Planetización y desarraigo
La añoranza de la tierra es consecuencia de un sentido de lejanía del hogar –lo más cercano y lo más remoto para nosotros, como dice Heidegger–.
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En el siglo XVIII, Novalis describió la filosofía como una especie de sufrimiento, una nostalgia del hogar y un anhelo de estar en casa: «La filosofía es, en realidad, nostalgia. Impulso de estar en todas partes en casa». Aquí Heim– no es solo hogar, sino que evoca, más significativamente, una tierra natal [Heimat]. Esta añoranza de la tierra natal se convirtió en un fenómeno omnipresente durante el proceso de colonización y modernización. Pero en ese mismo período, el hogar se vuelve una mera localización geográfica sobre un particular cuerpo celeste (entre otras incontables), y la importancia de la localización geográfica empezó a contemplarse en términos de abundancia de recursos naturales y de potencial económico. Como Heidegger, uno podrá recordar la senda al pueblo natal en verano, los viejos tilos asomándose por encima del muro del jardín; un sendero que brilla con fuerza entre los campos que crecen y los prados que despiertan. Pero hoy en día la pequeña aldea está llena de turistas que quieren visitar el hogar de un filósofo famoso y se están construyendo nuevas infraestructuras para adaptarse a las demandas de estos visitantes de todo el mundo. Ay, la tierra natal deja de ser lo que una vez fue.
El desarrollo económico y tecnológico ha continuado alterando el paisaje de estos pequeños pueblos, incluso de una manera más radical, con los avances en la automatización de la agricultura. En la actualidad, muchas áreas rurales usan drones y robots para automatizar completamente los procesos de siega, arado, recolección, embalaje, transporte, etc. Los granjeros ya no se parecen a la anciana labradora que Heidegger imaginó al ver la pintura de los «Zapatos campesinos» de Van Gogh. Ahora los granjeros son jóvenes, visten trajes elegantes, y controlan todas las operaciones con sus iPads. El pueblo continúa existiendo, como los tilos y los prados, pero los alrededores están gentrificados con cafeterías y hoteles caros, y los vectores de los drones y robots intersecan la senda del camino de Heidegger. […]
La añoranza de la tierra es consecuencia de un sentido de lejanía del hogar –lo más cercano y lo más remoto para nosotros, como dice Heidegger, está tan cerca y tan lejos que no llegamos a verlo–. Se puede viajar perfecta y constantemente de un continente a otro. Sin embargo, parece que solo hay un hogar, al que se regresaría finalmente cuando uno se siente cansado y no quiere ya moverse. En los últimos siglos, la concepción del hogar como el lugar de nacimiento ha cambiado debido a la pervivencia de inmigrantes y refugiados. Desde la posición de la tierra natal, la inmigración es un acontecimiento de desarraigo en el que la planta debe buscar un nuevo suelo al que trasplantarse. No obstante, incluso si el nuevo suelo provee los nutrientes adecuados, el recuerdo del hogar del inmigrante siempre evoca un pasado que ya no es y que nunca volverá a ser. Y, como extranjeros, también cambiarán el suelo tal como existía hasta entonces, al dar lugar a una nueva configuración ecológica. Los modernos comienzan a sentir su desarraigo sobre la Tierra, como describe Georg Trakl en su poema «Primavera del Alma»: «Algo extraño es el alma sobre la tierra. Espiritual azulea, El crepúsculo sobre el talado bosque y largamente Dobla en el pueblo oscura una campana; séquito apacible».
Este sentimiento de desarraigo atormentó a los pensadores del siglo XX, para los que arrojar luz a una tierra natal por venir se convirtió en la tarea filosófica más importante. El alma es el extranjero de la Tierra, donde cualquier lugar se vuelve inhóspito [Unheimisch]. Para Heidegger, el retorno es una orientación [Erörterung] que define una localidad como raíz sin la que no puede crecer nada. Sin embargo, cuando el desarraigo se torna el destino del mundo, el alma es comparable a una planta de interior, en el sentido de que podría crecer en, y transportarse a, cualquier lugar del planeta. La homogeneización del planeta a través de actividades tecnoeconómicas ha creado una sincronía de fenómenos sociales. Los rituales y los lugares históricos se han vuelto pasto de los turistas, con teléfonos móviles que sustituyen los sentidos de los ojos y el cuerpo. Los aparatos y plataformas digitales median la relación del alma con el mundo.
Cuando el desarraigo se torna el destino del mundo, el alma es comparable a una planta de interior
Ahora bien, la memoria no es simplemente una entidad cognitiva para la mente. La interioridad del cuerpo también se esfuerza en adaptarse completamente al nuevo entorno. La comida puede entonces convertirse en el recordatorio más convincente de un pasado, como las migajas de la magdalena que se hunden en el té que Proust describe en su En busca del tiempo perdido. Esta experiencia es aún más común cuando uno vive en el extranjero. Puede que no sea posible identificar una experiencia semejante en los escritos de Heidegger, ya que el filósofo nunca viajó fuera de Europa, pero podemos encontrar descripciones de ella en sus discípulos extranjeros. Keiji Nishitani, uno de los representantes de la Escuela de Kioto, pasó dos años en Friburgo con Heidegger, entre 1937 y 1939. En un día de septiembre de 1938, Fumi Takahashi, la sobrina de Kitarō Nishida, que acababa de llegar a Friburgo, en abril de ese mismo año, para estudiar con Heidegger, invitó a comer a Nishitani, junto a otros dos estudiantes japoneses. Takahashi cocinó un plato japonés con ingredientes que había traído de Japón. Nishitani, que en aquel entonces llevaba siguiendo una dieta alemana durante más de un año, al probar el bol de arroz blanco, sintió algo extraordinario, como ha subrayado James Heisig: «Al comer su primer bol de arroz tras una dieta occidental estable, [Nishitani] fue arrollado por un «sabor absoluto» que iba más allá de la simple calidad de la comida».
Imaginad si Heidegger hubiese dado clase en Japón: ¿hubiese sido capaz de olvidar la gastronomía de Suabia comiendo sashimi y sushi? Probablemente, no. En el caso de Nishitani, la nostalgia [Heimweh] llegó cuando, en lugar del Kornbrot, el shirogohan estimuló sus papilas gustativas, pero la sensación fue más allá de estas y afectó a todo el cuerpo. La tierra no tiene nada que ver con lo que se aprende de la propia nación en las clases de historia, sino que está inscrita en el cuerpo como una de sus partes más íntimas e inexplicables. La experiencia de lo inquietante [Unheimlich] únicamente refuerza la añoranza de la tierra [Heimat].
Este texto es un fragmento de ‘Post-Europa‘ (Mutatis Mutandis, 2025), de Yuk Hui.
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