Ucrania

Una guerra europea

«El imperio ha muerto, pero su eco todavía resuena», explica Argemino Barro en ‘Una historia de Rus. Crónica de la guerra en el este de Ucrania’ (La huerta grande), un relato sobre los últimos días de la frágil paz del continente.

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Botko
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03
marzo
2022

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La mujer parece una estatua comunista: una figura de bronce llamada a la acción y al sacrificio. Sus manos son como dos pulpos de piedra, y uno se la imagina subida a un tractor, inclinada sobre miles de espigas, construyendo el socialismo. Debería estar en un pedestal, y no ahí, comiendo pepinillos de un frasco, aburriéndose con la mirada en el paisaje. Es como si la mujer hubiera descascado el bronce, cual polluelo que sale del huevo, y se hubiera incorporado a la vida mundana.

El imperio ha muerto, pero su estela permanece. Por ejemplo en este vagón de tren. La tercera clase, o clase platskartny, es una institución de la antigua Unión Soviética. Un vagón comunal de literas, como un cuartel o un internado, en el que los desconocidos charlan y comparten comida. Dicen que en esta región del mundo las personas son poco dadas a la conversación ligera y casual. Ese diálogo instantáneo, tan anglosajón, les parece sospechoso: una treta para seducir y conseguir algo. En cambio, su maestría en la charla kilométrica es legendaria. El comienzo será torpe, habrá miradas huidizas, manos frotándose y preguntas a las que seguirán tímidos monosílabos, pero, cuando pase la primera barrera, cuando alguien infiera tu origen o haga un cumplido, ya está. La conversación rodará impetuosa. Se desplegará como una novela, sin tabúes, en carne viva.

La mujer, que se llama Svitlana, viaja para ver a su hija y a sus nietos, porque su yerno falleció el año pasado. Cáncer de cerebro. Era un hombre estupendo, ingeniero, guapo, de hombros anchos. El más atractivo del barrio. Tenía 42 años. ¿Y usted? ¿Cuántos años tiene? ¿Está casado? ¿Y a qué espera? O Vassily, encogido como si aguantase una carga invisible. Bastan diez minutos para obtener su confesión: se va fuera el fin de semana para estar lejos de su mujer y de su hijo, para descansar. Les ha puesto la excusa de que va a ver a su madre anciana. El imperio ha muerto, pero su eco todavía resuena, y lo hará con mucha mayor intensidad.

De momento, el zarandeo del tren, cálido y regular, mece las conversaciones. Decenas de pies cuelgan en el pasillo estrecho. Hay mantas enrolladas, mesitas desplegadas. Debajo de mi litera hay una señora y su hijo adolescente, rubio, delgado, con un pelotón de granos subiéndole por el mentón. Están cenando aperitivos con la intensidad cromática de un tapiz normando. Los colores incandescentes llenan la mesa, el tocino, la sal, las tiras de pimiento. Los pasajeros beben té del samovar de metal, porque así es el Tren del Pueblo: una comuna móvil y sobria. Un fragmento del imperio perdido.

El imperio ha muerto, pero su eco todavía resuena, y lo hará con mucha mayor intensidad

El amanecer pálido atraviesa el visillo blanco de las ventanas. Poco a poco, los viajeros se incorporan, se frotan los ojos y piden el primer té del día. El Donbás se estira, monótono, al otro lado del cristal. «Perdone, ¿cuánto queda para Donétsk?», le pregunto a la señora. «Daniétsk», me corrige, pronunciándolo en ruso. «30 minutos». Su hijo desayuna medio litro de cerveza. Son las ocho de la mañana del uno de abril de 2014. Quedan cinco días de paz.

Seis meses antes

La primera vez que lo vi, K entraba en clase como si le hubiesen dado una excelente noticia. Ordenó sus papeles arrugados, entrelazó los dedos sobre la mesa y nos miró con astucia. Era menudo y avizor como un puercoespín. De fina cabellera gris mate, afable, 16 pero con las púas listas, agazapado en su arbusto mental. Nos dijo que el presidente de Ucrania, Viktor Yanukovych, iba a firmar el acuerdo de asociación con la Unión Europea.

«Es posible».

«¿Yanukovych? ¿El amigo de Putin?».

«Sí», respondió K.

«¿Pero Yanukovych no es prorruso?».

«¡Ah, pero este es un momento único! Yanukovych se ha mostrado muchas veces favorable a la Unión Europea, y fue primer ministro de Yushchenko», añadió con júbilo. ¿Cómo no iba a firmar, parecía decir, si tenía la oportunidad histórica de colocar a Ucrania junto al seno de Europa? ¿Quién iba a ser tan estúpido como para dejarlo escapar, habiendo llegado tan lejos?

Desde aquella ventana de Manhattan, el mundo parecía una maqueta ordenada y limpia. Todo encajaba, igual que los edificios recortados en el cielo, ensamblados de cristal, cemento y doseles curvos, con sus buhardillas y sus penachos de humo blanco. Igual que la ciudad, dividida por las calles en bloques nítidos, el tráfico fluyendo en línea recta, los semáforos marcando el ritmo. Allí dentro, en la facultad de Relaciones Internacionales, era difícil no ver el mundo como una maqueta. «Es el Departamento de Estado en pequeño», se decía. Los alumnos eran como pequeños generales. Deslizaban su mirada por un mapa extendido y tomaban decisiones. Entraban en clase con un vaso de café y se ponían a presentar un tema concreto sobre Ucrania. Cada semana era un tema diferente. Hablaban de comercio, inmigración y cálculos electorales, hacían predicciones y ponían cara de estadistas en tiempo de crisis. Luego buscaban soluciones bajo el delicado concierto de K.

Cuando Ucrania daba signos de entendimiento y se acercaba un poco más a Bruselas, sus ojos centelleaban como dos topacios

Pero K era diferente al resto de profesores. No venía del universo claro y rectilíneo de Nueva Inglaterra. No era un producto de la Ivy League, ni de un máster de 50.000 dólares al año, ni de las mesas cubiertas de canapés. Él había desarrollado su carrera diplomática en las dos Ucranias: la actual, independiente, y la antigua Ucrania soviética. Él entendía el Viejo Mundo; había medrado en él. Por eso aderezaba sus clases con información extra. El profesor conocía en persona a la gente de la que hablaba: al presidente Viktor Yanukovych, al expresidente Viktor Yushchenko y a la opositora encarcelada, Yulia Tymoshenko. Podía medir, o hacer que medía, su peso moral y sus reacciones psicológicas. Él sabía que lo sabíamos y se permitía toques costumbristas. Le gustaba descolgar un teléfono imaginario, por ejemplo, y hablar como si fuese Yanukovych dándole una orden al presidente del parlamento: «¿Volodia? Ya sabes lo que tienes que hacer».

Por eso, K tenía dos velocidades: una académica y otra informal. En debates y conferencias, cuando sabía que acechaban preguntas, ponía cara de apparatchik y se volvía duro como un rompehielos. Cedía la palabra como si le diese un latigazo a un caballo; era un monolito, un dios impertérrito. Luego sabía conquistar un salón tomando a los invitados del brazo. Cuando le pedías algo, te colocaba una mano en el hombro y acercaba el oído. Como lo veía venir, asentía con impaciencia. Cerraba los tratos en tono íntimo. Lo hacía por ti y por nadie más. K era nuestro oráculo.

Los días optimistas, cuando Ucrania daba signos de entendimiento, cuando se acercaba un poco más a Bruselas, sus ojos centelleaban como dos topacios. Los días bajos, se apagaban en silencio. A veces saludaba con los brazos abiertos la cortina de sol que llenaba la estancia. Se sentaba con ligereza y leía sus notas en tinta azul. Otras, caminaba pesadamente, suspiraba y se pasaba una mano por la frente. Los alumnos intentaban comprender esa ironía de politburó, las gradaciones y los matices ocultos en el ropaje de funcionario soviético.


Este es un fragmento de ‘Una historia de Rus. Crónica de la guerra en el este de Ucrania‘ (La huerta grande), por Argemino Barro.

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