Cultura

Terror y utopía en Moscú

En ‘Terror y utopía. Moscú en 1937’ (Acantilado), Karl Schlögel ofrece una instantánea escrita del acelerado (y oscuro) desarrollo de la Unión Soviética.

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Steve Harvey
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10
enero
2022

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Steve Harvey

Todos los caminos de la Moscú del año 1937 conducen a través de la Plaza Roja. Una topografía exacta de esa unidad de espacio-tiempo tendría que reconstruir el nudo, ese haz en el que esos caminos confluyen y se separan de nuevo. De los periódicos es posible extraer las fechas de las celebraciones y de los grandes acontecimientos, cuyo punto culminante y conclusión tienen lugar en la Plaza Roja. Ellos reflejan el ritmo de movimiento, las gradaciones, los intervalos entre las fases de excitación y de agotamiento. Quien visitaba Moscú y se quedaba unos días –tanto si era un turista soviético como un extranjero, el miembro de alguna delegación o alguien que estuviera de paso por razones profesionales– visitaba la Plaza Roja: en el Kremlin residía el poder, el Museo Histórico presentaba exposiciones –por ejemplo, con motivo del año Pushkin–, en las hileras de comercios situados en los laterales estaban los Almacenes Universales (GUM) y numerosos departamentos de diversos Comisariados del Pueblo. En ese sitio se cruzan muchos caminos vitales, miradas.

La Plaza Roja no es únicamente una determinada superficie en la topografía moscovita, sino el punto de intersección de los ejes de las miradas, un espacio producido en las mentes de la nación. Quien pudiera analizar ese punto de condensación y síntesis tendría una historia en miniatura de la Moscú del año 1937.

La Plaza Roja no es únicamente una determinada superficie en la topografía moscovita, sino el punto de intersección de los ejes de las miradas

La plaza se levanta todavía allí, casi intacta, pero ahora pueden verse por todas partes sus nuevas aristas y siluetas, como fueron marcadas en el Plan General para la ciudad de Moscú: con una Plaza Roja ampliada al doble y un complejo de rascacielos monumentales que se elevan en forma de terrazas en uno de los laterales situados frente al Kremlin, donde todavía se encuentran los almacenes GUM. Aún es la mayor plaza de la capital, pero en un futuro previsible será sustituida por las plazas en las que se alzará el Palacio de los Soviets, concebidas exclusivamente para los desfiles masivos. Pero aún no se ha llegado a ese punto. En 1937, la Plaza Roja es todavía la plaza de Moscú para los desfiles, las celebraciones y las ceremonias.

De lo publicado en 1937 en Pravda o en Rabochaia Moskvá se deriva la coreografía, la secuencia de movimientos en la principal plaza de la capital. Se trata de los aniversarios y los días festivos revolucionarios, sobre todo el Primero de mayo y el 7 de noviembre, muy especialmente el año en que se conmemoraba el 20º aniversario de la Revolución de Octubre, ahora que ya se habían suprimido los últimos símbolos de los viejos tiempos –el águila zarista sobre las torres del Kremlin– y se habían montado en ellas las estrellas soviéticas de color rubí. Pero también entre esos puntos culminantes del calendario festivo comunista hay grandes acontecimientos: el desfile de los deportistas, los días de celebración de los ferroviarios o del Ejército Rojo de Obreros y Campesinos. Sin embargo, las verdaderas pasiones no se atienen a la ceremonia del Calendario Festivo Rojo, sino que se dirigen hacia los éxtasis puestos en escena por algún motivo específico: la aprobación de la nueva «Constitución de Stalin» en diciembre de 1936, el anuncio de las sentencias de los grandes procesos públicos o el resultado de las elecciones al Soviet Supremo en diciembre de 1937. Hay triunfos que celebrar: el regreso de los pilotos que habían volado hasta Estados Unidos atravesando el Polo Norte, o el milagroso rescate de la tripulación de Iván Papanin de los hielos polares. Pero también tenemos sombrías pompas fúnebres, como las celebradas por las muertes de Gorki y Ordzhonikidze. Sólo en los dos días de celebraciones más importantes –el Primero de mayo y el 7 de noviembre– dos millones de personas desfilan por la Plaza Roja en cada ocasión, y en los días del anuncio de las sentencias, un cuarto de millón. Todo ello multiplicado en imágenes y sonidos que son transmitidos al vasto país y al mundo.

La masa como ornamento: movimiento, distinto según cada ocasión, de un cuerpo masivo inspirado

La plaza, que parece tan amplia y espaciosa, se convierte en ciertos días en un punto de concentración, en el ojo de la aguja y el transformador de la energía humana de personas sudorosas, amedrentadas y nerviosas, que saben que tienen la suerte de participar como elegidos o convocados en un acontecimiento extraordinario. Dos millones de personas que desfilan por una plaza en cuestión de pocas horas, una plaza que, en su lateral, tiene unos 1.000 metros y mide unos 300 metros de ancho. Máxima concentración, cuerpo con cuerpo, cabeza con cabeza, una corriente humana que solo puede llegar a la plaza gracias a la mayor disciplina y entereza. Para la ocasión han limpiado y ampliado la mayor plaza de la ciudad. En la parte norte están las Puertas Ibéricas y la capilla, la iglesia de la Virgen de Kazán, en la embocadura de la avenida Nikolskaia, ha sido demolida; en la parte sur han demolido todo el barrio que se extiende desde la catedral de San Basilio hasta el río Moscova, de modo que el río humano puede verterse ahora libremente desde la calle Gorki y la plaza Manège hacia la Plaza Roja, y allí puede atascarse, para luego desembocar en los paseos a orillas del río o directamente en el puente grandiosamente renovado y ampliado sobre el río Moscova. Las tangentes que conducen a través de la plaza están formadas por decenas o centenares de miles de personas llegadas desde toda la ciudad: delegaciones de empresas, fábricas, institutos, del ejército, jóvenes y ancianos. Cada departamento marcado y dividido por estandartes y banderas o pancartas. Masas organizadas, la masa como ornamento. Movimiento, distinto según cada ocasión, un cuerpo masivo inspirado: resuelta la juventud, marciales las fuerzas armadas y las unidades paramilitares, fluyendo hacia allí como un mar de colores los niños y adolescentes con las flores de papel y los globos. Átomos de un gran todo, partes de un conjunto. Suntuosidad de colores y exotismo de las delegaciones nacionales. Ejércitos enteros de deportistas y acróbatas, de gimnastas y luchadores que dibujaban sobre el adoquinado de la plaza sus figuras geométricas.

André Gide escribió sobre el transcurso del desfile de los deportistas: «En Moscú, en la Plaza Roja, presencié las fiestas dedicadas a la juventud. Los edificios situados frente al Kremlin ocultaban su fealdad tras una máscara de pancartas con consignas de color verde. Todo era suntuoso, incluso (y me apresuro a decirlo, porque no podré decirlo siempre) de un gusto perfecto. Llegada en tropel desde el norte y desde el sur, desde el este y el oeste, marchó por allí una juventud digna de admiración. El desfile duró horas. Jamás me hubiera imaginado un espectáculo tan magnífico. Por supuesto que esas criaturas, que funcionaban a la perfección, estaban bien entrenadas, preparadas, y habían sido especialmente bien escogidas; pero ¿cómo no se va a admirar a un país y a un régimen que es capaz de producirlas?».

La tribuna anuncia el ascenso y la caída de carreras y biografías: algunos arrojan desde allí arriba una última mirada al mundo, antes de ser arrestados

La insólita disciplina de un gran cuerpo, formado por cuerpos humanos. Sobre la plaza desfilan maquetas: diques, altos hornos, locomotoras, aviones. Toda una Unión Soviética en miniatura. En un carnaval de la historia, desfilan a través de la plaza las ridículas figuras de los estadistas del mundo capitalista, en forma de marionetas de papier maché.

El punto máximo de la excitación se alcanza cuando las columnas del desfile se encuentran más o menos a la altura del centro, entre la antigua plaza de ejecución por un lado y la tribuna del mausoleo a Lenin por el otro, cuando se ven obligadas a saludar a los dirigentes políticos y a alzar la vista hacia ellos. Exclamaciones, consignas, coros lanzados de forma rítmica resuenan a través de la plaza. Todo ondea, se oyen los clamores que suben desde la calle. Ellos están allí arriba, inalcanzables, a menudo con trajes blancos, inaudibles, inaccesibles, pero casi familiares gracias a las fotos de los periódicos o de algún álbum histórico. Lo que sucede sobre el mausoleo es tan importante como lo que ocurre abajo. Quien está arriba forma parte de ellos; de quien ya no está arriba puede decirse que ha desaparecido. El mausoleo como punto de transformación de las personas en no personas. La mirada hacia los hombres de la tribuna es de relevancia analítica y obligatoria para los observadores profesionales llegados del extranjero. Entre los periodistas y los diplomáticos, en especial entre los agregados militares, son especialmente codiciados los puestos en las tribunas de invitados y las autorizaciones para visitar las celebraciones. Desde allí no sólo se puede echar una ojeada desde muy cerca a figuras legendarias, sino que se obtiene información sobre la composición interna del poder. La tribuna anuncia el ascenso y la caída de carreras y biografías. Algunos arrojan desde allí arriba una última mirada al mundo, antes de ser arrestados. Para ellos no habrá una tumba entre los muros del Kremlin.


Este es un fragmento de ‘Terror y utopía. Moscú en 1937‘ (Acantilado), por Karl Schlögel.

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