ENTREVISTAS

«El Mediterráneo no es un ‘mare nostrum’, es la mayor frontera de la humanidad»

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Noemí del Val
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14
octubre
2020

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Noemí del Val

Emilio Lamo de Espinosa (1946, Madrid) toma distancia. En sentido literal –covid obliga– y figurado. «Conocer es alejarse de la realidad», dice parafraseando al filósofo Max Scheller. Catedrático emérito de Sociología en la Universidad Complutense, se considera más un estudioso que un investigador. Un incansable observador de los fenómenos sociales. Nos reunimos con él en la sede del Real Instituto Elcano, uno de esos preciosos palacetes que salpican las esquinas del distrito madrileño de Salamanca, institución que preside desde 2012.


Hablamos de la crisis del covid como una crisis sobrevenida. ¿Realmente era tan inesperada?

No, en absoluto. Ha habido muchas zoonosis en el pasado y va a seguir habiéndolas en el futuro. Numerosos expertos ya lo habían predicho. Sin ir más lejos, la Estrategia de Seguridad Nacional Española de 2017, al igual que la práctica totalidad de las estrategias de seguridad nacionales de todos los países, junto con el riesgo del cambio climático, incluían las pandemias como una posible amenaza. Es más, en el caso de la española, se hacía una descripción muy pormenorizada. Y esa es quizá la primera lección: que en realidad no hacemos caso a los expertos, que las políticas se mueven siempre en el cortísimo plazo, que lo urgente acaba posponiendo siempre lo importante. Deberíamos haber estado en condiciones, no solamente España, sino la OMS, la Unión Europea, de haber gestionado al menos las fases iniciales mucho mejor. El matemático libanés Nassim Nicholas Taleb, que teorizó sobre los «cisnes negros» [sucesos improbables e imprevisibles], dice que esto no es un cisne negro en absoluto.

Recurres con frecuencia en tus análisis a esa vieja cita de Terencio: «Nada humano me es ajeno». ¿Nuestra forma de entender lo global cambiará a raíz de la pandemia? 

La cita responde al hecho de la globalización. Por vez primera, la humanidad tiene una sola historia. Estamos todos vinculados de mil modos, en redes complejas que dan lugar a la aparición de efectos mariposa. La globalización afecta de un modo ambivalente. Por una parte, genera la sensación de compartir un riesgo colectivo y, por tanto, de humanidad compartida, de comunidad, de solidaridad, de universalismo, de cosmopolitismo, si quieres. Esa es la parte buena. La parte mala es que, a su vez, la pandemia genera una enorme sensación de vulnerabilidad, por supuesto individual, pero también colectiva. Es decir, descubrimos que, del mismo modo que tenemos la certeza de nuestra propia muerte, tenemos también la certeza de que la humanidad desaparecerá en algún momento. Que, en el fondo, somos el producto de una casualidad que ocurrió en el espacio-tiempo y una segunda casualidad del espacio-tiempo nos llevará por delante. Esa inquietud genera la búsqueda de refugios seguros. ¿Y cuáles son? La familia, en primer lugar, las comunidades naturales y, fundamentalmente, los Estados. Ese tribalismo derivado de la vulnerabilidad y el miedo rompe con el cosmopolitismo, lo cancela. En este sentido ha habido, como consecuencia de la pandemia, una clarísima re-estatalización, un reforzamiento del papel de los Estados.

¿Cómo se compatibiliza esa vuelta a la tribu de la que hablas, con la necesaria gobernanza global?

Pues muy mal. Una sociedad mundial como la actual, con una economía global, una seguridad global, un clima global, una salud global, requeriría mecanismos de gobernanza global y no los tenemos. Naciones Unidas no es capaz. Tenemos algunas cosas por aquí y por allá: el G-8, el G-20, la OMS, la Unión Europea… pero no tenemos sistemas de gobernanza global. Quizá ese es el principal problema del siglo XXI. Un mundo cada vez más particularizado por la pandemia va claramente en contra de las necesidades de solidaridad colectiva y de gobernanza global.

«Europa es un personaje en busca de un papel»

Los Objetivos de Desarrollo Sostenible son un intento –por ahora más cosmético que palpable– de esa gobernanza global. ¿En qué medida constituyen una agenda política (que no ideológica ni partidista)? Más allá de su no obligatoriedad, ¿cuáles son sus limitaciones?

Lo primero es resaltar que me parece una iniciativa muy ambiciosa y muy acertada de Naciones Unidas. Va más allá de sus responsabilidades estatutarias. ¿Cuáles son las limitaciones? Naciones Unidas es una unión de Estados, no de países, que está basada en la igual soberanía de todos y cada uno de ellos. Más allá de eso, no tiene competencias. No puede ser un germen de la gobernanza global, que lo que requeriría es una unión de países. No tiene lógica que la India pese igual que Vanuatu. Sin embargo, ya con los Objetivos del Milenio se abordaron cuestiones de gobernanza y riesgo global, y fueron un éxito. Se han cumplido en líneas generales y se ha avanzado enormemente. Esta segunda oleada, los Objetivos de Desarrollo Sostenible, son un intento muy pragmático de abordar un elenco de cuestiones fundamentales, ya no solamente de desarrollo y cooperación, de pobreza, de la condición de la mujer o de salud, sino climáticas, de energía… Aunque Naciones Unidas no tenga mecanismos de control, sí tiene el prestigio. Sistemáticamente va a ir analizando a esa colección de doscientos Estados y haciendo estadísticas en las que uno queda bien o queda mal. Es un concurso de belleza que afecta a la reputación de los países. A través de eso, ejerce su soft power. Al final, los Objetivos del Desarrollo Sostenible van a tener su recorrido.

Antes hablabas de la re-estatalización del mundo. Sin embargo, en varios de tus análisis pre-covid exponías la deriva opuesta, que vivimos un «periodo neowestafaliano» en el que los Estados pierden poder. ¿Significa entonces que la pandemia ha invertido la tendencia?

Es una ambivalencia. Por un lado, desde el año 1950, desde la segunda posguerra, ha habido una poderosísima estatalización del mundo. Cuando se crea Naciones Unidas, eran 45 países; en este momento, son 193. ¿Qué quiere decir eso? Que la humanidad está organizada como una colección de grupos estatalmente articulados –no digo Estados-nación, porque la mayoría son Estados plurinacionales– que tienen la responsabilidad final de la ejecución de cualquier cosa sobre su territorio y su población. No somos del todo conscientes del enorme poder que tienen los Estados. Tienen recursos económicos y militares, tienen el Boletín Oficial del Estado y tienen la legislación, un instrumento de ingeniería social potentísimo… Bueno, pues una vez más, nos encontramos con que, en una situación de vulnerabilidad y de riesgo, quien asume la responsabilidad es el Estado, no la comunidad internacional ni las unidades subestatales, porque no pueden. Por lo tanto, sí, la pandemia ha venido claramente a re-estatalizar el mundo. Incluso Schengen se cancela. Hemos estado durante el periodo de confinamiento encerrados en nuestras casas, en un cocooning u hogarización, viendo la televisión, pendientes de las decisiones que tomaban los Estados y esperando a que nos dieran instrucciones. Si bien el proceso de globalización, que yo creo que es imparable, ha venido a limitar el poder de los Estados, sin duda alguna la pandemia ha venido a reforzar su papel. Lo estamos viendo en todos los países.

¿Cómo se gestiona esa dicotomía? ¿Qué lugar del tablero ocupan los Gobiernos autonómicos, las ciudades, los Ayuntamientos? Los ODS, precisamente, ponen en valor el poder de esas unidades de Gobierno más pequeñas.

Hay un tema de diversificación de gestiones. Las ciudades son fundamentales, cada vez más. Son foco de problemas y de soluciones, y lo estamos viendo ahora. Percibimos el mundo como una colección de Estados, mapas en los que cada país tiene su colorcito, su bandera, su capital, como si fueran unidades autosuficientes. Eso es mentira: cuando levantas ese velo, ese fetichismo, lo que ves debajo es una relación de grandes áreas metropolitanas conectadas entre sí. Esta es la realidad subyacente del mundo globalizado. Las unidades subestatales tienen la capacidad de la ejecución inmediata, pero dentro de un marco de competencias estatales. Al final, la responsabilidad última ante la comunidad internacional no se la van a pedir a la Comunidad de Madrid, sino al Gobierno de España.

Ya estemos hablando de la carrera tecnológica o de la carrera por encontrar una vacuna, ¿qué papel tiene hoy Europa en el mapa geopolítico mundial frente al ascenso de China?

Podríamos decir que Europa es un personaje en busca de un papel. Pepe [Josep] Borrell habla de la doctrina Sinatra, en referencia a su canción My way: Europa debe hacer las cosas a su manera. Es importante darse cuenta de que el siglo XX ha sido el siglo en el que Europa se ha suicidado en dos guerras civiles que acabaron siendo guerras mundiales y que, desde entonces, estamos en un mundo post europeo. Recordemos que, desde el año 45 hasta el 89, hasta la caída del Muro de Berlín, el futuro de Europa dependía de dos potencias extra europeas, Estados Unidos y Rusia. No estaba en nuestras manos. Fuimos colonizados. La Unión Europea ha sido el instrumento a través del cual los países europeos pretendían recobrar el control de su destino. No puede seguir arrendándoselo a Estados Unidos. En primer lugar, porque Estados Unidos ya no lo quiere, nos ha abandonado y se dedica a otras cosas. Pero, sobre todo, porque las líneas que sigue Estados Unidos no son las nuestras. Por otro lado, hay un problema de articulación interna, de tomas de decisión. El sistema de unanimidad conduce a la vetocracia, al mínimo común denominador, es extremadamente ineficiente. Europa está en el mundo gracias a su capacidad normativa. Es un enorme mercado, que establece estándares y el resto del mundo no tiene más remedio que ajustarse a ellos. Pero eso claramente no es suficiente. No tenemos terminado el Mercado Común y tenemos que empezar a hacer política exterior. Más aún en este momento, con todo el norte de África en una situación lamentable. Y, detrás del mundo árabe, tenemos al resto del continente, con un crecimiento demográfico extraordinario, que también es un enorme riesgo. De modo que Europa no tiene en este momento más remedio que asumir, como dice el propio Borrell, el lenguaje del poder. Es una gran potencia y tiene que asumir responsabilidades y estar en condiciones de hacer política exterior de verdad.

«El proceso de globalización ha venido a limitar el poder de los Estados, pero sin duda la pandemia ha venido a reforzar su papel»

¿Por dónde empezar?

El primer problema es cómo nos ponemos de acuerdo los países europeos, todos ellos con una enorme y larguísima historia colonial, y por lo tanto, con intereses muy diversificados en el mundo. Francia, en el África negra. Inglaterra, en África y en Asia. España o Portugal, en América Latina. En segundo lugar, no tenemos instrumentos, no tenemos un ejército europeo, no tenemos una fuerza europea de proyección. El caso de Libia es dramático. Tendríamos que haber estado en condiciones de intervenir ahí y no lo estamos. Siria o Irak, tres cuartos de lo mismo. El resultado es que Estados Unidos se está retirando del mundo, Europa no entra, China todavía no quiere, y quien aprovecha esa oportunidad es Rusia. Rusia es una porquería de país, en el sentido de que tiene un PIB como el de Italia, un ejército malísimo y una economía desastrosa que depende del petróleo, pero sin embargo se le están brindando oportunidades, y como es un país muy expansivo, con un liderazgo muy agresivo, está aprovechando esos espacios. Europa tiene que aprender cuál es su papel en el mundo, y sí, en colaboración con Estados Unidos. La equidistancia no nos va a servir: no tenemos equidistancia entre Estados Unidos y China. Nuestra dependencia económica, nuestra cultura, nuestros valores, están mucho más cerca de Estados Unidos que de China. Si Estados Unidos es el policía malo, nosotros seremos el policía bueno, lidiando con el resto del mundo. Pero tenemos que establecer un entendimiento, un engagement. Y una política común con Rusia, que nos presiona mucho. La dependencia del gas ruso es fundamental. Tenemos que definir también una política con China y con el Norte de África. Quizás la más urgente es la del norte de África, que es un polvorín.

¿Qué rol juega África y cuál es la responsabilidad europea en lo que se refiere a política exterior y cooperación al desarrollo?

África es una gigantesca oportunidad. Es una sociedad que está dando un salto adelante brutal, que tiene una demografía galopante, que empieza a tener universidades y educación, que está en un proceso de urbanización tremendo, que empieza a tener alternancia política y, por lo tanto, una cierta estabilidad institucional; que acaba de firmar un tratado de libre comercio africano que cubre prácticamente los 54 países que la componen. Es una oportunidad de infraestructuras, de educación, de sanidad, de saneamiento. ¿Qué tiene que hacer Europa? Favorecer su desarrollo. No se trata tanto de fijarse en cómo le ponemos fronteras duras a la inmigración africana. En el medio y largo plazo, hay que fijar a la población en el territorio, y eso implica modernización política, económica y social, inversiones, créditos… Por ejemplo, a España le sería extremadamente útil un mayor desarrollo del Magreb y, por lo tanto, mejorar las relaciones entre Marruecos y Argelia, tratar de cancelar definitivamente el tema del Sáhara y contribuir poderosamente a una estabilización. En estos momentos, el Mediterráneo no es un mare nostrum, no es una vía de comunicación. Es todo lo contrario. Es la mayor frontera de la humanidad. Es una frontera religiosa brutal –no lo olvidemos– y es una frontera política, con democracias estables al Norte y con sistemas totalitarios, autoritarios o fallidos al Sur. Es una frontera demográfica tremenda, con una media de edad de cuarenta y tantos años en el Norte y de apenas 17 años en África subsahariana. Y, finalmente, es la tercera mayor frontera socioeconómica del mundo, después de las dos Coreas y de Israel y sus vecinos. La diferencia socioeconómica entre México y Estados Unidos es la mitad de la que hay entre el Norte y el Sur del Mediterráneo. Tenemos un serio problema al otro lado del mar.

¿Qué alcance e implicaciones tendrá el Green Deal europeo? ¿En qué medida crees que ayudará a reducir la dependencia energética de Rusia?

Cuando llega la pandemia, parece que todas estas políticas van a quedar relegadas. Sin embargo, a la hora de fijar prioridades, la transición energética y la lucha contra el cambio climático, junto a la digitalización, han acabado siendo las líneas prioritarias de este plan de reconversión. La Unión Europea es muy consciente de que, si quiere dejar de depender de suministros energéticos ajenos, de Oriente Medio y Rusia en concreto, no tiene más remedio que profundizar en la transición energética y caminar hacia las energías limpias. Es fundamental, ya no solamente desde la dimensión de sostenibilidad y climática, ni solamente desde la dimensión económica, sino desde la dimensión de política exterior. En la medida en que hagamos esa transición hacia fuentes de energías renovables y rompamos la dependencia del petróleo, todos los viejos petroestados se van a ver con serias dificultades. Rusia, en primer lugar. Pero también Arabia Saudí, todo Oriente Medio, Venezuela… Lo cual es bueno, porque en el fondo todos los petroestados son o tienden a ser dictaduras. Muchos de ellos son cleptocracias.

En diversas ocasiones has defendido un Estados Unidos de Europa. ¿Marca un punto de inflexión el pacto para la recuperación?

Yo creo que sí. No hemos llegado al «momento hamiltoniano», no es la mutualización de la deuda, pero ha sido un paso muy importante en esa dirección. Se establece un principio de solidaridad colectiva muy relevante. Europa camina siempre a consecuencia de crisis económicas. Si no, no se moviliza. Así como en la anterior las medidas económicas fueron pocas y tardías, en esta han sido relativamente tardías, pero potentes. Creo que la reacción europea a la crisis económica generada por el covid está siendo positiva; significa claramente un avance en ese proceso de construcción de unos Estados Unidos de Europa. Es evidente que hay divisiones Este-Oeste y Norte-Sur, con el grupo de Visegrado, con los hanseáticos, entre protestantes y católicos… Hay dificultades internas, pero se ha dado un paso muy importante.

«No tenemos alternativa al Estado democrático, ni a la economía de mercado ni al discurso científico»

El fantasma del nacionalismo ha emergido en los últimos años a ambos lados del Atlántico. ¿Hay un denominador común, a pesar de las evidentes diferencias sociopolíticas y culturales, entre los nacionalismos contemporáneos? Esto es, ¿acaso responde a una lógica común el votante de Trump y el de Abascal?

Yo creo que sí. En ambos casos, lo que encontramos es un retorno a la comunidad natural tradicional clásica, frente al propio proceso globalizador en su conjunto. Los países, las comunidades, sienten que pierden identidad. ¿En qué consiste ser francés?, se preguntan los de Le Pen. ¿En qué consiste ser británico?, se preguntan los del Brexit. ¿En qué consiste ser americano?, se preguntan los de Trump. Sienten que están siendo diluidos. Destruidos a través de la penetración económica, de la penetración cultural, de la inmigración, que es el chivo expiatorio de todo esto. Hay también un fenómeno de reacción contra-contracultural. A lo largo de los últimos veinte o treinta años, ha habido un avance potentísimo de lo que en su momento se llamó la contracultura, o la cultura liberal, tolerante, abierta, que tiene muchas manifestaciones: el feminismo, la diversidad sexual, el aborto y tantas otras cosas. Y lo que apreciamos en este momento es una reacción contra eso, un regreso a moralidades y creencias tradicionales y un rechazo, por lo tanto, a ese llamado supremacismo moral de la izquierda progresista. ¿Qué ha convertido Vox en sus símbolos de identidad? La caza, los toros, las procesiones, el rechazo a la homosexualidad… Probablemente porque el cambio moral ha sido muy rápido y eso genera grupos que se descuelgan y que reaccionan defendiéndose. Todo ello, como ves, va sumado: la re-estatalización del mundo, la necesidad de volver a construir el Estado-nación con sus identidades clásicas o esta reacción de búsqueda de una moralidad tradicional. Lo que hay detrás del Brexit es el retorno al Imperio Británico. Lo que hay en el «America first», en el lepenismo, en Vox, en Alternativa para Alemania, en los Verdaderos Finlandeses… en el fondo es ese miedo a la globalización, al universalismo. Lo cual es comprensible, porque la globalización une y separa: une a ciertos grupos que se conectan en cadenas de valor, de producción o de comunicación transnacionales, pero deja descolgados a otros grupos. Lo vemos en el Middle West americano, en el Rust Belt, en la zona de las viejas fábricas cerradas. Son los perdedores de la globalización, los territorializados. ¿Cuál es la conclusión? Que necesitamos reconstruir el pacto social, incorporando a todos esos sectores, que son muy variados: el rural, el obrero, el de la vieja clase media funcionarial…

No deja de ser paradójico que la desigualdad crezca dentro de los países mientras se reduce en el mundo.

Efectivamente, la globalización ha dualizado las sociedades. Es un proceso por el cual, al mismo tiempo que el Primer mundo penetra en el Tercer mundo, el Tercer mundo penetra en el Primer mundo. Zonas del viejo Tercer mundo crecen, se modernizan, se incorporan a la globalización y, por tanto, viven en esas cadenas globales, hablan inglés, están educados, han estudiado en las universidades americanas o británicas… Al mismo tiempo, dentro del Primer mundo aumentan las desigualdades y algunos sectores se quedan descolgados. Lo que llamamos precariado es una marginalidad social que empieza a parecerse a la marginalidad del Tercer mundo. No es lo mismo, porque afortunadamente tenemos sistemas de bienestar, pero empieza a parecerse. El desarrollo económico no ha afectado a todos por igual. La desigualdad ha aumentado mucho no porque se haya empobrecido la sociedad, que algo sí, sino porque unos se han enriquecido enormemente. Hay sectores de las sociedades en Estados Unidos y en Europa que han pasado del bienestar a la opulencia. Cuando tienes docenas de yates de 20 metros, la palabra correcta ya no es bienestar.

Según el VIII Informe Foessa, el 18,4% de la población española está en situación de exclusión social y 8,5 millones de personas no participan en la vida cultural, económica y social. ¿Cómo combatir la lacra de la desigualdad, que el covid acentuará de forma dramática? ¿Funciona el ascensor social en España?

El mecanismo que ha funcionado como vector fundamental de ascensor social durante muchos años ha sido la universidad. Todos hemos conocido taxistas cuyos hijos son abogados del Estado. Cuando se generaliza la enseñanza superior, la universidad deja de funcionar como ascensor social, simplemente es un requisito, una precondición, pero no te habilita para nada nuevo. Y no hemos conseguido un ascensor social alternativo. Ahora el problema ya no es de enseñanza superior, es un problema laboral, de organización del trabajo. Las diferencias salariales se han multiplicado y deben reducirse.

«Lo que llamamos precariado es una marginalidad social que empieza a parecerse a la marginalidad del Tercer mundo»

Si bien a la sociedad española le ocupa otros asuntos mucho más urgentes, como presidente del Real Instituto Elcano, no quería dejar de preguntarte sobre el debate monarquía-república, reavivado a raíz de la investigación de los presuntos delitos del rey emérito. ¿No crees que habría que consultar sus deseos a los ciudadanos, más de cuarenta años después de la muerte del dictador?

Bueno, podemos hacerlo, pero entonces habría que preguntar por el estado autonómico, que también es un tema extremadamente debatido. Y por otro montón de cuestiones. La Constitución es un pacto de la sociedad española consigo misma y de muchos grupos políticos. Creo que este debate no nos lleva a ningún sitio, entre otras cosas, porque la posibilidad de reformar la Constitución en este momento es nula, dado que requiere unas mayorías que no se van a dar en ningún caso. No ganamos nada abriendo el melón de la Constitución, sino enredarnos mucho más en problemas secundarios. El problema es el de una clase política que se resiste a consensuar y a pactar, como se hizo en el 78. Deberían aprender de ello, no revisarlo. Todas las constituciones tienen defectos y elementos mejorables. Pero no vamos a ganar mucho en términos prácticos ni a solucionar los problemas de los españoles reabriendo debates constitucionalistas, y mucho menos el de monarquía-república. Recientemente leía un informe sobre los diez países más innovadores del mundo. Entre ellos, había cuatro o cinco monarquías parlamentarias. Suecia, Dinamarca, Holanda, Noruega… Algunos argumentan que la monarquía es anticuada. Claro, si estamos hablando de la monarquía saudita, pues no la quiero. Pero estamos hablando de las monarquías parlamentarias europeas. Igual que si hablamos de repúblicas, la francesa sí me gusta, pero la bolivariana no me gusta nada. Otras personas dicen «es que yo no lo he votado». Bueno, no han votado nada de la Constitución. Si cada 15 años, con cada nueva generación, hay que renovar el pacto constitucional… Imagínate la Constitución de Estados Unidos, que tiene 200 años. Carece de sentido ese argumento. Sería ridículo en este momento reabrir ese debate y pretender hacer un referéndum.

«Hemos entrado en una ‘terra incognita’, un espacio social sin mapas, parecido a un agujero negro, que nos succiona y arrastra», escribías en una columna de El País. Por acabar con optimismo esta entrevista, ¿queda viva alguna certeza?

Quedan muchísimas certezas. Entre ellas, una certeza política: el Estado democrático es la mejor fórmula para organizar la convivencia, o la menos mala, como decía Churchill. En segundo lugar, una certeza económica: la economía de mercado es el mejor sistema para la mayor eficiencia de la producción. Y una tercera, digamos, de tipo cultural: la ciencia es el mejor espacio de diálogo para solucionar debates y alcanzar consensos. No tenemos alternativa al Estado democrático, ni a la economía de mercado ni al discurso científico. No hay uno sin el otro. Esta tríada de democracia-mercado-ciencia –que es, por cierto, un producto europeo– es una certeza, y una certeza potente. Y te podría mencionar otras muchas. O sea, que sí: tenemos certezas suficientes como para poder caminar en este incierto y proceloso mundo.

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