ENTREVISTAS

«El liberalismo está más próximo a los derechos del hombre que cualquier otra filosofía política»

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Noemí del Val
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23
febrero
2021

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Noemí del Val

«Heidegger decía que la vida solo se contempla a sí misma en la historia». El historiador Juan Pablo Fusi (San Sebastián, 1945), catedrático de la Universidad Complutense formado en Oxford con Raymond Carr, desbroza en su obra la complejidad del mundo a través del estudio de una disciplina, la historia, que considera «por definición estupefaciente». En esta entrevista, reflexiona sobre cuestiones que interpelan al presente: la pulsión de los nacionalismos, la memoria histórica, la situación del rey emérito o la fragilidad de sociedades tecnológicamente avanzadas. Sobre el cuestionamiento que el vicepresidente de Gobierno, Pablo Iglesias, viene haciendo en torno a la calidad de la democracia española, sentencia: «España no es una democracia limitada, Pablo Iglesias es un demócrata limitado».


Usted, como ocurre en el relato de Borges, ve la historia como un jardín de senderos que se bifurcan perpetuamente. ¿Qué caminos de la historia de España resultaron más problemáticos?

Son muchos los hechos que han marcado la historia de España de manera significativa y que podrían haberse producido de otra manera. Por ejemplo, aquello a lo que llamamos conquista árabe podría haber fracasado desde el primer momento y, sin embargo, fueron ocho siglos de arabización. Luego también está América: la presencia de España en América globalizó de una forma inconcebible la historia peninsular, que podría haberse limitado a España –un país europeo con un área de influencia en el Mediterráneo y en el sur del continente– y ya está. Este evento tuvo mucho de fortuito e inesperado. Y no fue el único. Lo importante es que todo lo que ha ido ocurriendo en la historia es probable y no inevitable. Es verdad que todo tiene causas, pero el historiador no debe nunca olvidar esos factores contingentes y azarosos que hacen que la historia hubiese podido ser de otra manera. Desde luego es una convicción que defiendo y que, creo, encaja en los caminos de Borges.

Las leyes de memoria histórica son motivo de controversia en «un país de bandos». ¿Qué deudas mantiene España con su pasado?

Fuera de España, el escritor Günter Grass decía de Auschwitz que dejaría una huella indeleble en la historia de los alemanes. Aquí, sin duda, la Guerra Civil la ha dejado en la historia de los españoles. Digamos, con todas las comillas que se quiera, que nuestro país no tuvo una evolución tranquila desde el siglo XIX, cuando contaba con una monarquía, aunque todavía no plenamente liberal y democrática. ¿Por qué no evolucionó hacia una forma de monarquía democrática o hacia una España sin conflicto o con solo problemas conllevables? ¿Qué ocurrió para que eso llevase la Guerra Civil? Lo que sabemos es que la Guerra Civil ha marcado la historia de todos los españoles y que en la Transición hubo un enorme esfuerzo consciente y voluntario para que esa memoria dividida de la sociedad pudiera ser solventada en una etapa democrática nueva que no fuese un olvido de lo que había ocurrido, sino un nuevo comienzo. Por eso son necesarias leyes como la de memoria histórica, que tiene un aspecto necesario y obligado de reconocer las muertes republicanas y recuperar, donde quiera que estén, fosas y restos humanos que no han podido descansar en paz. Sin embargo, es un error utilizar la memoria histórica como un instrumento de deslegitimación política de uno de esos bandos españoles que finalmente se entendieron a partir de 1975.

«Se necesitan leyes de memoria histórica, pero no como instrumento de deslegitimación política»

Como historiador, toma cierta distancia de ese sentimiento trágico del 98, del famoso «me duele España» de Unamuno, que fue recogido y desarrollado por voces fundamentales de nuestro pensamiento como Ortega y Gasset o Américo Castro.

Tomo distancia en la medida en que ese tipo de reflexión noventayochista es una reflexión esencialista bastante dramática que usa expresiones como: «Dios mío, ¿qué es España?». Y no soy solo yo, sino el historiador en general, que es mucho más aburrido –no por ello más torpe– que Unamuno, Ortega e incluso que Américo Castro. Sobre los siglos XIX y XX solo recuerdo un país que pueda presumir de haber tenido una evolución tranquila: Gran Bretaña que, aunque estuvo en guerra prácticamente todos los días en el imperio, tuvo una evolución política que sí fue consensuada y tranquila. Por supuesto que hubo conflictos laborales, políticos, de identidad etc., pero nunca se cuestionó el orden institucional como sí sucedió en Francia, en Alemania, en Italia o en España… Ojo, en los países nórdicos tampoco ataban a los perros con longaniza: hay siervos de la gleba en Suecia prácticamente hasta la Primera Guerra Mundial. Luego la gente se cree que han sido socialdemócratas desde la noche de los tiempos, pero no es así; han sido también vidas difíciles, sociedades complejas y, por tanto, historias dramáticas en el sentido más duro de esa expresión. La condición humana es conflictiva y por tanto la historia, que no es otra cosa que la condición humana, –decía Heidegger que «la vida solo se entiende en la historia»– es conflictiva. Esas expresiones son tremendamente interesantes porque la historia de España es muy reciente. Sin embargo, los historiadores pretendemos hacer creer que en nuestra evolución como sociedad puede haber una especificidad española, pero no una excepcionalidad española.

¿Por qué el liberalismo encontró en España un terreno tan árido, tan poco fecundo para desarrollar sus ideas?

Para empezar, en sentido político, la palabra «liberal» –que se utilizaba a finales del siglo XVIII y principios del XIX para referirse a alguien generoso– es una palabra española que los ingleses toman de los exiliados de la época de Fernando VII. Por tanto, el liberalismo no es ajeno a España. Sin embargo, en el siglo XIX fue muy complicado construir un Estado nacional liberal en España por la desestructuración del propio Estado, la gravísima crisis que tuvo en 1880, el peso de las fuerzas tradicionales, el tradicionalismo popular, la influencia de una Iglesia beligerantemente antiliberal y también por la debilidad del liberalismo y la de las fuerzas sociales que le solemos asociar: clases medias, ciudades, mundo urbano, opinión pública más o menos articulada… Todo esto en España era más débil, aunque no inexistente. En el siglo XIX el liberalismo tuvo dificultades, pero también hay que decir que casi desde 1833 hasta más o menos casi la Guerra Civil, siempre tuvimos –con interrupciones y pronunciamientos militares– algún tipo de Constitución y de constitucionalismo liberal, liberal conservador o liberal progresista. Al final, la revolución liberal en España fue igual que la construcción del Estado nacional moderno: insuficiente. Y no digo fallida y fracasada del todo, pero sí limitada.

«Sin sentido del Estado y de la nación no se puede estar en política»

Nos decía en una entrevista el filósofo Javier Gomá, que la Transición fue nuestra verdadera revolución liberal.

Estoy completamente de acuerdo. Por poner un ejemplo, si la monarquía fue un problema para la democracia en España en 1931, la monarquía parlamentaria fue la solución a partir de 1975. Quiero decir que, en la Transición se era muy consciente de que el sistema de 1978 –con la Constitución del 78, la monarquía parlamentaria, el estado de las autonomías y el Estado social de derecho– podía ser la gran respuesta. Era además algo consensuado y que aceptaba esas enormes dificultades que el liberalismo o la democracia tuvieron en el siglo XIX y XX, y cuya manifestación más dramática fue la Guerra Civil.

La Transición es un periodo concluido, amortizado. Si la historia es, como decía Ortega, movilidad y cambio,  ¿hacia dónde nos lleva ahora?

Primero, «transición» es una palabra transeúnte; la transición es el momento mismo de un cambio, de una modificación, pero nosotros lo hemos utilizado para todo un periodo al que no sabemos muy bien dónde ponerle el final. Podría ser en el atentado de Atocha y el posterior cambio político que se produce con la aparición al frente del Gobierno de una persona como José Luis Rodríguez Zapatero. También se podría situar en la abdicación del Rey Juan Carlos y la renovación en la Jefatura del Estado que pasa a manos de un nuevo rey joven, lo que de por sí tiene un valor metafórico de cambio. Todavía no hemos acertado en poner una palabra y una fecha exacta, pero está claro que vivimos en la postransición: ha cambiado el sistema de partidos políticos, la Jefatura del Estado y también el clima de consenso de la sociedad española que se ha polarizado mucho. Por ejemplo, el catalanismo, que antes era un factor de estabilidad, ha pasado a ser uno de los problemas más graves de España. En cambio ETA, que era un grave problema en la Transición, parece que ha cesado en la actividad terrorista. También nos recuperamos de la gran recesión de 2007, de la que recuerdo el titular de The Economist refiriéndose a España: «Se acabó la fiesta». Evidentemente, con la pandemia hay otra crisis demográfica, humana y económica que tardaremos en recuperar. En general, la situación es completamente distinta, nueva, con gobiernos de coalición, fuerzas políticas previamente inexistentes que han irrumpido en la política y que han provocado un cambio sustantivo en los dos partidos mayoritarios. Por un lado, el Partido Socialista o ‘el sanchismo’ tiene poco que ver con la idea de socialdemocracia y con el fuerte sentido nacional que representaron González y Guerra, y todos los gobiernos que ellos presidieron. Por otro lado, el Partido Popular está en un momento de incertidumbre y se ve acechado por una ultraderecha que antes parecía desaparecida. No me atrevo a saber a dónde vamos. Vivimos en una época de gran incertidumbre y eso suscita siempre preocupación, prudencia y cautela. Eso sí, sin sentido de Estado y sentido de la nación no se puede estar en política nunca, y menos en esta época de cambio e incertidumbre.

Me gustaría preguntarle también por la figura de don Juan Carlos. Era una figura icónica, asociada al éxito de la Transición, sobre la que se cierne la sombra alargada de la corrupción. ¿Cómo cree que le va a tratar la historia?

Sería una historia muy injusta si no reconociese la importancia histórica de la Transición y el papel que Juan Carlos tuvo. Debería haber una valoración muy positiva de los 30 años de reinado y una decepción por un final abrupto e inesperado que daña la fábrica política española y empobrece la figura del rey emérito. Los escándalos que menciona tienen implicaciones de tipo jurídico y son muy polémicos porque son reciente y todavía se está pendiente de una resolución definitiva. Además, tienen un aspecto de sensacionalismo grande que hace que estemos más pendientes del final controvertido que a esa otra etapa más serena que probablemente la historia juzgará –o yo creo que debería juzgar– muy positivamente. No solamente a él, sino a Suárez, a todos los hombres de la Transición, a la larga etapa de Gobierno de los socialistas e incluso a la etapa de Aznar que implicó un crecimiento considerable de la economía española. Esas etapas tuvieron también graves problemas, pero si se hace un balance general son etapas muy positivas de la historia española.

«Las monarquías tienen un valor simbólico más fuerte que el de los ideales republicanos»

Este período final, ensombrecido, del rey emérito conecta con un debate que se ve reavivado, que es el modelo de Estado y la viabilidad de una monarquía parlamentaria en el siglo XXI. ¿Cuál es hoy el papel de la monarquía?

El papel de la monarquía tiene que ser limitado, ejemplar, constitucional y más protocolario que ejecutivo. La monarquía en España no tiene poder ejecutivo y su papel de gestión es menor, por ejemplo, que el de la presidencia italiana. Acabamos de ver que en Italia el Gobierno del presidente, que es quien ha llevado las gestiones, ha provocado una crisis para poder formar un Gobierno nuevo que no ha pasado por las urnas. Y como esta llevan ya cuatro o cinco en Italia. En España el Rey no podría hacer nada de eso y es algo saludable porque la monarquía tiene otro tipo de legitimidad. La monarquía es la parte más dignificada de la Constitución y, por tanto, no debe estar involucrada más que en cuestiones de altísima responsabilidad nacional y no en la gestión de ejecutiva. Sobre la cuestión de la monarquía o la república, lo único que le puedo contestar es a dos cosas. La primera es que la monarquía es la solución a partir de 1975 porque hereda un poder fuerte y lo lleva hacia la democracia y porque, salvo en Estados Unidos o Francia, las monarquías tienen un valor simbólico y metafórico más fuerte que el de los ideales republicanos. La segunda es que eso que dijo un historiador militante del Partido Comunista británico, Hobsbawm, de que «la monarquía parlamentaria es un marco razonable para la democracia». ¿Por qué entonces introducir algo tan complicado como es la forma del Estado cuando es un marco razonable para la democracia, que es lo que más nos importa?

De Altamira al siglo XXI una cuestión se arrastra como si fuese natural e irresoluble: la pasión por la tribal, que hoy tiene su eco en el auge de las fuerzas nacionalistas.

No puedo decir que haya una continuidad en todo esto. ¿Cuándo empieza la pasión nacional? ¿Desde cuándo hay nacionalismo? El hombre ha tenido muchas maneras de integrarse territorialmente y de formar comunidades. El hombre medieval se considera cristiano y empieza a hablar de «ser de nación» en el sentido de nacimiento, no en el político. De la misma manera, desde que se empieza a utilizar la palabra «español», la península es algo más que un territorio y se empiezan a tener identidades reconocibles y grupales. Sin embargo, el nacionalismo como tal lo seguimos asociando con la revolución francesa: no por nada sustituyen una bandera monárquica por una bandera nacional, no por nada radica la soberanía en el pueblo y en la nación francesa, y no por nada cantan una canción que se llama Vamos los hijos de la patria (Les enfants de la patrie). Además, entonces ya se empieza a exaltar todo un ritual laico que se asocia con la política y no con una institución histórica o con la religión. Por tanto, el nacionalismo y el estado nacional es una cuestión del siglo XIX en la cual la nación y el nacionalismo se van a convertir en el factor fundamental de cohesión y vertebración nacionales. Decía Renan en su ensayo Qué es una nación, que esta era un plebiscito cotidiano. Sin embargo, también añade que todo nacionalismo falsea su propia historia. Lo falsea el nacionalismo nacional, lo falsean los nacionalismos que hemos llamado de minorías o de nacionalidades y que tienen un componente común con los nacionalismos nacionales: la idea de que la nación es el objeto y sujeto de la política y no el individuo y sus derechos. A partir de ahí, los nacionalismos pueden gobernar en democracia y ser democráticos, pero desde el punto de vista de la filosofía política de la democracia, todo nacionalismo tiene el fin último de hacer de la nación y, por tanto, de una territorialidad y de una idea abstracta, algo superior a la pluralidad de toda sociedad moderna y de los derechos del individuo. Ahí hay un conflicto que explica ese carácter excluyente, exclusivista, adoctrinador y falseador de la historia que suelen tener los nacionalismos. En cuanto a la filosofía política, no tengo ningún apuro en decir que el liberalismo me parece infinitamente más próximo a los derechos del hombre que cualquier otra filosofía política. En mi opinión, al hablar de liberalismo deberíamos ponernos en pie. Sin duda, el nacionalismo es un problema y una realidad porque la gente siente fuertemente una pasión nacional emocional de masas. En este momento el nacionalismo nacional en España, después de la experiencia del franquismo, parece un sentimiento más vergonzante, por eso aparecen de pronto nuevos movimientos. No obstante, los partidos políticos democráticos no deben perder el sentido nacional, el sentido de la nación y el sentido del Estado, que no es lo mismo que nacionalismo. Creo que fue Savater quien dijo que «una cosa es tener apéndice y otra es tener apendicitis». Es decir, una cosa es creer en la nación y otra es ser nacionalista. La carencia de esa defensa de la nación puede dar lugar a la aparición de estos populismos ultranacionalistas que últimamente han surgido frente a la idea de una Unión Europea supranacional.

 

Juan Pablo Fusi

Sorprende que en sociedades que se presuponen modernas y cosmopolitas, y en las que hay una dinámica de progreso, los nacionalismos cobren cada vez más fuerza.

Hace unos meses leía una buena reflexión en un periódico francés que hablaba de que ahora se estaba produciendo la persistencia de las naciones y la revancha de los populismos. Por ejemplo, la gran apuesta de Europa fue la Unión Europea que, contrariamente a lo que todavía de vez en cuando oímos estúpidamente de que es una mera operación económica, nació con una conciencia política clarísima de terminar con los nacionalismos nacionales después de que estos, sobre todo en Francia y Alemania, hubiesen llevado al mundo al conflicto. La idea era la de crear una estructura política supranacional que encauzara y desarmara la competencia nacional y nacionalista por la hegemonía internacional que había llevado a las guerras mundiales. Esa es una gran idea y un gran proyecto. Ahora, volviendo a por qué aparecen en los noventa Le Pen en Francia, luego la Liga Italiana y más tarde Vox en España, se hace evidente que la Unión Europea es un híbrido de competencias supranacionales que no acaba de cristalizar porque no hay un demos, no hay un pueblo europeo como sí hay un pueblo español o un pueblo italiano.
Es evidente que, de alguna manera, la complejidad europea se nos escapa. Se ha comprobado ahora con la pandemia y la complejidad para acabar haciendo una política sanitaria común o para adquirir vacuna frente a la rapidez con la que lo han hecho Gran Bretaña, Israel o Estados Unidos. Esto favorece obviamente la idea de nación: tanto la falta de un demos europeo como la complejidad burocrática y la incomprensión, muchas veces en el ciudadano medio, de que existe Europa. Dicho eso, creo que Europa puede ser una excelente fórmula para encauzar la reconstrucción y tratar de limitar las desviaciones democráticas y la posibles revanchas de esos populismos nacionalistas.

¿Y cuál es su análisis sobre la tensión secesionista en Cataluña?

Hay mucha gente, sobre todo desde la derecha, que cuestiona el Estado de las Autonomías. Se trata de un grado de descentralización del Estado enorme hecho para dar una respuesta a un problema histórico como fue la aparición de nacionalismos en Cataluña, en el País Vasco o en Galicia. Hay un problema de la organización territorial del Estado español desde la primera década del siglo XX. En la Transición se discutió mucho si apostar por una autonomía selectiva solo para estas tres regiones o ir a una generalización de las autonomías. Finalmente, gran parte de la clase política pensó que era mejor ir a por la segunda opción y escoger un estado regional, un «estado federalizable», como dijo García de Enterría. ¿Qué ha ocurrido estos últimos años? Primero, el nacionalismo vasco y el catalán desde principio de siglo ha tenido la idea de Cataluña y de País Vasco, si no como nación, sí como un pueblo propio distinto (en el nacionalismo vasco la etnicidad ha sido más fuerte que la idea de nación). Hoy en día todo eso ha desaparecido y los dos tienen como aspiración común definirse como nación y crear una nación catalana y una nación vasca. El ejercicio de ese inmenso autogobierno que han tenido desde 1980 en ambos lugares ha estado al servicio, no de la lealtad constitucional, sino al servicio de la construcción nacional de Cataluña como nación, y de Euskadi como nación con aspiración sobre Navarra y el País Vasco francés. En el caso catalán ha habido una colaboración con España y un apoyo a distintos gobiernos españoles en cuanto a unidad de mercado, pero paralelamente ha habido un proceso de construcción nacional en todos los ámbitos: educativo, lingüístico, institucional, simbólico, emocional… Esto ha llevado finalmente al procés catalán. Se puede, lógicamente, coexistir, convivir y conllevar, salvo que se rompa el orden constitucional. Ahora no hay más remedio que apostar por la intervención y la negociación para intentar solucionar democráticamente las cosas. En los países que son federales, hay federalismo porque no hay nacionalismo, no al revés. Con un nacionalismo radical, empeñado en la independencia y con un fuerte apoyo popular es muy difícil que funcione alguna fórmula, sea federal, regional o autonómica.

«España no es un estado fallido ni una democracia limitada, Pablo Iglesias es un demócrata limitado»

El vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, ha cuestionado que España sea una democracia plena, algo sobre lo que usted también ha reflexionado en su obra.

Yo me niego a ese tipo de debate: España es una democracia plena y los intereses políticos y las falsificaciones de la realidad que pueda hacer Pablo Iglesias a mí no me interesan. Como tema de discusión no tiene dignidad intelectual. España es una democracia igual que el resto de las democracias europeas. Ahora tenemos muchísimos problemas, pero evidentemente no hay nacionalismo en Cataluña o en el País Vasco porque España no sea una democracia. España es un estado democrático de derecho pleno con muchísimos problemas, como los tiene absolutamente todo el mundo. No es un estado fallido ni una democracia limitada, sino que Pablo Iglesias es un demócrata limitado.

Dice que «la historia es, por definición, estupefaciente». En esta actualidad regida por lo incierto, ¿qué es le que provoca más estupefacción?

Prácticamente todo. Aunque lo principal es la propia fragilidad y vulnerabilidad de unas sociedades tan evolucionadas tecnológicamente. Hoy coexisten dos realidades diferentes: la de miles de muertos diarios por la Covid-19 y la de tres aparatos que están aterrizando en Marte casi al mismo tiempo. En la medicina los avances son verdaderamente formidables y, sin embargo, nos hemos visto sorprendidos por esta pandemia. Es un poco como la persistencia de las naciones y la revancha de los populismos; tampoco nadie contaba con ello porque parecía que la democracia era el modelo ideal de la política. Yo, sin duda, sigo creyendo que lo es. Antes he citado en plan pedante a Heidegger para comentar que la vida solo se contempla en la historia, pues me parece que dice Ortega que «el hombre es novelista de sí mismo». Es decir, el hombre es un ser biográfico en un ser biológico y, por lo tanto, la condición humana es siempre una sorpresa, al menos para mí. También me sorprende la belleza de las cosas que ocurren. Siempre tenemos una visión crítica y pesimista de la realidad, pero hay comportamientos que nos emocionan por la figura del héroe moderno, que es un héroe solitario, modesto y humilde. Me sorprenden cosas como que haya sanitarios que pasan horas y horas trabajando, y encima hacen un pasillo cuando consiguen sacar a una persona que llevaba meses en una UCI. Todo eso me produce una enorme emoción y me sorprende por la capacidad creativa del hombre en literatura, en arte, en cine y, en general, en todo eso que me admira. Eso sí que me desconcierta y me deja perplejo.

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