Opinión

El chantaje de la cultura

Es necesario atraer al público con el único argumento de que la cultura puede aportar algo a su vida. En última instancia, la pura necesidad de apoyar y defender algo por el mero hecho de ser noble degrada la propia obra cultural.

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23
noviembre
2021

Bromeando sobre las invitaciones torpes y absurdas que recibimos para asistir a saraos, estrenos y presentaciones de libros (y hacernos eco de ellos, recomendándolos en nuestras columnas y nuestros ratitos en la radio o en la televisión), una amiga y yo comentamos el chantaje al que recurren quienes ‘hacen el bien’. Te invitan a ver un documental sobre un barrio pobre de no sé dónde, y en vez de contarte lo bien que está la película, el interés de la historia o cualquier otro argumento, hablan del esfuerzo, la ilusión y el trabajo que tanta buena gente ha puesto en el proyecto. Si no asistes y no lo apoyas, por tanto, eres un desalmado, un ser vil que disfruta con el sufrimiento del prójimo. El tono de algunas de estas invitaciones es tan dramático que podrían terminar con la amenaza de matar a los niños de dicho barrio si no asistes. Las vidas de estos miserables pesarán en tu conciencia si nos ignoras; tú sabrás la clase de gentuza que eres, vienen a decirte.

«Si no asistes y no apoyas esta clase de proyectos, por tanto, eres un desalmado, un ser vil que disfruta con el sufrimiento del prójimo»

Yo usaba esa táctica cuando era chaval y hacía fanzines fotocopiados en la casa de juventud del barrio. Los vendía a la familia y a todo aquel que se cruzase conmigo con tretas propias de un mendigo, pidiendo apoyo para los chavales creativos y apelando a la conciencia socialdemócrata de la comunidad. Compren nuestra revista y evitarán que sus redactores se droguen en el parque. Apoyen el ocio constructivo y el talento local. ¿Acaso prefieren que andemos robando radiocasetes de coche y bebiendo litronas, como el resto de la chavalería? Llegamos a abusar tanto del chantaje que hasta mi madre se hartó. Me dijo que allá yo si me pasaba el día fumando porros en un descampado, que ya me daba una ‘paguita’ semanal para mis vicios, y escribir fanzines era un vicio como cualquier otro, sin más nobleza ni prestigio. No presumas de bueno: compraré la revista si me interesa lo que trae, no por solidaridad con mi hijo y los gañanazos de sus amigos, así que menos lobos, Caperucito, remató, dándome una de las mejores lecciones que he recibido en la vida.

Desde entonces, siento una gran aversión por la mendicidad cultureta y las ventas por caridad, así como por el arte entendido como un sacrificio. El mismo espíritu que anima a los directores de un documental sobre niños pobres a chantajear a sus posibles espectadores es el que lleva a estos a asistir con seriedad y congoja al cine, soportando como buenos feligreses el aburrimiento, la moralina y el maltrato, incluyendo la incomodidad de las butacas. Wagner, que de liturgia religiosa entendía más que nadie, diseñó su teatro de Bayreuth con asientos de madera –creo que te dejaban llevarte un cojín si tenías hemorroides– que hacen del sufrimiento una parte de la experiencia estética: sería imperdonable que el espectador se relajase demasiado en una butaca mullida y olvidase su compromiso artístico.

Al público no se le puede atraer con más argumentos que los hedonistas: tienes que leer, ver o escuchar esto porque te va a interesar; porque te va a hacer disfrutar y te va a informar, entretener o aportar algo a tu vida. Chantajear con otros aspectos pervierte la relación entre creadores, productores y audiencias, transformando el significado mismo del acto de leer, escuchar o ver, que termina por convertirse en algo incluso servil, en vez de una experiencia libre y adulta.

«Al público no se le puede atraer con más argumentos que los hedonistas»

Cuando un medio pide suscripciones para apoyar a los periodistas en lugar de decir que los suscriptores leerán cosas interesantes, o cuando se venden entradas de teatro como una forma de financiar a las compañías independientes en lugar de convencer a la gente de que va a gozar con el montaje o la interpretación, el periodismo y la cultura se degradan. Cuando no hay diferencia alguna entre la hucha de la Cruz Roja y una taquilla, la cultura pierde toda su razón de ser. Entonces podremos replicar, como hacía mi madre, que para dar limosnas es mejor dárselas directamente a los niños pobres, y no a los documentalistas que los retratan. Es más eficaz y te ahorras dos horas de mal cine.

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