Siglo XXI

«La cultura del dislate y el enriquecimiento rápido atenta contra el civismo»

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Noemí del Val
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29
julio
2021

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Noemí del Val

Poder conversar –aunque sea digitalmente– con una intelectual del calibre de Amelia Valcárcel (Madrid, 1950) es una fortuna. Defensora a ultranza de los derechos proclamados por las constituciones liberales, catedrática de Filosofía Moral y Política y miembro del Consejo de Estado; Valcárcel también es Patrona del Museo del Prado y, en 2015, fue incluida en la lista de los 50 intelectuales iberoamericanos más influyentes elaborada por Esglobal de la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior. Con Valcárcel se podría hablar –y reflexionar– durante horas sobre cómo se gestan los principios éticos y la necesidad de velar de una forma consciente y responsable por su mantenimiento y desarrollo. Son temas trascendentales en el mundo actual y, como en otras épocas de la historia, no exentos de peligros ni riesgos.


Muchas gracias por darnos la oportunidad de conversar sobre ética en estos tiempos –también como en otros– necesitados siempre de voces que recuerden los fundamentos y principios de la ética como instrumento imprescindible para el desarrollo social y humano. Por ir de frente a la cuestión: ¿Qué es y para qué sirve la ética?

La ética es una actividad teórica y discursiva, un producto de la secularización de nuestras sociedades, donde pasa a un primer plano: es el tipo de razonamiento que ocupa el lugar que en tiempos tuvo la religión, que contaba y cuenta con mandamientos y deberes morales fundamentados, según se afirma, en la revelación divina. La ética es un producto del racionalismo. El espacio que ocupa en las sociedades secularizadas es uno que se abre cuando decaen las normas de pureza y de conducta impuestas por la religión. Las religiones no son, prima facie, conjuntos de creencias, sino enormes conjuntos prácticos que interpretan el mundo y esculpen en él las vidas a vivir. Así, las normas de pureza son un enorme sustrato premoral: pensemos en las del hinduismo, el judaísmo o el islam, que establecen cómo y qué comer, qué vestir, con quién relacionarse, cómo hablar o callar, a quién se debe respeto y a quién no… Y la ética solo se puede presentar donde una pequeña luz de libertad de opinión y de espacio individual se haya abierto paso. Precisa de la existencia de movimientos sociales disconformes con la tradición que tengan voluntad firme de abrir la crítica a la moral heredada. Ese espacio de libertad es el que permite su desarrollo al cuestionar desde la crítica racionalista –de hecho, una buena parte de los desarrollos de la racionalidad son desarrollos éticos– las protonormas fundadas e impuestas por la sociedad al amparo de la religión.

¿Se puede interpretar, entonces, que la ética es un sustituto de las normas morales impuestas por la religión?

Corrigió pautas antropológicas profundas y arcaicas de interrelación, y lo sigue haciendo a partir de un debate racional sobre las cuestiones morales. Trata qué está bien, qué está mal y por qué. En los mundos que no han alcanzado, esas preguntas ni siquiera llegan a plantearse o tienen una pronta respuesta: «Siempre ha sido así» o «Los dioses lo quieren así». El filósofo Habermas ha sido quien, en nuestro tiempo, ha insistido más en pensar la ética a partir del debate ordenado. Ordenado porque el objeto del debate debe ser claro, dirimir lo que vamos a considerar mejor. Así, los términos que se emplean en el debate deben utilizarse con la misma acepción –no se admiten retóricas interesadas– y los argumentos se exponen y se contrastan. Este es el debate a partir del cual la ética va elaborando sus principios y ‘verdades morales’ que no se limitan a ser analíticas –como, por ejemplo, enseñar que «lo bueno es mejor que lo malo»–, sino que son prácticas e instaurativas.

«Una democracia que logre conservar la paz es una democracia imperfecta: necesita un horizonte ético que le dote de cohesión»

Pongamos un ejemplo de ese debate racional y ordenado que presupone la ética.

Un ejemplo claro es el de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 que constituye las tablas de la ley del presente. Esta no posee otro fundamento que su debate previo. Las normas fueron aprobadas y reconocidas después de un debate racional y su aprobación final, que ni siquiera fue unánime, enumera para nuestro tiempo lo que consideramos los mínimos para una sociedad digna, que exigen respeto. Tener, disfrutar y poseer libertades individuales, posesiones y capacidades que no pueden ser atacadas. Los valores y principios éticos en una sociedad moderna cumplen la imprescindible función del anclaje: son necesarios para no caer en la anomia social, que consiste en la sensación extendida de que no hay norma moral segura, que cualquier seguridad se ha esfumado, que da todo igual. Los principios éticos, aunque abstractos son también necesarios para no caer en el relativismo moral e interpretar que vale igual una conducta o su contraria. El relativismo, como dijo Kant, es una buena cabaña para una noche, pero no hay manera de vivir en él.

Entonces, ¿solo los regímenes democráticos occidentales no confesionales son los ideales desde el punto de vista de la ética?

Cualquier Estado que logre conservar la paz interna y gobierne por la regla de mayorías es una democracia. Ahora bien, así sin más, es una democracia imperfecta, porque la democracia necesita para su perfección un horizonte, unos valores y principios éticos que den cohesión al sistema normativo, a partir de los cuales no solo se alcance su formulación positiva, sino también la negativa, su expresión en forma de deber de hacer o deber de omitir. Por lo general, las democracias occidentales coleccionan tales enumeraciones y principios en un tipo de textos que aparecen en la Ilustración y se desarrollan con las constituciones liberales que ponen fin al antiguo régimen, todas informadas por principios éticos.

Desde este punto de vista, ¿hablamos de una moralización del Derecho?

Desde luego, porque no es el sistema jurídico la fuente de los valores, sino el que debe de reconocerlos normativamente, darles respaldo y, en su caso, también sanción penal a su contravención. Cuando los valores éticos, conductas avaladas y generalizables, están claros y aceptados de manera estable, los transformamos en Derecho y los convertimos en normas sancionadas. Así ocurre, por ejemplo, con la dignidad de la persona humana y el respeto a la libertad individual o al resto de los derechos fundamentales que constituyen la base ética de los ordenamiento jurídicos de las democracias liberales. Toda administración, pero también, todo ciudadano, tiene el deber de no vulnerar mediante prácticas criminales, de respetar y hacer valer.

«El intolerante quiere tolerancia cuando está en minoría pero, si es al revés, es intolerante con el disidente»

En esta época de relativismo moral en la que cada grupo político o religioso enarbola su propia ‘tabla de la ley’, ¿existe una ética universal reconocible?

Insisto, la Declaración Universal de los Derecho humanos de 1948 constituye una buena versión de lo que hemos –trabajosamente– llegado a considerar la imagen de una vida humana digna. Las democracias occidentales que reconocen los derechos humanos y son maestras en la construcción de una ética cívica, deben de estar convencidas de que su sistema es el bueno por estar basado en un consenso por encima de lo que todas las morales previas de las más diversas culturas establecen.

¿Cómo compaginar ética universal y multiculturalismo, valores ético-cívicos de una sociedad secularizada y una libertad de expresión contraria a ellos?

Será útil que traiga a colación la diferencia entre multiculturalidad y multiculturalismo. Que la humanidad ha sido y es multicultural es un hecho innegable. Sin embargo, otra cuestión es ese multiculturalismo que afirma que esa multiculturalidad debe ser defendida frente a cualquier valor universal. La democracia multiculturalista no puede existir. Si es una democracia real, se sustenta sobre unos principios éticos con vocación de universalidad a los que dota de valor normativo y que deben ser irrenunciables; otra cosa es, sin embargo, moderar su fijeza mediante una sutil aplicación del principio de tolerancia, que es lo que suele hacerse con la invocada tolerancia religiosa.

Como en su momento planteara el filósofo austriaco Karl Popper, la tolerancia ilimitada puede conducirnos a la desaparición de esa misma tolerancia. ¿Cuáles son los límites?

La tolerancia no puede tolerar la intolerancia, porque esta es destructiva del espacio que necesita la misma tolerancia para emerger. Pedir tolerancia para algunas conductas es un anacronismo; algunas de ellas tuvieron que ser abolidas para que la misma idea de tolerancia pudiera prosperar. Es una especie de auto-contradicción porque el intolerante quiere la tolerancia cuando está en minoría, pero cuando está en mayoría, es intolerante con el disidente. Vuelvo a la tabla de mínimos de los Derechos Humanos: es el contraste que permite distinguir unos rasgos culturales propios de la muticulturalidad de otros que se enfrentan a los derechos y libertades reconocidos. Distinguir con nitidez, por ejemplo, entre un tabú alimentario y una mutilación indigna, entre un uso festivo y libre del atuendo o una imposición onerosa de una marca que señala la inferioridad social, es la diferencia entre lo tolerable y lo perseguible.

«La diafonía es el precio costoso de la libertad: existe por respeto a la libertad de expresión, por obligación democrática de soportarla»

En estos tiempos, estamos viendo cómo surgen reacciones críticas de todo tipo a la democracia liberal y a los derechos que reconoce. Lo que está pasando en Hungría o Polonia, o lo que proponen algunos partidos xenófobos o contrarios a la libertad sexual en muchos países de Europa, son algunos ejemplos. ¿Cómo puede soportar la sociedad democrática tal grado de disidencia interna?

Podemos hacerlo porque la democracia es más fuerte: su fuerza es la de la razón que se ha demostrado resistente a la barbarie. Sin embargo, la diafonía es el precio costoso de la libertad. Y no puede prohibirse; existe por respeto a la libertad de expresión y de opinión, por obligación democrática de soportarla. El problema es cómo contrarrestarla, y esa solución nos atañe a todos los ciudadanos. La democracia tiene que lidiar con un mundo en que la diafonía y la anomia son realidades posibles y, frente a ellas, sin violencias, se debe luchar para defender verdades morales.

Entonces, la defensa de la ética es un deber ciudadano. Pero ¿podemos afirmar que la ética no puede ser eficaz sin responsabilidad? ¿Qué comportamiento nos es exigible?

Lo que da de sí una democracia depende de su ciudadanía. Los derechos reconocidos en un sistema democrático suponen deberes, por lo general, de civismo –entre ellos, el pago de impuestos–. Ese es otro género de cemento común que nos hace juzgar con mayor precisión los actos de los demás, sobre todo, los de quienes tienen el poder. La cultura del dislate y el enriquecimiento rápido atenta contra el civismo. No es tolerable, e indigna que algunos no tengan empacho en prevalerse de sus cargos. La ética de la democracia es una ética de la responsabilidad y, muy obligadamente, para quienes ejercen funciones públicas, que deben ser ejemplo de integridad y transparencia.

«Necesitamos que se dote a los más jóvenes de las habilidades necesarias en democracia para que sepan discernir entre todo lo que se les ofrece»

Entiendo que esa responsabilidad no sólo es predicable frente a nosotros mismos y al resto de ciudadanos del mundo, sino también frente a las generaciones futuras. ¿Qué nos exige la ética en relación a la herencia que entregaremos a los más jóvenes?

Las democracias necesitan imperiosamente una ciudadanía experta para no quedarse sin contenido. No son solamente sistemas de decisión, también sistemas de valores que hay que transmitir e inculcar. A través de las instituciones educativas necesitamos que se dote a los más jóvenes de las habilidades necesarias en democracia para que sepan discernir entre todo aquello que se les ofrece –como educar en el uso de los medios o enseñar a leer las cuentas públicas–. En definitiva, una educación en derechos y deberes cívicos algo menos abstracta.

¿Cuáles son los retos éticos a los que nos enfrentamos en un futuro inmediato?

Hay temas cercanos y grandes asuntos de fondo. Temas de frontera, como la eutanasia y el sufrimiento animal. El maltrato animal y la evitación de los sufrimientos innecesarios en el proceso industrial es un evidente terreno de mejora que cobrará importancia, a partir de un debate ético, en los próximos años. También la pandemia ha puesto de manifiesto ciertas deficiencias de nuestro sistema de convivencia: ha demostrado que no es cierto que respetemos, como aseguramos, a las personas mayores. En el trato a los ancianos no lo hemos hecho demasiado bien. Mayor dignidad, atención y delicadeza es una asignatura pendiente. Por otra parte, hay algo que, como decía Oscar Wilde, resulta esencial: «Manners before morals» («Modales antes que moral», en inglés). Los modales tienen que ir delante de la moral, y lo primero que tenemos que enseñar es a ser corteses unos con otros. La brusquedad y la violencia (también verbales) no pueden ser la premisa del debate racional y ordenado que exige la ética. Mantener las normas de cortesía y buen trato, hacer real el respeto mutuo, es el primer paso para abordar cualquier cuestión ética, desde la ética.

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