Sociedad

Las doce, y sereno

Traperos, adoberos, ajorradores, luceros, aguadoras, guardagujas… Antes de las profesiones existieron los oficios, procesos manuales o artesanales que no requerían de formación académica. Muchos de ellos, quizá la mayoría, son trabajos prácticamente olvidados cuyo recuerdo, sin embargo, resulta fundamental para mantener viva la memoria de las sociedades que nos precedieron.

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10
junio
2022
Una aguadora pintada por Francisco de Goya.

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En un ripio casi impropio para un Nobel de Literatura, el irlandés Bernard Shaw sentenció que «dichoso es aquel que mantiene una profesión que coincide con su afición». Sin embargo, antes de las profesiones, actividades laborales que requieren de una formación académica especializada, existían los oficios, procesos manuales o artesanales que no exigían de estudios formales. Muchos de ellos, quizá la mayoría, son trabajos ya perdidos e incluso olvidados, pero mantienen la fascinación de lo extinguido. Labores humildes, por lo general, cuya memoria conserva el cine, la fotografía y la literatura.

¿Quién no ha oído hablar del sereno, encargado nocturno de vigilar las calles, regular el alumbrado y abrir los portales? Pertrechado con su chuzo (un palo con una púa de hierro en un extremo que usaba para defenderse o evitar altercados) y su silbato, cantaba la hora con su característica fórmula –«las doce en punto y sereno»– para certificar que todo estaba en orden. De 1715 datan los primeros documentos que dan fe de ellos.

O los limpiabotas, que lustraban el calzado de los transeúntes mientras les daban palique. Todavía quedan algunos por las grandes ciudades, imprimiendo con su inconfundible caja de madera repleta de betunes, trapos, calzadores y cepillos una presencia de irrealidad. El padre del funk, James Brown, comenzó ejerciendo este oficio. Como Malcolm X.

Si se afina el oído y la ocasión es propicia, en algunos barrios resuena todavía el chiflo del afilador o amolador, esa flauta chica hecha de cañas y plástico. En un principio, se apostaban en un punto fijo porque, para afilar cuchillos, tijeras o navajas, empleaban una rueda de madera de imponente tamaño con polea que, accionada por un pedal, hacía girar una piedra de asperón para vaciar los instrumentos. La bicicleta o motocicleta con su esmeril mecánico en la parte trasera vino mucho después.

¿Quién no ha oído hablar del sereno, encargado nocturno de vigilar las calles, regular el alumbrado y abrir los portales?

Los había más ingratos, como el oficio de trapero o ropavejero, descendientes de los buhoneros medievales, que recogían a domicilio basura, deshechos, y todo tipo de quincalla u objetos de los que pudieran sacar algo de provecho. Digamos que, a fuerza de hambre, resultaron pioneros del reciclaje. Antes de que se crearan los servicios municipales de recogida de basuras, ellos cumplían esta función, compaginada con otras del mismo pelaje: cuando se creó la Real Escuela de Veterinaria de Madrid, en 1792, se encomendó al Gremio de Traperos de Madrid el aprovisionamiento de animales (vivos y muertos) para la enseñanza. El actor Kirk Duglas tituló su autobiografía en un intento por dignificar este oficio: El hijo del trapero.

Hubo adoberos (que preparaban el adobo para sazonar y conservar alimentos), ajorradores (que acarreaban hasta el pueblo los troncos cortados en el monte), alimañeros (exterminadores de alimañas), esencieros (destilaban esencias de plantas aromáticas), luceros (encargados de la luz eléctrica en los primeros años de su implantación, el mantenimiento la línea, el control del consumo y el cobro a los abonados).

Muy populares fueron también los mozos de cuerda, apostados en lugares concurridos para portear bultos, paquetes y carga pesada; los pintores de cartelas, que anunciaban el raquítico (y edulcorado) puñado de películas que se estrenaban en nuestro país; los apuntadores que, ocultos bajo su concha, soplaban el texto al actor cuando éste se quedaba en blanco. Igual que los lañadores, que se sentaban en las plazuelas para arreglar pucheros y todo tipo de recipientes de loza o porcelana con lañas o grapas (colocando trocitos de estaño a modo de parches); los guardagujas o guardavías, encargados de mover las agujas en los punto de empalme de los tranvías o ferrocarriles cuando se necesitaba un cambio de vía, o las aguadoras (contaban con su propio gremio) que ofrecían agua fresca a los sedientos. El más famoso de ellos lo pintó Velázquez.

Hubo morilleros (traían y llevaban recados a los trabajadores del campo), piconeros (extraían o vendían carbón), cilleros (guardaban y repartían los granos y frutos de los diezmos), fumistas (montaban, colocaban, reparaban y mantenían las instalaciones de extracción de humos en los edificios), nodrizas o amas de cría (amamantaban a niños que no eran suyos sino, habitualmente, de familias adineradas) y hasta plañideras (lloraban por encargo a los finados en los velatorios y entierros).

En la España antigua existieron hasta las plañideras: personas que lloraban por encargo en los velatorios y entierros

Claro que también encontramos tunantes que hicieron del matute un improvisado oficio. Los charlatanes, por ejemplo, dedicados a la venta ambulante de productos imposibles, como elixires maravillosos contra la calvicie, cualquier tipo de dolor y reconstituyentes imbatibles. Contaban con compinches entre el público que estimulaban a los incautos a comprar el milagro. En Los miserables, Víctor Hugo los retrata sin un ápice de simpatía. Emparentados con ellos, los trileros, ya saben, los artistas en esconder la bolita debajo de un naipe o de un cubilete.

Más cercanos quedan otros oficios que aún huelen a tinta. Los linotipistas, maestros en la linotipia, sucesora de la imprenta. En la década de los setenta fue sustituida por la linotipia offset, mucho más sencilla y casi instantánea en su composición. También los cajistas, que componían manualmente las líneas de texto (llamadas moldes) que se debían de imprimir en libros, periódicos, revistas y folletos.

Algunos oficios de antaño todavía persisten, aunque cambiaron su nombre. Es el caso de los barberos (que no solo cortaban el pelo sino que realizaban tareas propias de cirujanos, como sangrados o extracción de muelas), hoy conocidos como peluqueros; los boticarios (que vendía medicamentos, los preparaban y expendían hierbas medicinales), hoy devenidos en farmacéuticos; o las comadronas, las mujeres que ayudaban en los partos y que ahora llamamos matronas.

En la actualidad, hay numerosas iniciativas dedicadas a la recuperación de algunos de estos oficios tradicionales, como el de herrador, cestero, abarquero (que fabricaba albarcas, ese alzado de madera que cubría solo la planta de los pies) e incluso el sereno (en pequeñas localidades, acompañan a mujeres a sus casas cuando regresan solas). Porque no hay oficio indigno, sino primor que convierte la labor en resultado exacta.

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