Sociedad

Tierra de la luz

La periodista, escritora, activista y documentalista Lucía Asué Mbomío Rubio (Madrid, 1981) dibuja en ‘Tierra de la Luz’ (Ediciones B) el duro retrato de lo que podría llamarse esclavitud moderna, la vida de las personas que cosechan las frutas y verduras que luego se venden en los supermercados de toda Europa.

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10
diciembre
2024
Imagen de portada de ‘Tierra de la luz’ (Ediciones B, 2024)

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El plástico es peor que una lupa. Si fuera brilla el sol, dentro quema. El aire cargado pesa y, al entrar por las fosas nasales, abrasa las vías respiratorias. Esa es la razón por la cual los tra­bajadores de los invernaderos hablan poco, debido a que temen escupir fuego en lugar de palabras. La sensación es comparable a la que provoca abrir el horno a más de cien grados e inspirar con fuerza.

Quienes trabajan allí saben perfectamente cómo suenan los cuerpos cuando se desploman por las altas temperaturas. Re­cuerdan a los fardos pesados que caen provocando ruidos sor­dos o al sonido de las alfombras cuando se sacuden en el balcón para quitarles el polvo. A fuerza de costumbre, muchos incluso son capaces de distinguir si se trata de un hombre o de una mujer, salvo si es pequeño o un niño, que también los hay. No es raro que estos mientan con la edad, necesitan el dinero y los dueños de las huertas, manos.

Ngolo lleva demasiado tiempo en Tierra de la Luz escu­chando cómo se derrumban y se hacen pedazos personas que minutos antes estaban enteras. Todavía es junio y el calor aprieta de manera moderada, pero al llegar julio sucede tan a menudo que los jornaleros hacen música mientras se desma­yan. Pom, pam, pum. Se trata de la melodía de la esclavitud moderna, de los cuerpos agotados y deshidratados. Sin embargo, a pesar de tener la muerte cerca, el trabajo continúa de­bajo de los plásticos, con los lineales algo más despejados.

La primera vez que Ngolo padeció un golpe de calor, sintió que se le escapaba la vida. La cabeza le dolía tanto que creyó que le iba a estallar, las sienes le latían desbocadas y la piel devino seca y cuarteada, igual que la de las lagartijas de Guinea Ecua­torial, esas de colores brillantes que parece que hacen flexiones con las patas delanteras. No sabía por qué, pero cuando recu­peró la consciencia lo hizo pensando justo en esos animales a los que solía observar cuando recorrían en vertical los muros de su casa amarillo yema en Bata. Sus compañeros, absolutos desconocidos hasta ese momento, le contaron que mientras ya­cía en el suelo trataron de bajarle la temperatura poniéndole una tela mojada en la frente y dándole de beber agua a sorbos pequeños. Ella, por su parte, entre delirios y convulsiones, se despidió de sus seres queridos recitando, de manera atropella­da, un montón de nombres. O quizá estaba saludando a sus bekón, los ancestros que la esperaban en el otro mundo.

Quienes trabajan allí saben perfectamente cómo suenan los cuerpos cuando se desploman por las altas temperaturas

A Ngolo también le ha tocado asistir a más de una persona. En ese lugar maldito, resucitar a los muertos es más hábito que excepción y, tras hacerlo, siempre se plantea si a lo que tienen realmente se le puede llamar vida. Más de una vez, cuando le ha tocado atender a alguno de sus compañeros y temía que no despertaran, se ha acordado de un nicaragüense que llevaba muy poco tiempo en Tierra de la Luz y al que no consiguieron reanimar. El capataz decidió abandonarlo exangüe en la puer­ta de un centro de salud, a escondidas, como cuando se tira la basura a deshora, como un objeto, como una cosa. Dado que no tenía papeles, consideró que podría traerle problemas al jefe, de modo que prefirió dejarlo morir a que su superior pa­gara la multa derivada de emplear a alguien con una situación administrativa irregularizada por un sistema cruel. Casi nadie recuerda cómo se llamaba, para la mayoría se ha quedado, simplemente, como el nicaragüense. Quizá privarlo de su nom­bre propio sirva para que al resto de los jornaleros les duela menos la pérdida de un compañero de fatigas y se les quite de la cabeza la idea de que cualquiera de ellos puede ser el siguiente. Ngolo sí se acuerda porque en alguna ocasión coincidió con él en la huerta, y de vuelta a sus hogares intercambiaron quejas y anhelos. Era un tipo simpático que hablaba de su tierra con una nostalgia tan grande que ya no le cabía en el corazón y tuvo que buscar otro sitio para alojarla. La llevaba adherida al hom­bro, como un hermano siamés mudo, cosa que provocaba que caminara ligeramente inclinado por el peso. Lo que sí perdura en la memoria colectiva es la constatación de que en el campo son números en lugar de personas, y el miedo a desaparecer como si nunca hubieran existido impide que el nicaragüense se vaya del todo, pues alimenta su leyenda.

Ernesto falleció y sus seres queridos se enteraron días más tarde. Hay quien dice que vio su alma abandonar su cuerpo, algo extraño teniendo en cuenta que su último aliento lo dio en la puerta de un ambulatorio. Sea como fuere, muchos comen­tan que todavía sienten su presencia. Saben que está ahí cuando se cuela un aire frío en el invernadero, aunque fuera haga calor, cuando se mueven las hojas sin que dentro haya viento o cuan­do se nubla un cielo en el que segundos antes no había ni una nube surcándolo. Lo cierto es que lo necesitan y lo utilizan como un comodín útil para poder contestar a todas las pregun­tas sin respuesta. Ngolo no es ajena a todo esto; además, aun­que es bastante terrenal, siempre pensó que el mundo no es solo lo que vemos, y que los antepasados de la gente, también los suyos, aún viven a pesar de que no los podamos ver.

En efecto, el nicaragüense es un símbolo para todos ellos. Tras su deceso tuvieron todavía más claro que nadie iba a preo­cuparse por la suerte de los humanos de los invernaderos, bási­camente porque pocos los tratan como tal. A sabiendas de que ningún contratador se interesa lo más mínimo por su bienestar, se las ingenian para no morir de sed. Hay días en los que no disponen ni de un euro para comprar una botella de las gran­des, de las de litro y medio, de ahí que guarden con celo las usadas y las reciclen hasta que están completamente deforma­das y el líquido que hay en su interior, recogido en las pocas fuentes de agua potable, adquiere un sabor a plástico viejo. Tras el terrible suceso, la mayoría las lleva atadas con una cuer­da alrededor de la cintura cual salvavidas.

El plástico es peor que una lupa porque deforma la realidad y normaliza la explotación y la extenuación; no obstante, el paisaje que hay en el interior de los invernaderos puede ser be­llo. Sobre todo hoy que están recolectando fresas. Ahora ya no le impresiona tanto; sin embargo, la primera vez que Ngolo fue a recogerlas, hace ya unos cinco años, le llamó la atención el olor intenso que había en el invernadero, como meter la nariz en un bote de mermelada. La dulzura y la elegancia de la fruta y cada uno de sus matices podían percibirse sin necesidad de darles un bocado. Fue entonces cuando se dio cuenta de que en la calle estaban sumidos en una anosmia generalizada debido a que Tierra de la Luz es una zona luminosa pero estéril. Fuera del plástico hay un erial asfaltado, los árboles son una rareza y los invernaderos, una especie de oasis de producción ingente que han hecho de la provincia un lugar próspero, pero solo para unos pocos.


Este texto es un fragmento de ‘Tierra de la luz’ (Ediciones B, 2024), de Lucía Asué Mbomío Rubio

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