamó la atención de Antón e Irene fue la cantidad de neumáticos que había. Algunos estaban un poco enterrados en la arena, otros escondidos entre las algas y algunos, incluso, se amontonaban entre sí.

—¿Pero esto qué es?— dijo Antón mientras sacaba la cabeza del agua.

—Está todo lleno de ruedas— añadió Irene.

—Son neumáticos— explicó Antón. —Ruedas de los coches y otros vehículos. Alguien las ha tirado en la playa—.

—Pero eso no se puede hacer, ¿no?

—¡Por supuesto que no!— No fue Antón quien respondió. Una voz chillona y aguda había irrumpido en la conversación.

—¡Por supuesto que no se puede hacer!— repitió la voz.

Antón e Irene miraron a su alrededor buscando quién había dicho eso, pero no veían a nadie.

—¡Estoy aquí!— insistió la voz chillona.

De pronto lo localizaron. Aunque les costaba creer lo que estaban viendo. Un pez plateado les hablaba asomando su cabeza en la superficie del agua. Era una lubina. O, como se les conoce en Galicia, una robaliza.

—¿Cómo puede ser que una robaliza hable?— preguntó Antón avanzando hacia el animal.

—Todos los peces hablamos— respondió la robaliza casi ofendida— Pero solo cuando tenemos algo importante que decir—.

La robaliza miró a su alrededor y, aunque los peces no pueden dibujar expresiones en su cara, Antón e Irene juraron apreciar un gesto de tristeza en su nueva amiga.

— La gente deja todo tipo de cosas tiradas en las playas y a veces a los marineros del puerto se les rompen las redes de pesca y se les caen los neumáticos que usan en sus barcos como defensas.

—¿Defensas?— preguntó Irene.

—Sí, los barcos usan neumáticos que cuelgan del casco para protegerse de los choques. Cuando ya no les sirven, vienen aquí a tirarlos— protestó la robaliza.

Antón e Irene volvieron a sumergir sus cabezas en el mar y vieron de nuevo que en el fondo de aquella preciosa playa estaba estropeada por culpa de los neumáticos. Irene sacó la cabeza, se quitó las gafas y le preguntó a la robaliza:

—¿Y no podéis vivir con todos estos neumáticos aquí?

La robaliza se metió en el agua para respirar un poco con sus branquias y después volvió a asomar la cabeza.

—Los neumáticos nos molestan muchísimo. Ocupan mucho espacio y estropean nuestro paisaje marino. ¿A ti te gustaría tener tu habitación llena de ruedas? Solo hay uno que sirve para algo, uno que tiraron hace muchos años y que unos cangrejos han convertido en su casa.

—¿Y si vamos a hablar con los marineros y les decimos lo que está sucediendo en el fondo del mar?— propuso Antón.

La robaliza saltó del agua y esta vez parecía sonreír. ¿Puede sonreír un pez?

—Sería maravilloso— respondió antes de desaparecer.

Sin despedirse, Antón e Irene salieron otra vez corriendo, cogieron su ropa y se fueron directos al muelle a hablar con los marineros. Cuando llegaron, se encontraron el lugar vacío. Cuatro gaviotas picoteaban el suelo en busca de escamas de la última descarga. Los marineros habían salido a pescar en sus barcos. No regresarían hasta la noche.

Estaban a punto de dar media vuelta e irse cuando vieron aparecer a un viejo capitán que bajaba de un pesquero amarrado al final del muelle. Era un hombre con barba blanca y una barriga enorme bajo un jersey de rayas azules y blancas. Solo le faltaba la pipa. Parecía acabar de despertarse de una siesta. Antón e Irene se acercaron despacio a aquel hombre corpulento.

—Perdone— susurraron cuando llegaron a su altura.

El capitán se giró, pero no vio a nadie. Igual que les había pasado a ellos con la robaliza. Después bajó la mirada y vio, allá abajo, a Antón e Irene con sus gafas de bucear y sus walkie talkies.

—¿Os habéis perdido?

La voz del capitán era ronca y profunda. Tanto que a Irene y a Antón les costó responder. Lo hicieron finalmente. Y le explicaron al viejo lobo de mar la situación de la playa secreta. Le contaron que todo el fondo estaba repleto de neumáticos y de otros residuos y que ni las robalizas ni el resto de los peces podían vivir así. No le dijeron nada de la robaliza que hablaba. De camino al muelle habían decidido no contárselo a nadie porque nadie les creería.

—Eso que explicáis es terrible. Debemos de tener mucho más cuidado con todo lo que se nos cae al mar, ¡sobre todo los neumáticos!

El capitán les dijo que ese mismo día irían con un barco a recoger todas las ruedas. Y les propuso a Antón e Irene que le acompañaran. Los tres zarparon en un pesquero rojo llamado Maruxía y con un escudo del Deportivo de La Coruña dibujado en la proa. En pocos minutos, llegaron a la playa y el capitán comenzó a pescar neumáticos y subirlos a cubierta. Cuando ya estaban acabando, Antón e Irene le dijeron que había que dejar uno.

—¿Hay que dejar un neumático? ¿Por qué?— preguntó el capitán

—Porque en él vive una familia de cangrejos— respondió Irene.

—¿Cómo sabéis eso?

Antón e Irene se miraron y sonrieron. Pero no dijeron nada. El capitán accedió a dejar el neumático en su sitio y llevar los demás a un lugar de reciclaje. Allí le explicaron que los neumáticos gastados se pueden usar para muchas más cosas y que no se deben tirar. Y menos al fondo del mar.

Cuando estaban regresando desde el muelle, el walkie talkie que Antón e Irene llevaban comenzó a hablar. Era su madre.

—¿Pero se puede saber dónde estáis? Os dije que llegarais antes de comer.

—No te lo vas a creer mamá— respondieron sonriendo.

Al fondo, en el mar, una robaliza saltó del agua. Y otra vez les ocurrió: aunque los peces no pueden hacer gestos, ambos, Antón e Irene, están convencidos de que la robaliza sonreía.

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Nacho Carretero es periodista y escritor