Opinión

Liderar es educar

«La solución a muchos de los males actuales está donde siempre ha estado: en las escuelas y universidades, donde las ideas de democracia, libertad, justicia, igualdad, etc. pueden experimentar un vigoroso desarrollo», escribe Juan José Almagro, Doctor ‘Honoris Causa’ por la Universidad Pontificia de Salamanca.

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30
septiembre
2018

Hoy –lo sabemos todos– estamos viviendo uno de los cambios más grandes de la historia humana: la globalización en un mundo digital. Un cambio de época y un proceso repleto de interrogantes e incertidumbres. El futuro de los seres humanos está siempre lleno de dudas y, por eso, también de miedos. Conocemos, seguramente, los problemas, pero no sabemos cómo resolverlos; hemos optado por convivir con ellos y eso nos está llevando a una peligrosa y creciente desconfianza en las instituciones, los Gobiernos, las empresas y los medios de comunicación, y seguimos viviendo cada día en un mundo donde la única certeza que atesoramos los humanos es la propia certeza de la incertidumbre.

«Nihil novum sub sole», nada nuevo bajo el sol, dice una famosa frase del Eclesiastés. Acaban de cumplirse cinco siglos de una de las convulsiones más grandes de la historia: la rotura de la Cristiandad producida por las 95 Tesis de Lutero, y todo lo que ellas desencadenaron. Fue la primera gran revolución moderna, mucho antes de la norteamericana o la francesa. Fue, además, la primera gran explosión de la voluntad en la historia moderna. Seguirían luego otras.

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En aquellos momentos tan convulsos, la entonces Universidad de Salamanca jugó un destacadísimo papel. De esa necesidad de transformación intelectual nació una de las obras más grandes de aquellos tiempos y de muchos otros: Sobre los lugares teológicos de Melchor Cano. El impulso central de esa obra es revitalizar la razón teológica frente a la explosión de todo tipo de misticismos. El gran Melchor Cano intenta fijar las «nuevas» autoridades en el razonamiento teológico: la autoridad de la Sagrada Escritura, la autoridad de la tradición, la autoridad de los santos o de los concilios, la autoridad de la razón natural, la autoridad de los filósofos, la autoridad de la historia humana… Hoy diríamos, resumidamente, la autoridad de la razón.

«Estamos viviendo una nueva crisis de la razón, un peligroso renacimiento de mitos e irracionalismos»

Cinco siglos después, estamos viviendo una nueva crisis de la razón, un peligroso renacimiento de mitos e irracionalismos en una suerte de repetición parcial de lo que se inició al final de la primera Gran Guerra y que continuó en el período de entreguerras. Nos enfrentamos hoy a populismos de distintos colores, a las irracionalidades del Brexit, a los mitos y misticismos nacionalistas, a los profetismos del America First. Hace más de un siglo, Max Weber escribió un famosísimo artículo titulado La Ciencia como profesión, donde nos advirtió sobre los costes –intelectuales y políticos– de la «desmitificación» y «desacralización» causadas por el racionalismo moderno. Melchor Cano y, cuatro siglos después, Max Weber advirtieron y lucharon, uno con más escepticismo que el otro, contra un mal y un peligro permanente: la desintegración del argumento y del debate racional.

Uno de esos costes es, sin duda, lo que hoy se llama posverdad, que no sólo consiste en negar la verdad sino en falsearla. Es cierto que, como señaló el historiador de la ciencia Koyré, así es la condición humana: el hombre «se ha engañado a sí mismo y a los otros. Ha mentido por placer, por el placer de ejercer la sorprendente facultad de decir lo que no es y crear, gracias a sus palabras, un mundo del que es su único responsable y autor». Pero ahora ocurre algo más grave: se niega la autoridad de la razón y, sobre todo, la autoridad de los hechos, dejando que imaginaciones o deseos prevalezcan sobre lo fáctico. Son las Fake News, de las que tanto habla el todavía presidente Trump y que tanto aplica como usuario compulsivo de las redes, donde se afirma como cierto lo que es falso.

Posverdad que se ha convertido en deporte de moda: engañan los periódicos, los partidos políticos, engañan muchos dirigentes ante parlamentos o jueces, engañan organismos internacionales que debieran velar por la pureza de la información, se miente a los accionistas de las empresas que quiebran y a los depositantes de bancos que se hunden cuando el día anterior se había afirmado que eran solventes. Se desprecia e ignora la autoridad de las pruebas, empíricas o históricas, un método que ha proporcionado a Occidente los mayores progresos de la historia. Se están creando «realidades» inexistentes (aquello que Platón plasmó en el mito de la caverna) y «realidades» artificiales y artificiosas. Antonio Machado, con ironía e inteligencia, lo advirtió: «Se miente más de la cuenta por falta de fantasía: también la verdad se inventa».

Los medios de comunicación serios e independientes se agotan (y desaparecen) y lo que ahora llamamos información ha dejado de ser un bien escaso para convertirse, con el apoyo de Internet y las diferentes redes sociales, en la materia prima del siglo XXI. Sin duda, está cambiando nuestra forma de pensar, de vivir y de hacer. Definitivamente, en pleno siglo XXI, los humanos, más que aprender a relacionarnos, a conocernos y a informarnos, nos conectamos.

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«La crisis de Occidente fue primero una crisis moral que se convirtió en una crisis económica, política, financiera»

Quizá por eso, atacados por el síndrome de la impaciencia, confundimos progreso con aceleración, buscamos atajos y, en consecuencia, nos hemos acostumbrado a deformar la realidad para adaptarla a dogmas previos, equivocados y perversos, como aquellos de los que parten el propio funcionamiento político y muchas organizaciones y empresas, que transubstancian mal y transforman el bien común en ambiciones personales, la fuerza en desánimo, el conocimiento en soberbia, las palabras en nada. Se olvidan de que son las instituciones las que deben adaptarse a la realidad y a los ciudadanos, y no al revés.

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La limitación racional y moral del poder y de las ambiciones es siempre una cuestión clave. Es el famoso equilibrio de poderes de la democracia, especialmente de la norteamericana. Escribió el filósofo neoyorquino Richard Rorty en 1999: «Tenemos ahora una clase superior global que toma todas las grandes decisiones económicas y lo hace con total independencia de los parlamentos y, con mayor motivo, de la voluntad de los votantes de cualquier país dado». Una afirmación que, años más tarde, hizo suya Bauman con escepticismo y desesperanza cuando dejó escrito que el poder no lo controlan los políticos y que la política carece de poder para cambiar nada.

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Y, en este punto, conviene recordar también a Erasmo, quien en su De la educación del Príncipe cristiano, hizo una analogía especialmente hermosa y certera: el asesor que envenena con malas ideas o malos consejos el corazón de un príncipe es tan criminal como el canalla que envenena un pozo de agua del que bebe una población entera y con eso envenena a todo el mundo. Eso es lo que hacen los malos gobernantes, envenenar el pozo del que bebemos todos; personas e instituciones. Esta crisis en la que está Europa y Occidente, y que arrastramos ya desde hace algunos años, ha sido, como en el caso de la Reforma, primero una crisis Moral, que trajo el descrédito de los dirigentes y la desafección en las instituciones, y a partir de ahí se convirtió en una crisis económica, política, financiera o como queramos adjetivarla.

Vivimos ya en la nueva Era de la Responsabilidad Social y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) son nuestro inexcusable horizonte común. Necesitamos líderes que vayan más allá de las jerarquías: que estén comprometidos, que sean fiables, creíbles y motivadores, cómplices y orientados hacia los demás; que escuchen y dialoguen y no busquen siempre culpables, sino que en plena era digital sean capaces de armonizar talento y tecnología y gestionar equipos de personas de distintas generaciones y con diferentes habilidades. Que sepan garantizar la igualdad de oportunidades y la diversidad, y consagren el necesario equilibrio de vida personal y vida profesional. La excelencia empresarial será una quimera, un imposible, si no luchamos decididamente contra el subempleo y el trabajo indigno, porque la primera obligación del empresario, además de dar resultados, crear empleo, ser innovador y competitivo, es ser integro y decente.

«La gran revolución tiene que hacerse en los colegios, en la enseñanza primaria y, sobre todo, en la secundaria»

La democracia exige dirigentes, Gobiernos, empresarios e instituciones que sean transparentes y acepten rendir cuentas como una obligación y nunca como una humillación; que procuren la solución de los problemas que preocupan a los ciudadanos y respeten los bienes que son de todos. Autoridad significa, en muchos aspectos, austeridad en las pulsiones: las viejas virtudes de la sobriedad, solidez, sencillez, ausencia de adornos y trabajo sin alardes, huyendo de falsas promesas y mentiras, y liquidando estructuras y organismos innecesarios e inoperantes.

[…]

La solución a muchos de estos males está donde siempre ha estado: en la sabiduría y en las Universidades. Es decir, en la Educación, que constituye, como afirma Nuccio Ordine, «el líquido amniótico ideal» en el que las ideas de democracia, libertad, justicia, igualdad, ciudadanía, derecho a la crítica, solidaridad, tolerancia y bien común –que no es público ni tampoco privado– pueden experimentar un vigoroso desarrollo. La educación es un asunto que importa a toda la tribu y, por tanto, deberíamos ser capaces de convertirla en un objetivo estratégico en un mundo digital. Las empresas –sobre todo las empresas líderes– tienen que ser capaces (por convicción y como garantía de supervivencia) de institucionalizar procesos de aprendizaje para conseguir que el talento no quede ahogado por las burocracias.

Es absolutamente necesario, y en eso nos jugamos el futuro, que colegios, institutos, universidades y empresas se acerquen y sean capaces de desarrollar proyectos en común. Existe un ámbito clave en la necesaria colaboración de la universidad con la empresa: la investigación, que va más allá de la formación y, a la larga, tiene un impacto mayor en la Sociedad. Pero la gran revolución tiene que hacerse en los colegios, en la enseñanza primaria y, sobre todo, en la secundaria. Estos centros tienen que ser las atarazanas donde eduquemos a las personas para hacer muchas cosas y ostentar autoridad al final de ese camino formador que nunca se agota: liderar empresas e instituciones, administrar justicia, ser referentes de opinión, escribir, abrazar las artes y, en definitiva, contribuir al progreso y a construir un mundo mejor.

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