Opinión

Ciberleviatán

¿Nos acecha una nueva forma de poder alimentada por los algoritmos? En ‘Ciberleviatán: El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital’ (Arpa), el profesor José María Lasalle analiza cómo la absorción tecnológica de algunos aspectos fundamentales del pensamiento está derivando en un sistema digital global al margen del humanismo tal y como lo conocemos.

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13
septiembre
2021

Una figura destaca sobre el horizonte de incertidumbres, malestares y miedos que acompaña el comienzo del siglo XXI. Se trata por ahora de una silueta por definir. Una imagen que todavía no refleja con exactitud sus contornos pero que proyecta una inquietud en el ambiente que nos previene frente a ella. Su aparición delata un movimiento de alzada vigorosa, que lo eleva sobre la superficie de los acontecimientos que nos acompañan a lo largo del tránsito del nuevo milenio.

Envuelta por un aliento de energía sin límites, su forma va adquiriendo volúmenes titánicos en los que se presiente la desnudez granítica de una nueva expresión de poder. Con sus gestos se anuncia el reinado político de un mundo desprovisto de ciudadanía, sin derechos ni libertad. Una época que asistirá a la extinción de la democracia liberal. Que instaurará una era mítica a la manera de las que imaginó Hesíodo, hecha de vigilancia y silicio, habitada por una raza de humanos sometidos al orden y a la seguridad. Un mundo de fibra óptica y tecnología 5G, dominado por una visión poshumana, que desbordará y marginará el concepto que hemos tenido del hombre desde la Grecia clásica a nuestros días.

«La institucionalidad de los gobiernos democráticos y la legitimidad de las sociedades abiertas de Occidente se encuentran en una profunda crisis de identidad»

El mundo evoluciona a lomos de la revolución digital hacia una nueva experiencia del hombre y del poder. Una evolución que parte de una resignificación del papel del ser humano debido a la introducción de un vector que lo transforma radicalmente. La causa está en la interiorización de la técnica como una parte sustancial de la idea de hombre. Esta circunstancia se desenvuelve dentro de un marco posmoderno que da por superadas las claves que definió la Ilustración filosófica del siglo XVIII bajo el rótulo histórico de la Modernidad. Jean-François Lyotard explicó a finales de la década de los setenta del siglo pasado que la condición posmoderna era el final de las grandes narrativas que habían interpretado el mundo dentro de un relato coherente de progreso y racionalidad. Para este autor la estructura intelectual de la Ilustración era insostenible debido, precisamente, a los avances técnicos y los cambios posindustriales que propiciaban las telecomunicaciones de la sociedad de la información. Estas circunstancias hacían que el humanismo, y la centralidad que atribuía este al hombre, hubiera sido desplazado como eje de interpretación del mundo por una visión científica que lo subordinaba a la técnica y a su voluntad de poder.

La revolución digital en la que estamos inmersos en la actualidad hace cada día más palpable la condición posmoderna. Y, sobre todo, contribuye a una reconfiguración del poder que está gestando una experiencia del mismo a partir de una voz de mando que es capaz de gestionar tecnológicamente la complejidad de un mundo pixelado por un aluvión infinito de datos. Hoy, los datos que genera internet y los algoritmos matemáticos que los discriminan y organizan para nuestro consumo son un binomio de control y dominio que la técnica impone a la humanidad. Hasta el punto de que los hombres van adquiriendo la fisonomía de seres asistidos digitalmente debido, entre otras cosas, a su incapacidad para decidir por sí mismos.

Esta circunstancia hace que la humanidad viva atrapada dentro de un proceso de mutación identitaria. Un cambio que promueve una nueva utopía que transforma su naturaleza al desapoderar a los hombres de sus cuerpos y sus limitaciones físicas para convertirles en poshumanos programables algorítmicamente, esto es, seres trascendentalmente tecnológicos y potencialmente inmortales al suprimir sus anclajes orgánicos. Un cambio que adopta un proceso previo de socialización que hace de los hombres una especie de enjambre masivo sin capacidad crítica y entregado al consumo de aplicaciones tecnológicas dentro de un flujo asfixiante de información que crece exponencialmente.

«Estamos ante un monopolio indiscutible de poder basado en una estructura de sistemas algorítmicos»

La experiencia de la posmodernidad va descubriendo de este modo no solo la naturaleza fallida de la Ilustración que describió tempranamente Lyotard, sino el fracaso de los relatos que la fundaban en toda su extensión. Destacando de entre todos ellos el político, pues, como veremos, la institucionalidad de los gobiernos democráticos y la legitimidad de las sociedades abiertas de todo Occidente se encuentran en una profunda crisis de identidad. Se ven cuestionadas en sus fundamentos por la sustitución de la ciudadanía como presupuesto de la política democrática por multitudes digitales que allanan el camino hacia lo que Paul Virilio describió como «la política de lo peor».

Todos estos factores son los que están contribuyendo a que emerja esa figura titánica que describíamos más arriba y que adopta el rostro de una dictadura tecnológica. Una especie de concentración soberana del poder material que descansa en la gestión de la revolución digital. Gestión que ofrece orden dentro del caos y seguridad en medio de la época de catástrofes que acompaña la mutación que estamos viviendo a velocidad de vértigo. El protagonista político del siglo XXI ya está con nosotros. Todavía no ejerce su autoridad de manera plena pero va haciéndose poco a poco irresistible. Acumula poder y crece en fuerza. Se insinúa bajo modelos distintos —China y Estados Unidos son los paradigmas—, que convergen alrededor de los vectores que impulsan su desarrollo: la inteligencia artificial (IA), los algoritmos, la robótica y los datos.

Avanzamos hacia una concentración del poder inédita en la historia. Una acumulación de energía decisoria que no necesita la violencia y la fuerza para imponerse, ni tampoco un relato de legitimidad para justificar su uso. Estamos ante un monopolio indiscutible de poder basado en una estructura de sistemas algorítmicos que instaura una administración matematizada del mundo. Hablamos de un fenómeno potencialmente totalitario que es la consecuencia del colapso de nuestra civilización democrática y liberal, así como del desbordamiento de nuestra subjetividad corpórea. Se basa esencialmente en una mutación antropológica que está alterando la identidad cognitiva y existencial de los seres humanos. La digitalización masiva de la experiencia humana, tanto a nivel individual como colectivo, comienza a revestir el aspecto de una catástrofe «progresiva, evolutiva, que alcanza la Tierra entera».

«La digitalización masiva de la experiencia humana, tanto a nivel individual como colectivo, comienza a revestir el aspecto de una catástrofe»

Lo sorprendente del fenómeno es que no se percibe en la opinión pública con tintes negativos sino todo lo contrario. Se interpreta como algo positivo a pesar de que «lleva al brusco desmantelamiento de gran cantidad de adquisiciones jurídico-políticas» que fueron «edificadas sobre los poderes del entendimiento humano, la capacidad de decisión, el derecho fundamental a la contradicción y el de la preservación de la parte sensible que nos constituye».

Este proceso que describimos está llevando a cabo una sustitución progresiva de lo que fuimos y somos todavía. El objetivo, consciente o no, parece orientado hacia inaugurar una nueva época absolutamente digitalizada. Una época que se funda en un pacto semejante al que el pensamiento iusnaturalista de los siglos XVI y XVII diseñó para justificar el nacimiento del Estado y que Hobbes utilizó para teorizar sobre el Leviatán moderno. Para el iusnaturalismo, el poder nacía de un contrato social igualitario que los hombres formalizaban renunciando a su poder original en favor de un Estado que les garantizaba sus derechos naturales a la vida, la libertad o la igualdad. Ahora, el contrato social del que surgirá el nuevo Leviatán posmoderno supone una renuncia de los seres humanos a la garantía analógica de esos derechos, pero a cambio de que se vean asistidos en su nueva identidad por una técnica que crece exponencialmente en su poder de acción y les promete la utopía de un paraíso digital.

Por otra parte, el contrato que incuba el nacimiento de ese Leviatán tecnológico, a diferencia del diseño de legitimación pensado por los iusnaturalistas, no es igualitario sino jerárquico. Probablemente sea el resultado de una confluencia de varios actores e intereses. De un lado, un tecnopoder que forma la élite innovadora y las grandes corporaciones que sustentan el capitalismo cognitivo basado en la economía de los datos que monetiza el uso eficiente de estos. De otro, las multitudes digitales que se integran dentro de las coordenadas de los dispositivos de control y normalización que maneja la revolución tecnológica.

El siglo XVI continúa su andadura bajo el presentimiento de que es inevitable la aparición de un Ciberleviatán. Sobre sus espaldas se entrevé cómo se ordenará la complejidad planetaria que sacude nuestras vidas y que libera oleadas de malestar e incertidumbres que amenazan las estructuras clásicas de un statu quo que se volatiliza por todas partes. Lo más probable es que el Ciberleviatán se instaure por aclamación, a la manera de la dictadura pensada por Carl Schmitt. Mediando un pacto fundacional sin debate ni conflicto, como el producto de una necesidad inevitable y querida si se quiere preservar la vida bajo la membrana de una civilización tecnológica de la que ya nadie puede desprenderse para vivir.


Este es un fragmento de ‘Ciberleviatán: El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital’ (Arpa), por José María Lasalle.

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